Es un momento histórico importante. Los ojos y el corazón de millones de mujeres argentinas y latinoamericanas estarán puestos este 8A en el recinto del Senado de la Nación Argentina, en el que se debatirá la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, ya con media sanción en la Cámara de Diputados.
Una marea de mujeres de todas las edades se apresta a velar en las calles por su derecho a decidir, ataviadas con el mítico pañuelo verde que ya ondea como bandera en toda América Latina.
Una gran cantidad de argumentos fueron expuestos en el debate desarrollado durante las sesiones previas y las previstas para el tratamiento parlamentario de la Ley. La controversia – y como no había sucedido en ningún momento de la gestión macrista en el ejecutivo – transformó el parlamento en un verdadero foro y se constituyó en una extensa muestra de real discusión democrática, con participación de organizaciones y referentes sociales, de académicxs, de activistas, desde diversos ángulos y posturas de la sociedad.
Debate que logró unir adversarios políticos, aspecto imprevisto para un gobierno que hizo lugar a la instalación del tema para distraer y que apuntó a dividir a potenciales aliados para evitar una contundente oposición a su programa antisocial.
La estrategia gubernamental se dirigió a clavar una cuña entre las agrupaciones opositoras de raigambre católica, en particular en el peronismo. El tiro por elevación se dirigió también contra los movimientos sociales de base que la iglesia romana está apoyando para reinstalarse en los sectores populares y recobrar así, al menos en parte, una influencia otrora absoluta, hoy parciamente desplazada por las legiones pentecostales en muchas periferias de la región.
A su vez, el activismo feminista – que desde hace tiempo venía reclamando que ni los espacios conservadores, ni los progresistas, ni siquiera aquellos revolucionarios, colocaron el tema en la agenda política – aprovechó el espacio y el clamor se extendió. Ganó los colegios, los hogares, la plaza pública.
Sacar la cuestión del aborto de su ocultamiento forzado, socializar su realidad cotidiana, develarlo como una problemática social, destacar la desigualdad que expone, todo ello significó en sí mismo una primera gran victoria.
Y ante el debilitamiento de un patriarcado de siglos, una decidida marea feminista encarnó en una porción mayoritaria de la generación joven y generó la presión suficiente. Esto abrió las puertas a la inminente posibilidad de aprobación de una ley que garantice, a todas las mujeres que decidan interrumpir un embarazo no deseado, una adecuada protección médica, el acompañamiento del Estado y la correspondiente equidad que proveen la gratuidad y la legalidad.
La sanción definitiva de la Ley en Argentina – cuya aprobación pionera en la región corresponde a Uruguay – desataría un efecto dominó de proporciones indetenibles en América Latina, masificando el reclamo, colocando el tema entre las prioridades y poniendo en jaque a los gobiernos de todos los signos políticos.
Es probable que todo ya haya sido dicho en las incalculables discusiones sostenidas. Pero en circunstancias tan relevantes como ésta, la historia exige no guardar silencio y sentar posición, dejando de lado toda pretensión de originalidad o exégesis.
Desigualdad social- embarazo adolescente- desigualdad social: un ciclo nefasto
El embarazo no deseado es un motor primario entre las causas de pobreza, de desigualdad de género y de privación de futuro elegido para millones de adolescentes y niñas.
Según cifras actualizadas, en el mundo tan sólo el 52% de las mujeres casadas o en otro tipo de unión es libre de tomar sus propias decisiones respecto a las relaciones sexuales, el uso de anticonceptivos y la atención sanitaria.
Por otra parte, los embarazos no deseados ocurren con mucha mayor frecuencia en contextos de pauperización y segregación. Los datos son contundentes: En Argentina, por ejemplo, según se informa en una nota del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC), nueve de cada diez madres de 15 a 19 años pertenecen al 30% de los hogares de menores ingresos.
La misma nota señala que “15% de los bebés que nacen al año tiene una madre adolescente menor de 20 años” y que “el 67% de esos embarazos no es intencional o planificado”. En gran parte de los casos, la maternidad a temprana edad va de la mano con el abandono de la escuela: el artículo citado puntualiza que “un 30% de las mujeres de entre 15 y 29 años que abandonó el secundario lo hizo por embarazo o maternidad”. Con ello, se recortan las posibilidades de formación profesional y se cierra el círculo de pobreza, dependencia económica y desigualdad.
Este es el cuadro real de una de las principales fuentes de reproducción de miseria y de vulneración de igualdad de oportunidades en toda América Latina y el mundo. La legalización de la interrupción voluntaria del embarazo no deseado es un aporte importante a la lucha por superar la exclusión y la postergación de la mujer.
La prohibición mata, la culpa asfixia
Nada nuevo diremos confirmando que muchas muertes podrían ser evitadas brindando un marco legal a procedimientos de aborto que, al desarrollarse de manera clandestina, lo único que garantizan es un alto grado de riesgo para la mujer. Esto se verifica, nuevamente, en los estratos más pobres, en las periferias urbanas y en entornos rurales.
La criminalización de un número significativo de mujeres en una situación comprometida es de por sí un hecho inaceptable. Mucho más si el mismo hecho, en la mayor parte del mundo, está legalmente garantizado.
Por otro lado, la prohibición no detiene ni minimiza el número de abortos. Simplemente los oculta, los exilia, los complica.
Pero hay acaso un arma tan o más letal que se introduce en la argumentación antiabortista, una sustancia invisible que envenena por dentro. Que es infinitamente más dolorosa, que también mata, pero más lentamente. Es la culpa inducida. Es la acusación de asesinato inoculada por una moral acusadora y ciertamente hipócrita, a juzgar por los actos de muchos de los que la defienden y promulgan.
La culpa debilita, atemoriza y justifica el castigo. En definitiva, la culpa es un mecanismo de control. Un instrumento para mantener la sumisión. Por eso es que la culpa la promueven quienes detentan un poder conquistado a base de imposiciones y no desean perderlo. Es tiempo de acabar con el tormento de la culpa. Ella es la verdadera asesina y sus cómplices, quienes la multiplican.
La ley que permita el aborto, en tanto norma democráticamente sancionada, en tanto canon de moralidad social aceptado, en tanto posibilidad de elegir con mayor libertad las propias acciones, es un aporte a la liberación de la culpa y por tanto, de ganar en fortaleza y felicidad interior, lo cual, indudablemente es el objetivo de toda construcción social evolutiva.
La lucha perenne entre lo humano y lo natural
De trasfondo, la pugna que suscita el tema de la interrupción voluntaria de un “hecho natural”, es entre los defensores de un derecho natural, dado, divino e inconmovible y quienes apuestan por el desarrollo humano a partir de la intencionalidad presente en su conciencia y expresada en sus actos. Entre un destino impuesto y un futuro construido desde un impulso interior. Entre un espíritu esclavo y una redención creativa.
Es justo reconocer que el ser humano es – paradójicamente “por su propia naturaleza”- un transgresor, un transformador, un inconforme y un rebelde a las condiciones impuestas por la misma naturaleza. En su respuesta no mecánica ante cualquier acontecimiento, reside su posibilidad de elegir y de cambiar lo dado.
Es la eterna lucha entre la inmovilidad y la intención transformadora, ésta última tarde o temprano, invencible.
Progresión histórica de derechos
Ver en perspectiva histórica aclara el panorama. Si uno observa la progresión histórica en la conquista de derechos, es evidente que el avance de los derechos de las mujeres es indetenible.
Hubo un larguísimo tiempo en que la mujer era apenas un instrumento de procreación, un mero apéndice de la voluntad masculina, que decidía de forma omnímoda sobre la vida de toda mujer a su alrededor. Un tiempo en que no existía divorcio, o que éste requería de la voluntad masculina para realizarse. Un tiempo en que la mujer no podía amar a quien quisiera.
Hubo que luchar con determinación para que la mujer tuviera derecho a votar, a constar como propietaria de tierras, pudiera estudiar o ejercer determinadas profesiones. Para poder ser recibida en todos los ámbitos con deferencia, respeto e igualdad de condiciones. Muchas trabas fueron removidas – aunque aún de forma parcial – para que cada vez más mujeres asuman posiciones decisivas en ámbitos políticos, sindicales o empresariales.
Aunque buena parte de esta flagrante discriminación va siendo dejada atrás, importa recordar lo que sucedió. No solamente para disponerse decididamente a reparar tamaña injusticia, sino también para no interponerse inútilmente ante transformaciones que sin duda ocurrirán. Es más, mirar en perspectiva alienta a convertirse en protagonista de dichos cambios. Las mujeres que hoy empujan el avance de derechos, son heroínas históricas, como lo fueron, sin duda alguna, sus miles de antecesoras.
¡Que sea Ley! Porque así lo requiere el avance de derechos y en definitiva, la historia.