Los salones del Museo Pumapungo en la bella ciudad de Cuenca, Ecuador, son el escenario más adecuado para exhibir la obra del pintor argentino Ariel Dawi. Esto, no solo por la dimensión de sus cuadros, sino por la necesidad estética de observarlos desde la distancia y apreciarlos así, uno por uno, para luego aprehender la estricta unidad del conjunto.
El Azuay sufre -bajo el pincel y la paleta de Dawi- una metamorfosis estructural profunda. El artista no se ha conformado con absorber la belleza y plasmarla en sus lienzos. Él ha “deconstruido” sus formas y colores, los ha procesado desde una visión muy particular e íntima para luego volver a integrar los elementos y convertirlos en algo diferente pero totalmente reconocible, aun cuando lleva la impronta inconfundible de su estilo.
Los experimentos cromáticos del artista argentino parecen tocar los extremos: De una fuerza rotunda en el color de El Paraíso en la otra esquina pasa a la sutileza onírica de un paraje húmedo y nublado, como en Mayo en Azuay. Sus azules profundos –él se ha apoderado de los cielos y las aguas de Cuenca- contrastan con el brillo de los tejados rojos y la sequedad del páramo. Pero no se detiene ahí, también juega con la desintegración de las formas en un proceso de abstracción en donde, por ahí escondidos, se adivinan breves bosquejos de figuras animales y humanas.
El impacto visual de esta exposición le ofrece al espectador la excepcional oportunidad de re-ver el entorno que le rodea. Analizarlo desde los ojos de Dawi y apreciar la riqueza de sus colores, sus texturas y sus formas termina siendo parte del ejercicio estético al cual el pintor nos lleva de la mano, para abandonarnos frente a la experiencia individual y dejar el resto del trabajo a nuestra imaginación. Quizá por esto su propuesta estética resulta tan enriquecedora como generosa.