Mientras tanto, Isabel II de la “marca global”, dieciséis reinas en una (en tanto que monarca del Reino Unido y otros quince reinos), amable y afectuosa anfitriona de tiranos, escoge a sus representantes en cada condado (o High Sheriff) clavando un punzón en una lista de nombres. ¿Por qué? Porque eso es lo que hacía Isabel I. Más te valdrá comer rápido si alguna vez cenas con ella, porque cuando su majestad termina, los platos desaparecen de la mesa. Su papel es meramente “ceremonial”, pero cuando en 1975 perdió el gusto por el gobierno laborista de Gough Whitlam en Australia, inspirada quizás en el antecedente sentado por Guillermo IV, decidió destituirlo por mediación de su Gobernador general. Los Archivos Nacionales de Australia se niegan a publicar los documentos relacionados con el asunto, más de 40 años después. Algunos cálculos apuntan a que cada uno de los dieciocho miembros de esta familia, caracterizada por el secretismo y la opacidad, cuesta en torno a 19 millones de libras anuales a los contribuyentes británicos. La falta de transparencia es un elemento consagrado por el sistema, de ahí su carácter inherentemente corrupto.
En el Reino de España, el espectáculo borbónico continúa dando bandazos desde sus turbios comienzos con monarcas como Felipe V, que se creía que era una rana y defecaba por el palacio donde le placía. Su hijo Fernando VI gozaba dando palizas a sus sirvientes y consumiendo opio. Carlos II estaba tan hechizado por sus relaciones conyugales con su esposa de trece años, que lo escribió todo en una carta a su padre. Fernando VII, el Deseado, también dejó escritos para que supiésemos que su pene era tan largo como un taco de billar y grueso como un puño. Y sin embargo, ahora, el joven rapero mallorquín Valtònyc ha sido condenado a tres años y seis meses de prisión por injurias a la Corona, debido a sus canciones de crítica a esta espantosa familia. Y él no es la única víctima del ataque contra la libertad de expresión concertado por el gobierno y los poderes judiciales en los últimos meses.
En el mismo reino, el Rey Juan Carlos I, heredero del mentón de Habsburgo, de gusto por la vida lujosa y nombrado por Franco, es conocido por sus opacas fuentes de dinero y por no rendir cuentas sobre sus gastos sufragados por el erario público; por matar un elefante, un oso previamente emborrachado y uno de los últimos bisontes de Europa, así como muchos otros animales durante sus sádicos y reales pasatiempos cinegéticos; por ser mujeriego; por mantener una estrecha amistad con la casa de Saud y, supuestamente, por su papel heroico durante el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, aunque las memorias de Sabino Fernández Campo (falangista y jefe de la Casa Real) sugieran una cosa diferente. Quizás él mismo estuviera detrás del golpe. Al menos, en la intimidad, lo celebró con un brindis de champán[1]. Su hermano menor, el príncipe Alfonso, falleció misteriosamente a los 14 años de un disparo accidental mientras “jugaban”. Las circunstancias del suceso nunca han sido reveladas.
Parece obvio que la familia debería mantenerse alejada de las armas de fuego: hace cinco años, Froilán, el nieto del rey emérito, atravesó su propio pie de un disparo. Otra forma de dispararse en el pie fue la de Iñaki Urdangarín, cuñado del actual Rey Felipe, ahora condenado a la cárcel por fraude fiscal. Tras el referéndum de autodeterminación catalán del 1 de octubre de 2017, Felipe VI salió a dar un discurso en que allanaba el camino de la “opción nuclear”: la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que sirvió para tomar el control del gobierno catalán. Ahora, dieciséis líderes catalanes se encuentran en prisión o en el exilio. Felipe no goza de mucha popularidad en Cataluña…
Todos estos poderes arbitrarios, estas conductas antisociales o totalmente chifladas y estas estúpidas costumbres surgen, entre otras muchas irracionalidades, de la ilógica idea de la existencia de un “derecho divino de los reyes”, que otorga a los monarcas una autoridad derivada de la voluntad de deidades y, por lo tanto, los exime del deber de obediencia a cualquier poder terrenal. En el mundo cristiano se remonta a la Biblia, pero la idea se enraíza también en otras religiones. Con el surgimiento del Estado-nación, la teoría se popularizó en Occidente de la mano de Jacobo I de Inglaterra, quien, hablando de las monarquías, declaró en 1610 que “incluso Dios se dirige a ellos como dioses”. Este monarca, enojado por la poca trascendencia del derecho divino del rey en la Biblia puritana, ordenó realizar otra traducción, con ajustes, para garantizar la total y absoluta autoridad real en los ámbitos político y religioso. Y por lo tanto hoy la gente tiene que jurar sobre una Santa Biblia falsa. La realeza divina implicaba que los monarcas se elevaban sobre el reino humano, más allá del orden moral, político o legal, para actuar a su antojo con impunidad, aunque sus “sagradas” vidas privadas y sociales estaban acotadas por varias reglas, protocolos y tabús. La paradoja es que los reyes reclaman ser el origen del reino, pero no forman parte de él al estar por encima de la comunidad y sus leyes.
La realeza es un espectáculo político con alusiones religiosas, engalanado con una panoplia de artículos que van desde punchones mágicos hasta carruajes de oro. Allá por 1967, Guy Debord escribió que “el espectáculo surge de la pérdida de unidad del mundo […]. En el espectáculo, una parte del mundo encarna en sí el mundo y es superior a él”. La monarquía consigue perpetuarse poniendo papel bonito sobre la creciente brecha entre ellos y el pueblo, celebrando espectáculos nupciales o funerales para que aquellas personas excluidas los sigan por la televisión, sintiéndose estas partícipes.
En una fascinante obra publicada recientemente con el título de On Kings (Sobre los reyes), David Graeber y Marshall Shalins estudian el fenómeno de la monarquía y la política de la realeza desde los baKongo hasta los azteca, los shilluk y otros pueblos, y demuestran cómo las etapas de las monarquías (una de las más duraderas formas de gobierno de la humanidad) revelan la naturaleza verdadera del poder y cómo las distintas formas de Estado surgieron en la esfera ritual. Mientras los pueblos son productivos, las monarquías son extractivas y emplean sus hazañas militares, saqueos, monumentos, el consumo de lujo y una distribución estratégica de la riqueza para llamar la atención sobre sus poderes divinos y reforzar aún más los beneficios políticos de su riqueza. Graeber y Sahlins analizan el carácter de la tiranía y rompen una lanza en favor de la desaparición de reyes y reinas de todos los tronos celestiales y terrenales, así como del marco político y jurídico que los sustenta, el cual suele sobrevivir a los monarcas individuales.
Por muy anticuado que sea el esplendor de la monarquía, este modelo no es un fenómeno marginal, sino central, en los sistemas políticos actuales. El Estado es un concepto “gastado” (p. 456) en tanto que principio organizativo de la vida política. Tal principio es, más bien, la soberanía, la potestad de mando. Desde finales del siglo XVII o principios del XVIII, los Estados nación se han venido fundando en el concepto de soberanía popular, pero este oxímoron apesta a dioses viejos y sus jueguecitos reales. Si la “soberanía” popular existe realmente, deberá dejar de ser soberana (el poder desde arriba) y fundamentarse en los principios de libertad y justicia. De otra manera, no podrá ser popular: literalmente, del pueblo.
En cuanto al pueblo, volvamos a mirar a los sintecho (especialmente desde que los indigentes de Windsor causan una ofensa tan grave a los devotos de la realeza): un estudio realizado en Reino Unido señala que las 307.000 personas sin hogar de aquel Estado fallecen, de media, a la edad de 47 años, mientras que otros sujetos del reino mueren a los 81 años, y las personas sintecho son 35 veces más proclives al suicidio que las personas con hogar.
Mientras prevalezca una gran desigualdad social, la soberanía seguirá estando al margen del orden moral y legal, como un espectáculo antisocial que divide y daña a la sociedad. Dado que Donald Trump, también ajeno al orden moral y legal, encarna una excrecencia del derecho divino, no parece una casualidad que el Guggenheim le haya ofrecido, en lugar del Van Gogh del que se había enamorado, un trono de oro de 18 quilates donde el presidente podrá evacuar sus deposiciones (¿una propuesta de título para la obra? mierda sobre oro).
Debemos repensar la “soberanía”. En la actualidad existen “democracias” con legados radicalmente autoritarios, y especialmente los monarcas (literalmente, “el que gobierna solo”), jefes de Estado no elegidos mediante sufragio, que reinan sobre hombres y feudos. Sin sus vestimentas, un emperador podría ser identificado hasta por un niño como lo que es: un ser humano más.
[1] Iñaki Anasagasti, 2018, “Los papeles del 23-F salen a la luz: El Rey Juan Carlos organizó el Golpe de Estado”, Mediterráneo Digital, 23 de febrero.