Por Patricio Hales
Yo pienso que es al revés.
Los chimpancés hacen guerras cuando se parecen a los seres humanos.
Aunque vulgar y recurrida mi comparación y postergando el debate de quien fue el primer belicoso, el reciente informe de la ONU de Septiembre de 2018 que dice que por conflictos, guerras y desastres naturales, la cifra de personas con hambre subió a 821 millones certificando un aumento de la subalimentación que, al vincularlo la FAO y otros a nuestra belicosidad, me evocan ese letrero de hace años en el zoológico de Londres a la salida de ver al orangután. ¡Cuidado! ¡Al frente suyo está el animal más peligroso del planeta! Bajo el letrero había un espejo donde el visitante del orangután se retrata de cuerpo entero.
Mi afirmación temeraria contradice a la mejor experta en monos que ha existido. Jane Goodall, con delicada dulzura, después de vivir con los chimpancés cinco años seguidos desde los 26 y más de 40 años dedicada a ellos cuenta en una grabación que, desgraciadamente, ellos hacen guerras. Resignada, un poco apenada por el amor que les tuvo toda su vida, dice que son amorosos, enternecedores con su familia, amistosos; que han llegado al acto de cultura de transformar la realidad usando objetos como herramientas.
Goodall afirmó que los chimpancés suelen ser agresivos, que pelean a muerte contra con su propia especie y que nos dieron un gen guerrero. Cuenta que hacen guerras contra sus semejantes que habitan en otros territorios; que no toleran la inmigración y que llegan al extremo de exterminar una tribu entera en la victoria.
En materia de guerras, nosotros hemos evolucionado para peor. Sofisticándolas y no eliminándolas. Cierto que con más control. Pero las mantenemos como una constante histórica.
La guerra acompaña al Homo Sapiens desde su aparición. Él creó y usó su gen agresivo eliminando a los Homo Neardenthal de sus tierras.
En el siglo XXI, los gastos en armamentos aumentan, sea para evitar guerras por disuasión o, para provocarlas. Y seguiremos gastando mientras no establezcamos una forma distinta de disolver la apreciación de amenazas, que aumenta en quien no tiene armas. Porque el armamentismo crece en función de la convicción, no siempre objetiva, de las amenazas. Y a veces por negocios oscuros que inventan amenazas tanto o más falsas que la mentira de armas químicas en Irak.
El planeta cuenta con un gigantesco y carísimo arsenal, felizmente en su mayoría actualmente, sin usarse. Pero crece y no conseguimos evitar los conflictos y guerras que, según el informe ONU, son culpables de las cifras de hambre de millones de personas. En el planeta aumentó en más de un 2%. En Africa son un 20% de su población y en el Caribe el 16%. En Asia registraron más de 500 millones de personas en subalimentación.
A la par, hemos desarrollado una eficacia combativa, desde que apareció la especie sapiens en los recientes 70.000 años, de los 3 millones de años de existencia del género homo.
Hemos afinado nuestros conocimientos en armas, desde el palo y la piedra hacia la catapulta, a los helicópteros de Da Vinci, la bomba de los cálculos de Einstein y el dron quirúrgico que activado vía satélite puede dispararle a una persona o una ciudad.
No creo en el dilema cañones o leche, ni proponer a gasto social los US$ 60 millones de un F-16 o los 600 de los scorpene que pagó Chile. Esa es una ilusión si el guerrero conduce la política. No existirá el Hombre Nuevo con que nos cautivó don Carlos para ese mundo en el que no habrá guerras ni existirá el Estado; a no ser que asumamos que en nosotros coexiste de manera natural una contradicción guerra y paz, que debemos conocer y comprender, podemos aprender a administrar.
Así la política podría actuar. La política es la acción.
Las valiosas batallas pacifistas, a pesar del TPNW, no logran reducir los presupuestos de defensa. Porque mientras nuestras tribus, países y sistemas convenzan a sus ciudadanos que sufren amenazas, usarán su mejor capacidad para armarse y seguirán la ajedrecística de la mejor defensa es un buen ataque. Pues cínicamente las guerras siempre han sido declaradas en defensa de algo.
La solución no reside en no fabricar o no comprar armas si no cambia la política; construir políticas de nuevos compromisos que diluyan la vocación de amenaza. Políticas que nos impulsen a necesitarnos mutuamente.
Porque el gen guerrero no desaparecerá y comparte el alma humana en contradicción con el instinto pacifista. Hay que saber trabajar la contradicción en su complejidad.
Por eso me importa contradecir a Jane Goodall.
Digo que es al revés porque el chimpancé no nos dio el gen de nuestra conducta belicosa. Al contrario su gen guerrero es un prototipo débil que se perfeccionó en el hombre. El mono se parece a lo que será. Cuando evoluciona hace guerras. La diferencia es que el mono es un guerrero deficiente, ineficaz, sin superación; el hombre guerrea excelentemente aunque deje con hambre a sus semejantes. El chimpacé no innova su capacidad bélica desde milenios, los seres humanos nos perfeccionamos para matarnos de modo constante, innovador y creativo. El mono gasta lo mismo en sus peleas, el hombre cada vez más. El mono es guerrero solo porque es un anticipo incipiente de su descendiente evolucionado.
El gran guerrero es la especie humana.
Lo sostengo sin un fatal determinismo sino con optimismo, para manejar el dato de una contradicción interna con la que convive la humanidad, y debe resolver a su favor. Ese que según Rousseau nace bueno, tiene en si mismo su condición de guerrero. La Falacci, rara vez dialéctica en sus pasiones, reconoce que los mismos hombres que hacen puentes, la Capilla Sixtina, Hamlet o Nabucco, son peor que los animales.
La complejidad de la contradicción interna del hombre, es colectiva y se transforma en guerras por decisión de la política. Entonces es un desafío de la política. Aquel que no intervenga en la política no conseguirá la paz, solo será un virtuoso y loable manifestante que hace conciencia pero no maneja directamente la acción.
Por ser sapiens estamos genéticamente marcados pero no condenados. Justamente nuestra mayor capacidad cerebral nos posibilita resolver aquello a lo que no está obligado el chimpancé. Elaborar ideas no es reducir el presupuesto de las políticas de defensa, sino cambiar la política.
Soy optimista viendo el paradigma más armónico que se desarrolla en los últimos 50 años y que es cada vez más sistémico y menos episódico. Más presión social obliga a la política a más control. No es lo mismo el juicio de Nuremberg que la Corte Penal Internacional. Hoy es más complicado ser dictador. No es tan fácil ser genocida. Pero los hay. Hoy ni siquiera matar elefantes o rinocerontes se puede hacer en secreto. Las migraciones no se resuelven a sangre y fuego. Pero aumentan peligrosos nacionalismos. El optimismo no es lineal. La política es presionada a conceder derechos ausentes de cualquier programa de hace solo 20 años.
Cobran fuerza valiosos movimientos, inimaginados, que llegan incluso a veces a la injusticia y al belicismo en su pasión por derechos justos. En general la política va detrás de ellos y a menudo lo hace por oportunismo y no por convicción.
Pero la política es la que fija las reglas del juego y no los buenos deseos.
Lo malo es que importantes movimientos sociales creen que participar en política es traicionar sus valores, rendirse a los juegos tradicionales del poder corrupto que combaten. Entonces dejan que las reglas del juego las fijen aquellos que reproducen el mismo mundo. Pues casi todo lo que se norma pasa por la política.
Por eso vale tanto que se sumen a la política esos movimientos que buscan mejorar la humanidad por fuera de la política; que participen dentro de ella en vez de autogozarse en denostarla. Controlar nuestro gen guerrero colectivo requiere que hagan política los que miran al ser humano integral. Los que leen más de filosofía que estadísticas. Que funden partidos o los transformen aquellos que practican el arte como forma de acercarse a si mismos, los que meditan, los que buscan ser mejores persona.
No habrá cambios en los ciclos guerra y paz si no hacen política aquellos que, con razón, han despreciado tanto a la política. Ojalá influyeran en ella los que buscan conocerse a si mismos, en grupos que hace un siglo se ocultaban en el esoterismo. Todos ellos, pueden ser determinantes para cambiar la política acercándola al nuevo paradigma. Así asumiríamos nuestra condición de sapiens al servicio de lo que buscamos.
Y no le echemos la culpa al mono