Publicamos acá la intervención de Vito Correddu, del Centro de Estudios Humanistas «Salvatore Puledda», en el XIV Congreso de Filosofía de Pekín realizado recientemente.
«En nuestros días, hablar de revolución nos expone a diferentes críticas. Corremos el riesgo de ser acusados de ingenuidad, de anacronismo y de anti-historicidad, sobre todo por parte de aquellos que sostienen la victoria del pragmatismo sobre el idealismo.
Sin embargo, parece que hoy nadie negará que vivimos una situación de crisis. Podemos tener diferentes interpretaciones de lo que es la crisis, pero nadie es ajeno a esa situación. Más allá de la enormidad de los problemas a los que estamos confrontados, la crisis, en efecto, parece expresarse sobre todo en el plano psicológico -como una sensación de absoluta incertidumbre-, más que en otros dominios. Es como si la ausencia de imágenes respecto al futuro nos impidiera afrontar las dificultades actuales.
Consideramos habitualmente la revolución como una cosa que surge en el seno de la experiencia social desde un grupo humano y que modifica, de manera más o menos permanente, las estructuras político-sociales. Estamos habituados a la idea de que la revolución derriba al poder en curso. Tenemos, igualmente, tendencia a pensar que la revolución es un “fruto natural” cuyas raíces crecen desde las contradicciones que se manifiestan en ciertos aspectos de la experiencia humana, sea a nivel social, político, científico, tecnológico o incluso religioso.
Si esta manera de pensar nos suministra elementos para cierta concepción de la revolución, se muestra incompleta para comprender lo que es la revolución. Por una parte, no explica cómo la toma de conciencia de las contradicciones emerge en el contexto social y basta para producir un fenómeno revolucionario. Por otra parte, no aclara ni la dirección ni la calidad del fenómeno revolucionario.
Tanto si consideramos las condiciones naturales y sociales como de nuestro propio mundo interior, no hay acción humana que sea independiente de una reflexión sobre lo que somos o hemos sido, en relación a lo que aspiraríamos a ser. Es la representación de un futuro posible lo que moviliza la acción humana. Y es precisamente la mirada hacia el futuro lo que produce la acción humana y, en consecuencia, determina lo que será y ha sido la revolución.
Estas observaciones muestran la necesidad de redefinir el concepto de revolución y, para ello, nos apoyaremos en una serie de preguntas.
La primera pregunta es la siguiente: ¿la revolución es únicamente un derrocamiento violento de personas o grupos en el poder?
La historia humana está llena de episodios de esta clase, la mayor parte de ellos golpes de estado o alzamientos. Con frecuencia, el poder ha pasado a otras manos, de forma repentina y violenta, pero ello no ha cambiado su manera de conducirse. En otras palabras, la transformación se ha producido sólo en apariencia. Nuevos tiranos han reemplazado a los antiguos. Una agitación o conmoción no es, pues, suficiente para hablar de revolución.
¿La revolución es la sustitución de una clase social “dominante” por otra?
Aquí también la simple sustitución de una clase social por otra no es suficiente para definir la revolución. Hace falta aún que la clase que accede al poder sea portadora de un cambio en el orden social. Aquí es necesario añadir que la conciencia de ser la clase oprimida no garantiza en nada la revolución. En las concepciones del pasado, ha querido verse a la lucha de clases sociales como el motor de la historia y del progreso humano. La estructuración de la sociedad era únicamente pensada en base a la relación de la productividad y los medios de producción, relación según la cual a la clase que posee los medios de producción se le opone aquella que es funcional a ésta y que, en consecuencia, se convierte en la extensión de los medios de producción.
Según esta concepción, no es la conciencia humana, la conciencia de estar oprimido, la que determina el ser, sino que es precisamente el orden social mismo el que determina la conciencia humana. De esta manera, se ha terminado por reducir la conciencia humana a un reflejo de las condiciones “objetivas” o externas, históricamente determinadas, negando toda libertad de elección. Porque, en efecto, esta concepción niega la libertad de elegir entre vivir o morir, la libertad de elegir entre condiciones y necesidades y, finalmente, la libertad de imaginar un futuro accesible por la acción humana. Pero negar esto significa negar lo que hace posible toda revolución y todo cambio. Además, con esta concepción sería ridículo y absurdo hablar de oprimidos y opresores, de justos e injustos, de héroes y cobardes, porque todo forma parte de un proceso predeterminado en el que acaba por negarse todo juicio de valor.
¿La revolución es el cambio de poder mediante una transformación del orden social?
Definiendo la historia social como una lucha de intenciones humanas, podemos decir que la toma del poder por parte de los oprimidos y explotados constituiría una hecho muy significativo. Pero completamente inútil si los oprimidos no actuaran hacia la total eliminación de la opresión y la explotación. Una transformación del orden social que no coloque la libertad humana como valor central no es una revolución. En relación a esto, los medios por los cuales se realiza una toma del poder son de gran importancia. ¿Cómo hablar de revolución si, mientras aspiramos a una eliminación de las condiciones violentas, nos valemos del aprisionamiento, la tortura y la ejecución para acabar con nuestros enemigos?, ¿no estaríamos, una vez más, perpetuando el paisaje violento que deseamos superar? Podemos, pues, concluir que para el logro de una revolución es indispensable adoptar la no-violencia como metodología de transformación. Y para aquellos que ponen en duda la eficacia de la no-violencia, debemos señalarles que hablamos de una metodología, por lo tanto de algo en constante evolución que, aunque fracasara, ese hecho no comprometería para nada su validez moral.
¿La revolución es sólo la transformación del orden social en un sentido progresista?
Considerar la revolución como una transformación social progresista no es suficiente, porque debemos admitir que existen diferentes grados y profundidades. Hay una diferencia entre el momento revolucionario y el proceso revolucionario en el que éste está incluido. Ciertos momentos revolucionarios no han producido procesos revolucionarios. Ha habido revoluciones que, en razón de una interpretación errónea de la realidad humana, de la pobreza de sus ideas o bien de la mala fe de sus protagonistas, han detenido su proceso en un cierto estadio, llegando hasta a poner marcha procesos regresivos y contrarrevolucionarios. Ha habido igualmente revoluciones que han comenzado su proceso en un pasado lejano y que, aún hoy, no han cesado en su impulso transformador, por ejemplo, la domesticación del fuego.
Una revolución progresista significa no solamente una transformación del orden social, sino que debe igualmente actuar sobre el entramado de creencias y valores que han sostenido el modelo precedente. Ningún aspecto de la vida humana podrá ser excluido de los cambios. Para ello, se necesitará la superación progresiva de las llamadas verdades absolutas. Es decir, la liberación de los encadenamientos que impiden el pleno desarrollo del ser humano. La revolución debe, pues, suponer la construcción de un nuevo ser humano.
¿La revolución, en un sentido evolutivo, es posible sin la transformación simultánea del ser humano?
¿De dónde surge, de donde viene esta dirección progresista a la que aspiramos y en la cual debería estar encuadrada la revolución? ¿Cómo desde esta conciencia humana, formada en un paisaje violento, puede surgir la condición que permite encontrar, en su propio interior, los modelos que sobrepasarán a los antiguos? Si imaginamos a la sociedad y al individuo como históricamente determinados, y sujetos a leyes determinadas, estaremos en presencia de un sistema en el cual la emergencia de alguna cosa nueva será imposible. Si la revolución fuera llevada adelante por el ser humano anterior, ¿cómo llegaríamos a un ser humano nuevo? El producto no sería, efectivamente, muy diferente del productor. Aquí se terminaría toda discusión sobre la revolución y nos desembarazaríamos de ella reduciéndola al mundo de lo irracional. Sólo una concepción del ser humano como ser no determinado y abierto al futuro, y cuya misma naturaleza es el cambio, permite captar la conciencia humana y el mundo como dos aspectos de una sola estructura y nos permite hablar de revolución.
En síntesis, no puede haber una transformación social sin una transformación simultánea del individuo, y viceversa.
¿La revolución, entonces, no es más que un cambio en el interior del ser humano?
Hemos comenzado diciendo que la revolución es un cambio del orden social y hemos terminado concibiéndola como una profunda transformación social, simultánea a la creación de un nuevo ser humano. Si un nuevo ser humano surge, nada será como antes. Si lo que cambia es la fuente de todo sentido y significado, si lo que cambia es el trasfondo psicosocial, entonces todo el universo cambiará también. Como dijera Gayo Petrovic, “será esencialmente la creación de una nueva manera de ser. Un ser libre y creativo, diferente de toda forma de ser no humano, anti-humano o no completamente humano”.
¿Qué es, pues, la revolución?
La historia del ser humano no ha sido ni lineal, ni progresiva. Observamos, más bien, un proceso que se produce por saltos y damos frecuentemente a estos saltos el nombre de revolución. Ha habido tentativas infructuosas y otras que han triunfado, aportando profundas transformaciones. Sea como sea, no se puede hablar de hechos accidentales en la historia y mucho menos aún de desviaciones: las revoluciones representan el acto lanzado hacia el futuro para sobrepasar las condiciones de dolor y sufrimiento, que el ser humano experimenta en sí mismo y en la estructura social. Si el ser humano es, en su esencia, tiempo y libertad, entonces la revolución no es otra cosa que la manifestación de una manera de ser plenamente humana. En este sentido, el ser humano se realiza precisamente en el hecho “de ser” y de hacer la revolución. Retomamos a Gayo Petrovic: “La revolución en sí misma no es nada, no tiene contenido, valor o importancia independiente del objetivo que ella se marca. Es simplemente una transición hacia una forma más elevada de ser, un medio que se justifica por sus fines. Así, aparece como un no-Ser, el vacío, un abismo en el Ser, una fisura que separa dos estados reales y realmente diferentes del Ser”.
Para concluir, podemos decir que con esta idea de revolución está en juego una concepción del ser humano, cuya esencia no viene dada a priori, sino que se completa por su acción en el mundo. Hacemos referencia al ser humano en tanto que fenómeno histórico-social cuya acción social transforma a su propia naturaleza. En este sentido, la posibilidad de cambio es intrínseca al ser humano. En esta concepción, la revolución, con todas sus significaciones personales y sociales, no debe ser comprendida como una simple opción en el dinamismo de la historia humana, sino como la forma a través de la cual el ser humano se aproxima a sí mismo».