Guatemala necesita un sacudón político para derribar las viejas estructuras.
El sistema creado por las organizaciones criminales ensartadas en la institucionalidad del Estado guatemalteco –incluido el núcleo formado por el presidente y sus ministros- les permitirá continuar cometiendo actos de corrupción en tanto no exista una oposición ciudadana capaz de romper el cerco de la impunidad. Para ello, resulta indispensable derribar las barreras del miedo y la indecisión, así como asumir que sin participación y exigencia desde el ámbito civil solo se consigue ceder espacios de poder con la consiguiente pérdida de oportunidades de desarrollo para el país.
Algo al parecer incomprendido por la población urbana y ladina es el poder de la unidad y la necesidad urgente de un trabajo conjunto desde distintos sectores para construir objetivos comunes a toda la ciudadanía, sin excepción alguna. Las estrategias divisionistas de quienes se han aprovechado históricamente de los beneficios y las riquezas nacionales han dado resultados y crearon una nación fragmentada en constante enfrentamiento, permeada por prejuicios racistas y conflictos de clase. Justo el cuadro ideal para dominar económica y políticamente a todo un país.
Tanto como un ejercicio de unidad nacional, es importante comenzar un proceso de análisis de todo el marco jurídico cuyos resquicios han permitido la clase de abuso extremo presente en el gobierno actual y en las anteriores administraciones. El saqueo y las negociaciones ilícitas (pero legales) han debilitado a tal punto la integridad del Estado y sus recursos, que para recuperar lo perdido se necesitarían varias generaciones de gobernantes abiertamente revolucionarios. El subsuelo y sus riquezas, vaciados con total impunidad por compañías extranjeras asociadas con empresarios guatemaltecos que han vendido a su patria para enriquecerse a niveles obscenos, constituye un bien colectivo cuya explotación debería estar sujeta a procesos de consulta nacional y sistemas transparentes de gestión.
Los acontecimientos recientes, entre ellos la inconcebible actitud del gobierno guatemalteco frente a la separación de las familias en la frontera estadounidense y su perversa indiferencia ante la tragedia humana derivada de las erupciones del volcán de Fuego marcan, sin lugar a dudas, un límite a la pasividad de la ciudadanía y ponen de manifiesto la necesidad de sacudir de una vez por todas el complejo de “subordinación a la autoridad”, especialmente cuando esa autoridad ha dejado de serlo para transformarse en el peor de los enemigos de la nación y sus habitantes. Lo mismo sucede respecto de un sistema económico basado en los moldes medievales de explotación de los más pobres para beneficio de los más ricos.
Guatemala posee todos los atributos para salir del actual estado de colapso político y económico. Tiene ciudadanos de enorme valía, cuyas capacidades bien aprovechadas representarían un nuevo renacer. Pero eso exige un esfuerzo ciudadano para romper barreras, recuperar cuotas de poder, cerrar divisiones étnicas y comprender que sin unidad será virtualmente imposible enfrentar a las mafias enquistadas en el Estado.
Las nuevas generaciones de guatemaltecos merecen ese esfuerzo y mucho más para dejar de ser las víctimas de un país que los expulsa de su tierra y los empuja a enfrentar las vicisitudes de una emigración tan injusta como peligrosa. Guatemala es un país rico y podría ofrecer a sus habitantes un futuro promisorio, para ello bastaría un compromiso de quienes, con la capacidad y ética necesarias, pueden erradicar los males que hoy la tienen en la lista de los países peor catalogados.