La Carpio es una isla urbana empobrecida de la periferia de la capital de Costa Rica, donde a un lado fluyen las aguas más contaminadas del país, las de río Torres, mientras al otro hay un enorme depósito de basura.
Una planta de tratamiento de aguas negras provenientes de 11 ciudades también circunda el asentamiento, mientras en medio, entre casas sin pintar, bazares, más de setenta tabernas y un centenar de iglesias de diferentes confesiones, viven casi 25.000 personas, a unos 10 kilómetros del centro de San José.
Ahí se tejen las historias de miles de costarricenses y nicaragüenses, en la que se considera la mayor comunidad de migrantes de ese país vecino en América Central. La mayoría son jóvenes que debieron migrar debido a la desigualdad y el miedo a la violencia de diferente signo.
En promedio, casi la mitad de los residentes de entre 14 y 24 años dice que se irían de sus países… si pudieran, en barrios centroamericanos degradados similares a La Carpio, como Jorge Dimitrov (Managua), El Limón (Ciudad de Guatemala), Nueva Capital (Tegucigalpa) o Popotlán (Área Metropolitana de San Salvador).
El dato se recoge en una investigación del el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica (UCR), que entrevistó a 1.501 jóvenes de esos cinco barrios pobres de las periferias de las capitales centroamericanas, divulgada en parte en junio con el título de “Centroamérica desgarrada. Demandas y Expectativas de jóvenes residentes en comunidades empobrecidas”.
El estudio se basó en entrevistas realizadas de forma domiciliaria durante el último trimestre de 2017, y consultó a 300 jóvenes en cada comunidad con la ayuda de casi un centenar de encuestadores reclutados en cada una de ellas.
En esas localidades, en promedio casi dos tercios de los jóvenes perciben la distribución de la riqueza como “muy injusta”, o “injusta”, alrededor de la mitad dice haber sentido miedo recientemente por la violencia de su entorno e igual porcentaje cree que tienen “un destino que no depende de ellos”.
El caso salvadoreño
En Popotlán, en el municipio metropolitano salvadoreño de Apopa, 76 por ciento de los menores de 24 años afirmaron que desean emigrar, mientras en el barrio de Tegucigalpa lo dijeron 60 por ciento, en La Carpio 50 por ciento, en el de Ciudad de Guatemala 49 por ciento y en el de Managua 47 por ciento.
Los jóvenes de Popotlán viven sumergidos en la violencia, bajo la estigmatización de habitar en una zona con límites territoriales de pandillas, problemas de salubridad y acceso a la alimentación.
Lo sabe bien Maria, por vivir en ese barrio y coordinar una organización comunitaria que apoya a jóvenes con alimentación y estudios y que días después de la entrevista pidió identificarla con ese nombre supuesto y no indicar como se llama su colectivo, tras producirse varias muertes en el área.
“Ser joven aquí pareciera un delito. Tú dices contento ‘ya voy a ser mayor de edad’, pero aquí eso no pasa. Aquí es el temor de que la policía te agarre porque eres joven, no tanto porque estés en la pandilla, sino porque vives en la colonia. Para buscar trabajo es muy fuerte decir que eres de Popotlán”, se lamentó a IPS en diálogo por teléfono.
La juventud, rasgo dominante de migración
Para Salvador Gutiérrez, oficial de Políticas y Enlace de la Oficina Regional de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para Centroamérica, Norteamérica y el Caribe, el rasgo “casi identitario” de la migración en esta región es la juventud.
“En general el grupo que más migra es el que se comprende entre los 14 y los 24 años, en el caso de Centroamérica. Lo que se ve claramente como un elemento diferenciador en el caso de la migración de jóvenes es el hecho de que estas personas están construyendo un proyecto de vida”, dijo a IPS en la oficina regional en San José.
Los jóvenes centroamericanos se diferencian también de otros migrantes porque huyen de la violencia y el crimen, muchas veces sufrida en primera persona, quieren reunificarse con sus familias que viven ya en otros países, o buscan trabajar como “relevo” agrícola de productores rurales que migraron a su vez.
El estigma de ser joven en Popotlán lleva a muchos a migrar, pero otros como la activista comunitaria deciden quedarse y luchar por los jóvenes del barrio, “en una zona donde el Estado apenas llega”. Cinco de esos jóvenes están por ingresar a la universidad.
“Vivir es un milagro, e intentamos animarles a descubrir los valores que pueden ofrecer a los demás. (…) Un joven me decía que quería entrar a la universidad, y que quería que sus papás se sintieran orgullosos. A veces duele mucho cuando la misma familia no cree en ti”, afirmó Maria.
Un entorno desgarrado
Carlos Sandoval, coordinador del estudio de la UCR, analizó para IPS que 31 años después del Acuerdo de Esquipulas II, que en su preámbulo dijo que se destinaba a las juventudes del istmo y que fijo medidas para una “paz duradera” en la región, “América Central sigue desgarrada”.
“Incluso el principal logro de la democracia electoral como un mecanismo de legitimación política se nos está cayendo. Tal vez lo que aporta este estudio es que hay un gran vacío propositivo de cómo pensar Centroamérica”, comentó.
“No nos extrañemos si lo que ocurre en Nicaragua abre un nuevo ciclo de movilización social”, reflexionó, en referencia a la rebelión social estallada en ese país en abril, y que no decae pese a que su brutal represión ha provocado ya más de 370 muertos, mayormente jóvenes, y está generando una explosión de emigración.
En los cinco barrios del estudio, la realidad es aún más compleja para las mujeres. Casi 32 por ciento de las jóvenes encuestadas dijeron ser madres, mientras que solo 13 por ciento de ellos afirmaron ser padres.
Esa situación la ha vivido Mario de León, quien nació en Nicaragua y creció en La Carpio, gracias al cuido de una madre que crió sola a sus cuatro hijos.
“Mi mamá trabajaba de seis de la mañana a nueve de la noche de lunes a domingo en un supermercado. Nosotros pudimos comer, estudiar y vestirnos por ella”, dijo. Ahora, De León, con 30 años recién estrenados, es profesor de matemáticas en la UCR.
Él llegó a La Carpio a los 6 años, contó mientras acompañaba a IPS por el barrio. Su familia había perdido todo en Nicaragua durante la guerra, había vivido algún tiempo en Guatemala y llegó a Costa Rica a mediados de los años 90.
“Era horrible estudiar. La escuela era de cuatro latas, techo y un piso de tierra. Llovía, la luz se iba y se acababan las clases. Yo me quedaba estudiando, mientras el agua se metía en las paredes. Uno mismo trataba de motivarse”, recordó.
Solo este año La Capio estrenó una moderna escuela para unos 2.100 estudiantes. Aunque el acceso a la educación ya existía, garantizar servicios de calidad para comunidades como esta suele ser una tarea a la que el Estado llega tarde, si llega.
En los barrios consultados, la gran mayoría de los jóvenes (entre 64 por ciento en Costa Rica y 79 por ciento en El Salvador) afirmó que no le importaba “sea o no democrático”, si no que “resuelva problemas”.
Para Gutiérrez, de la OIM, con el contexto que evidencia el estudio, es crucial la cooperación para el desarrollo entre estos países, si desea abordarse la migración.
“Hay que trabajar en las causas estructurales de la migración: la pobreza, la desigualdad, la seguridad y oportunidades de desarrollo entendidas desde un punto de vista amplio”, dijo.
Para él, eso implica crear oportunidades de regularización de migrantes, cooperar para atender la seguridad pública y disminuir la desigualdad entre ciudadanos y, sobre todo, entre países.
“En promedio, la diferencia entre los países de origen y de destino a nivel mundial en cuanto a ingreso es de uno a 70, y se estima que en unos 25 años hablaremos de 100 a uno. Es muy difícil que en ese mundo será sencillo convencer a los migrantes de no migrar a donde está el ingreso y el bienestar”, señaló.
Esa es la razón, establece el estudio de la UCR, por la que en las comunidades pobres de América Central la mitad de los jóvenes piensan que de emigrar depende tener un futuro.