por Francisco Rio
Es atribuida al emperador y dictador romano Cayo Júlio César la expresión latina «divide et impera» (divide y vencerás). Frase que, a lo largo de la historia, sirvió de inspiración o fue apropiada por innumerables líderes y estrategas políticos. En su mayoría, militares o al servicio de fuerzas represoras. Sin embargo, en ningún otro tiempo histórico la expresión se hizo tan presente en el campo de lo político como en el nuestro. De la ascendencia de partidos de extrema derecha en Europa Occidental a la victoria de Donald Trump en los últimos pleitos presidenciales en Estados Unidos, pasando por el creciente clima de división socio-política en América Latina, el horizonte de lo político se sitúa cada vez más complejo y polarizado en todo el mundo. Un escenario mucho más aterrador que aquel descortinado siglo pasado por la Guerra Fría y demarcado por la bipolarización entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
A diferencia de aquel otro tiempo, la polarización que se presenta ante nuestros ojos es mucho más compleja. Pero, tan o más eficaz y nefasta como la de otrora. Esto es porque se trata de micro polarizaciones interconectadas en redes y accionadas por múltiples agentes con intereses e ideas afines. Y cuyo principal referencial es su carácter – al menos a priori – no nominativo. Pues, no hay reconocimiento directo de autoría, como, por ejemplo: Unión Soviética versus Estados Unidos; Comunismo versus Capitalismo; etc. Las redes y los mecanismos disponibles permiten que, tales como camaleones, esos agentes puedan transitar incólumes y casi anónimos por el tiempo y por los espacios necesarios para el triunfo de sus acciones. Abrigándose bajo la protección y el soporte de un sin número de sostenes a ellos indirectamente interconectados, físicos o fluidos.
Para esos agentes, al igual que para el ex dictador romano Julio César, dividir es vencer. Y, más allá, beneficiarse. Por lo tanto, los poseedores de la infraestructura y del capital financiero, garantizan por medio de la implementación del caos social -y si es necesario-el mantenimiento de su status quo, y, consecuentemente, de sus rendimientos ante un contexto demarcado por el agotamiento de la posibilidad de ampliación de mercados y por el estancamiento de recursos naturales indispensables para el avance productivo. Al contrario de lo que muchos economistas liberales y comentaristas defienden el compromiso de estos agentes no es con la estabilidad. Queda atrás el tiempo en que la estabilidad era sinónimo de crecimiento económico. El gran inversor del siglo XXI ya no está encarnado en la figura del industrial visionario, ni en la familia de agricultores o comerciantes locales que con «sudor y trabajo» hicieron prosperar sus negocios hasta los límites fronterizos de sus países. A estos sí, aunque cada vez más raros, la estabilidad política nacional compensa y es sinónimo de lucro. El gran inversor del siglo XXI redistribuye sus inversiones aquí y allá, sin importar barreras o fronteras.
Estos agentes son personas jurídicas con nombres desconocidos por la opinión pública nacional, pero en el control internacional de innumerables transnacionales – buena parte de aquellas conocidas. Para ellos el mapamundi es como un enorme tablero de ajedrez, donde cada día mueven una pieza diferente aquí y allá inspirados por uno u otro espectro de la Teoría de Juegos. No hay compromiso con este o aquel entorno social, o bien, con las ideas de Nación, Ideología o de Democracia. Lucran tanto en dicha China comunista como en la autoproclamada «mayor democracia del planeta», Estados Unidos. A veces, cuando les es conveniente, retiran sus inversiones sobre el petróleo de Arabia Saudita, reconocida como una de las dictaduras fundamentalistas más radicales del mundo, para aplicarlas al petróleo de la «dictadura bolivariana» de Venezuela, y viceversa. Y si no hay condiciones adecuadas de rentabilidad en ese o en aquel lugar, ¡basta con crearlas! Para ello, colocan en marcha todos los aparatos al alcance de su dinero. En una estrategia en la que la ocasión hace el juego y el jugador la ocasión.
La ética y la moral no son jerarquías usuales a estos agentes. Invierte en la formación y mantenimiento de grupos de investiración; financian campañas políticas y movimientos de oposición; compran gordos espacios de propaganda y diseminación de ideas en las redes sociales y medios de comunicación. Cuando no, llegan al cúmulo de la contratación de agentes de espionaje o de ejércitos mercenarios. Y así como de sus predecesores aprendieron que crisis son los muelles propulsores de reciclaje y revitalización del Capitalismo, pronto descubrieron que el caos político por medio de la división social no sólo debilita a los actores y movimientos sociales, sino que también fortalecen las crisis temporales tan necesarias al Capital.
Ante estas fuerzas, hay que implosionar como resistencia – desde dentro hacia fuera – nuestro esquema de pensamiento binario. Pues, como hijos del siglo XX, fuimos cautivados desde niños por la idea de un mundo dividido entre fuerzas antagónicas: el Bien y el Mal; el Occidente y el Oriente; el capitalismo y el comunismo, etc. Así, aunque los dibujos animados que veíamos, nuestros padres y abuelos, los telediarios, el sistema de enseñanza y otros nos transmitieron la idea de un mundo-vida compartimentado en dos, ni siquiera el siglo XX fue binario. Cuando se hablaba de Capitalismo versus Comunismo, ¿dónde estaban los anarquistas, los hippies, los punks, los grunges de Seattle, los gays de San Francisco, los monjes tibetanos, las innumerables tribus entonces aisladas de África, Asia y América del Sur, los bereberes, y, en fin, nosotros humanistas? Sí, no estábamos del lado de los capitalistas ni de las atrocidades cometidas por los regímenes autoproclamados socialistas. No estábamos al lado de la dictadura de Pinochet, ni de Fidel Castro. Mucho menos, alegarían algunos, nos encontrábamos sobre el muro. Estábamos, sobre todo, al lado de la Humanidad, de la Justicia Social, de la Igualdad, de la Democracia Plena, y, en fin, de la Diversidad. Hemos vencido la barrera del binarismo e ideado la Paz en el Mundo como él es: Plural. Sin embargo, dejamos de denunciar los regímenes y movimientos que la derecha o la izquierda diseminan en dirección del retroceso y la explotación del hombre por el hombre.
En ese paso es devenir y deber del humanista del siglo XXI el rescate de lo esencial. De la esencia. No dejarse llevar por la ola de polarización que cada vez más se abate sobre nuestras sociedades, abriendo un foso de odio que puede ser irreparable por décadas, y que puede cegar ante lo que es realmente esencial: la conquista y el mantenimiento de derechos sociales y civiles; la igualdad efectiva y sin demagogia; la libertad de pensamiento con respecto a la diversidad; el amor y la fe sin fanatismos y posesiones. Por eso, debemos estar atentos para que en el calor de los acontecimientos – de la historia que fluye y continúa fluyendo – no caigamos en las trampas de la visión y del pensamiento binario. Es necesario, sobre todo, buen sentido y lucidez, armas que nos distinguen y que nos arrebatan de la contradicción. Así, el papel del humanista del siglo XXI es continuar denunciando y luchando contra las atrocidades cometidas por los gobiernos neoliberales y de extrema derecha, pero tampoco hacer vistas gordas a lo que ocurre en Cuba, Venezuela, Corea del Norte y China. Es combatir y continuar denunciando el Golpe Blanco en Brasil sin perder de vista que, inmediatamente después del golpe, contradictoriamente el mismo Partido de los Trabajadores de Lula cosechó alianzas incandescentes con sus desafíos «golpistas» de Norte a Sur del país a fin de recoger votos. Es, más allá, seguir dirigiendo la lucha hacia lo que es realmente esencial. Pues, mientras estos agentes estén activos, los gobiernos progresistas continuarán ascendiendo y luego serán depuestos. El caos y la di-visión continuarán con golpes. Y cualquier iniciativa de fortalecimiento y acción de las fuerzas progresistas se volverá nula o vana. El tiempo urge y es ahora. ¡Es nuestro tiempo!