Los delitos cometidos por miembros del clero han pasado durante siglos bajo la vara del secretismo más hermético. Por el simple hecho de pertenecer a una comunidad amparada por un halo de espiritualidad, virtud y autoridad moral –el arquetipo de toda institución de carácter religioso- los hechos vergonzosos de abuso sexual, político, social, laboral y económico han sido acallados con la complicidad de la sociedad, pero también tolerados por los sistemas de justicia, hasta cuyas cortes recién comienzan a aparecer los sindicados.
El informe de más de mil trescientas páginas producido por el gran jurado de Pensilvania menciona casos aterradores de pedofilia, pornografía infantil, abortos forzados y otros delitos cubiertos por el silencio eclesiástico durante más de 70 años. Sin embargo, los crímenes bajo las cúpulas, en el amparo de los conventos y las gruesas paredes de los monasterios vienen desde muy atrás y han contado con una histórica garantía de impunidad. Ahora, cuando comienzan a salir a la luz pública estos hechos, también va tomando cuerpo la sanción moral de una comunidad de feligreses no dispuestos a tolerarlos.
El imperio construido bajo la insignia de la espiritualidad viene mostrando agujeros en su estructura a lo largo de toda su historia. La violencia ejercida desde los púlpitos con la anuencia de comunidades dóciles ante la imposición patriarcal y dominante de la Iglesia, no solo ha impactado a víctimas de abuso sexual, también ha influido de manera determinante en los ámbitos de la política, la economía y muy especialmente en el control de comunidades campesinas e indígenas con el propósito de transformar en virtudes espirituales sus carencias, su pobreza y su marginación.
La crisis experimentada actualmente por la iglesia católica no se reduce a los delitos de sus sacerdotes y ministros, también cuenta con una enorme cuota su posición cerrada respecto de la despenalización del aborto, lo cual ha generado en las recientes semanas una ola masiva de rechazo por parte de feligreses decididos a abandonar a la institución bajo cuyos parámetros y enseñanzas fueron educados desde la infancia. Hoy la apostasía ha dejado de ser un pecado para convertirse en un acto de reivindicación política, espiritual y social.
Al detallado informe del gran jurado de Pensilvania se suma el justo reclamo de las mujeres: teólogas, religiosas y laicas van decididas a luchar por la igualdad. Sometidas a un plano de servidumbre y dominación durante siglos, las mujeres pertenecientes y cercanas a la institución comienzan a levantar sus voces para exigir respeto, equidad y espacios de toma de decisiones dentro de las jerarquías eclesiásticas. También exigen su liberación del servicio doméstico al cual son relegadas -dentro del ámbito eclesiástico- incluso aquellas estudiosas que ya poseen doctorados en teología.
Muchos son los obstáculos a vencer pero estas mujeres han decidido luchar por su ingreso en los órganos de poder y tener acceso a ejercer el sacerdocio en igualdad de condiciones que los hombres. Esto deja en evidencia la delicada situación que enfrenta el Vaticano, ya que la supervivencia de cualquier institución –religiosa o no- depende en alto grado de su capacidad para adaptarse a los cambios de la sociedad en la cual se desempeña. La resistencia férrea del catolicismo a comprender y adoptar los nuevos parámetros del mundo actual puede ser su condena a perder gran parte de su influencia, como ya está siendo condenada moralmente por los excesos y los crímenes de muchos de sus miembros.