Bajo la égida de gestiones neoliberales – el calificativo “gobierno” les queda grande – varios países de América Latina y el Caribe han vuelto a la categoría de “protectorados”. No se trata de figuras literarias sino de pura y dura realidad.
Brasil, sometido a desguace social y nacional a partir del golpe contra la presidenta Rousseff, camina raudamente hacia una dictadura de rostro civil, manteniendo cautivo – bajo directo asesoramiento estadounidense – al héroe popular Lula, quien de competir en la elección, aún con todo el emporio globista en contra, ganaría en todos los escenarios de segunda vuelta. Los antecedentes históricos indican que los militares brasileños se conforman con el papel de subpotencia continental al servicio de la geoestrategia yanqui.
El régimen de su vecino austral, Argentina, absorbido por una endemoniado espiral especulativo y un cretinismo[1] pocas veces visto. En medio de un pandemónium financiero, Macri acudió a Trump, quien a modo de salvataje envió a sus amigos de los fondos “de inversión” Black Rock, de frondoso prontuario buitre. Poco después la corona estadounidense respaldó un ominoso “acuerdo” con el FMI, cuyas condiciones aniquilan toda posibilidad de desarrollo social del pueblo argentino.
La condición de protectorado fue sellada mediante la instalación de bases militares en las provincias de Neuquén y Misiones, la prevista actuación de la DEA y el FBI bajo el conocido manto de la “guerra contra el narcotráfico”, el envío de un embajador-juez para vigilar maniobras judiciales contra opositores y la “cooperación en materia de seguridad” con agencias de EEUU e Israel – prótesis de aquél para operaciones que la opinión pública estadounidense consideraría “inapropiadas”.
Mueve a lamento el Perú, sede de la última Cumbre de las Américas, que ceremonialmente declaró un manifiesto anticorrupción. A la secuencia sin cortes de presidentes involucrados en negocios non sanctos que colocaron en el sillón presidencial al ex embajador en Canadá y vicepresidente Martín Vizcarra, a la degradación de un parlamento viciado controlado por el fujimorismo, se ha sumado en días recientes un megaescándalo judicial que se llevó puesto al Consejo Nacional de la Magistratura, al Fiscal de la Nación y a jueces de la Corte Suprema – entre ellos a su anterior presidente. Un estado fallido que apenas se sostiene por la gracia de “la embajada”.
Embajada que controló en Guatemala la sucesión de la dupla Pérez Molina-Baldetti, expulsada por flagrante contrabando y otros “detalles” aduaneros. El entertainer Jimmy Morales fue llamado en 2015 a escena para contener la indignación cívica. Ante el incontenible entramado estructural de colusión del interés empresarial con instancias judiciales y políticas a sueldo, la ONU envió una misión de rescate, la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), cuyo comisionado Velázquez casi logra ser apartado, luego de una “intromisión excesiva”.
Una de las islas casi fundacionales del archipiélago de protectorados es Honduras, cuyo rol de estación de control estadounidense en Centro América la ha condenado a tener uno de los máximos índices mundiales de violencia homicida y ser una de las naciones más empobrecidas de América. Allí la MACCIH, otra misión (esta vez enviada por la OEA– principal brazo de vigilancia “interamericana” de Washington) destapó la caja de Pandora. El caso no era sorpresa para nadie y la caja era real, en este caso, la de la Secretaría de Agricultura y Ganadería a través de la cual se desviaban fondos para el financiamiento político del partido Nacional y Liberal. Apenas un montículo del iceberg, en un país cuyo presidente fue reelegido contra el mandato constitucional en elecciones fraudulentas, avaladas finalmente por el Departamento de Estado. Un bocadito ácido pero fácilmente digerible en las fauces del imperialismo.
Y así Colombia, con un ex funcionario del BID en la presidencia, montado en y por el aparato de poder del latifundismo, los monopolios mediáticos y financieros, ha confirmado su papel subordinado y su completa dependencia de la venia norteamericana como socio benjamín en la OTAN y la OCDE. Un “protectorado” ocupado, con bases militares y asesoría directa de la potencia del Norte. Potencia menguante pero aún potencia al fin.
A todo lo cual pueden agregarse el Estado libre asociado de Paraguay, con más soja que oxígeno, el enclave haitiano, un polvorín de condiciones infrahumanas y la nueva adquisición del archipiélago, el virreinato del Ecuador, sustraído de las garras del populismo mediante maniobras de impostura y traición, falsas consultas y, ¿cuándo no?, persecución judicial a figuras progresistas.
El triste destino de los protectorados imperiales
Lejos de ser protegidos – concepto al cual en teoría alude el término “protectorado”, los vasallos suelen ser utilizados, esquilmados y desechados después. Bajo el ala del Águila no crecen frutos sino cadáveres, como muestran las tristes experiencias en México y Colombia, para sólo mencionar las más recientes.
Aquellos lugares que son cooptados por los Estados Unidos, suelen convertirse en territorio de pillaje, viendo cómo sus activos y reservas financieras, sus recursos naturales más preciados, sus empresas de bandera y su capital de conocimientos son evacuados hacia el Norte, para ser convertidos en numeritos verdes de pizarras electrónicas en la Bolsa, para gloria y usufructo de las empresas que se expanden al alero del imperialismo.
El desamparo y desazón social que aquel vaciamiento genera, termina siempre en desesperada pueblada y represión institucional para mantener el “orden”, el nuevo y viejo orden en el que al poderoso le corresponde mandar y al pobre la obediencia de por vida.
De este modo esos países se convierten en sombras estatales, cuyas figuras insignes tan sólo anhelan ser bien recibidos en Washington, mandar a sus hijos a estudiar a prestigiosas universidades gringas, gastar dinerillos en los negocios de Nueva York y esconderlos en negocios inmobiliarios en Miami o en firmas inexistentes en el Estado de Delaware, Nevada o Montana, mucho mejor resguardados que en la devaluada Panamá – que en su momento reemplazó a Uruguay (otra plaza financiera opaca) como la “Suiza de América” y no precisamente por su celo democrático.
La figura de “archipiélago” no es ociosa. Los ex estados aludidos suelen ser utilizados para conspirar contra bastiones impertinentes como Venezuela, Bolivia, Cuba o Nicaragua, ésta última ahora en el centro del huracán, luego de haber sido tratada con relativa “tolerancia” por el establishment gringo. Pero sobre todo se ataca a estructuras regionales soberanas, como UNASUR, CELAC o MERCOSUR, que amenazan con desplazar las superestructuras ideadas por el Norte para que todo siga igual.
A la creciente autonomía relativa, al empoderamiento que supone la articulación de fuerzas y la reserva de soberanía que acumulan estas entidades, la estrategia de dominación opone un plan centrífugo, corrosivo de los lazos latinoamericanistas.
Trama y guión conspirativos como los de la OEA, el grupo de Lima o la Alianza del Pacífico son siempre escritos por “tanques de pensamiento” bajo estricta gobernanza de la CIA u otras agencias ad-hoc, suscriptos luego por el Departamento de Estado y entregados a los voceros de los protectorados por correos de la embajada o delfines directos, para que emitan sus “declaraciones”.
De esa manera, el “divide et impera” romano, recupera su máximo esplendor. Los países se vuelven pequeñas islas sin fuerza común para impedir el avance corporativo. Aislar a los rebeldes, además, para someter y evitar el contagio infame de ideas y prácticas solidarias ha sido siempre y es el signo de la actual demolición en América Latina, hoy convertida en archipiélago.
Péndulo histórico
Sin embargo, la historia muestra que a cada ciclo de dominación foránea, le corresponde una oleada de altivez contrahegemónica. Así, al turbulento período posterior a las independencias de la Corona española, siguieron gobiernos de fuertes personalidades de espíritu anticolonial como las de Rosas en Argentina, Santa Cruz en Bolivia, Francisco Morazán en Centroamérica o Santa Anna en Méjico.
Era mitad del siglo XIX y el expansionismo de Estados Unidos ya competía por el predominio con las antiguas potencias coloniales Inglaterra, Francia y la estrella menguante de la hispanidad. A los pretendidos expolios se opusieron entre otros Benito Juárez en México o Francisco Solano López en el Paraguay.
Explotaron luego nuevas guerras azuzadas por el colonialismo inglés como la del Pacífico (o del Guano y el Salitre) o la del Paraguay. EEUU se hizo de Cuba a lo que el latinoamericanismo respondió con la heroica gesta de Martí.
El período entreguista de la plutocracia, en las primeras décadas del siglo XX fue desafiado por líderes plebeyos primero como Zapata o Sandino y luego por gobiernos nacionalistas como los de Siles (Bolivia), Vargas (Brasil) o Cárdenas en México.
A la ocupación imperialista posterior, vinieron tiempos de autoafirmación con Perón, el mismo Vargas, Victor Paz Estenssoro o Jacobo Arbenz. La revolución cubana de 1959 inauguró un nuevo período y signo de resistencia ante el renovado embate de Estados Unidos en la primera etapa de la guerra fría. Llegarían o se eternizarían nuevas dictaduras cipayas y restauraciones oligárquicas, a las que la rebelión popular opondría nuevos movimientos nacionalistas o revolucionarios en Bolivia, Perú, Ecuador y Nicaragua. La revolución sandinista de 1979 – casi al mismo tiempo del derrocamiento del sha persa en otras latitudes – fue una nueva señal de alarma para el imperio, que, una vez más, hizo correr sangre.
La independencia y la justicia social asomarían nuevamente en el alzamiento zapatista y encontrarían en Hugo Chávez una figura fundamental. Emergerían entonces gobiernos progresistas y populares como contracara del despojo privatista de las dos últimas décadas del siglo pasado.
Ahora estamos ante un nuevo reflujo con parciales victorias del capital, pero ya comienzan a avizorarse las nuevas resistencias. Una vez más México con el triunfo de López Obrador ha sido la gran señal.
La soberanía integracionista, el signo del nuevo nacionalismo
En el mundo soplan fuerte los vientos nacionalistas, corrientes que, en su gran mayoría, aglutinan en sentido discriminador y retrógrado, producto de la decadencia del sistema, la asfixia globalizante y la inseguridad sobre el futuro.
Sin embargo, las condiciones interconectadas de la actual civilización – la primera que nace a escala planetaria – hacen que los actuales nacionalismos de diferenciación y enclaustramiento no puedan progresar, aunque sí de momento, proliferar reactiva- y peligrosamente.
Posiblemente la respuesta a este tiempo sea un nuevo nacionalismo incluyente, articulador de la diferencia, un nacionalismo cuyo espíritu de soberanía tenderá a integrar la diversidad, a fortalecer la unidad sin abandonar ni anonadar las identidades culturales propias de cada pueblo.
Es el tiempo del regionalismo de los pueblos, una nueva etapa de conjunción regional avanzada, superadora del esquema interestatal dependiente de los intereses del poder dominante en cada uno de sus países integrantes.
Es un tiempo de renovada participación popular, de profundización democrática, de autogestión, de construcción de un nuevo tejido social desde la autonomía.
Desde esa conciencia hoy ya instalada en muchas franjas sociales y sobre todo creciente en las nuevas generaciones, comenzará la nueva oleada de transformaciones, hacia nuevos paradigmas de organización soberana, integradora, sin fronteras y con espacio para la articulación creativa de las diferencias.
[1] Cretino: “estúpido”, “necio” o “con falta de talento” según la RAE.