Dicen que en un pasado remoto, lo que existía era un matriarcado. La razón estaba centrada en que se creía que la procreación por parte de la mujer era por obra del azar, de su capacidad para dar vida. Se creía que era una condición inherente a la mujer sin que se sospechase siquiera intervención por parte del hombre. De allí que la mujer estaba en primer plano, se le rendía tributo. Tenía una capacidad de la que carecía el hombre. Con el tiempo se descubrió que todo nacimiento es consecuencia de la fusión de un espermatozoide con un óvulo. Y a partir de ahí la cosa cambió. El hombre se sintió que era el que ponía la guinda a la torta; que sin eso no habría nueva vida. Desde entonces, surge el patriarcado, que es el mundo en el que nos movemos. La real academia española lo retrata sin pelos en la lengua: hombre público es todo aquel hombre que tiene presencia e influjo en la vida social, en tanto que mujer pública es toda prostituta. Así de simple. Este es el mundo en el que nos encontramos, el que está en jaque, y que con muchas y poderosas razones está siendo combatido por el feminismo.
La misma expresión feminista está siendo caricaturizada y atacada sin misericordia e injustamente. La lucha del mundo feminista no es contra el hombre, ni odia al hombre, ni busca privilegio alguno para la mujer. Se la caricaturiza cuando se afirma que buscan igualarse, que buscan ser como los hombres, que son amargadas, que no usan desodorantes, que no se depilan, que son infelices. Se la ataca cuando se elude el fondo de sus objetivos, centrándose en las formas y expresiones de sus protestas – manifestaciones, desnudos, tomas, pechugas al aire -, así como la rabia con que se expresan.
El feminismo es un movimiento que se rebela ante una “normalidad” que rechaza. No tiene porqué ser normal que quien maneje un bus o un tren, o quien dirija una gerencia de empresa, o integre un directorio, sea un hombre. Que la totalidad de quienes conforman el Consejo de Rectores sean hombres, nos dice que hay algo que no funciona. Los cargos de poder y/o prestigio suelen ser ocupados por machos: mientras más arriba estás en una organización, menos mujeres encontrarás.
En concreto, los hombres “gobiernan”. Esto quizá tenía algún sentido cuando la supervivencia humana requería fuerza física, asumiendo que por lo general los machos tienen mayor capacidad física. Pero actualmente la supervivencia ya no exige fuerza motriz sino que fuerza intelectual, más inteligencia, más conocimientos, mayor creatividad e innovación, y en eso no podemos afirmar que los hombres llevamos la delantera.
El feminismo pone el acento en el vaso medio vacío. Otros pondrán el acento en el vaso medio lleno. En un pasado no muy remoto casi no existían establecimientos educacionales mixtos; hasta hace unas pocas décadas había asignaturas para hombres, con el fin de que fueran capaces de desarrollar trabajos manuales básicos, y asignaturas exclusivas para mujeres que las habilitaran para realizar labores domésticas. En la educación superior raleaban las mujeres, hoy por el contrario, suelen ser mayoría. En la primera mitad del siglo pasado, en Chile, las mujeres no tenían derecho a voto. Hoy sí lo tienen. Hay avances, pero el vaso aún no está lleno, y mientras no esté lleno es natural que se persista en llenarlo.
El feminismo es un mundo conformado por mujeres y hombres. No todas las mujeres ni todos los hombres. Hay mujeres que se oponen al feminismo. Muchas de ellas, las que han logrado salir adelante “sin apoyos”, sin ventajas, y que por ello no ven por qué asignar “cuotas”, extrapolan su particular realidad, su mundo, sin percatarse que la realidad de muchas mujeres es muy distinta. Que para surgir se le pone demasiado cuesta arriba sin que medien poderosas razones. Han tenido la fortuna de no vivir episodios críticos. De no ver la diferencia salarial entre hombres y mujeres que cumplen idénticas funciones en una misma empresa; de no haber tenido que vivir el acoso y abuso de poder por parte de un superior en el campo laboral. De no tener que regresar a casa para seguir realizando labores domésticas mientras su pareja ve un partido por televisión con cerveza en mano.
La rabia que se expresa en las marchas, manifestaciones y tomas se explica por el cansancio que producen las dilaciones, las postergaciones, los ninguneos, los procesos indefinidos. Existe la sensación de que enojándose se consigue mucho más que si se dialoga. Existiría la convicción de que enrabiándose hay más posibilidad de cambios reales, de despertares, de esperanzas, que dialogando. Lo que el movimiento feminista demanda, no son declaraciones para el bronce, sino cambios reales.
Feminista es quien cree en una sociedad donde el sexo no hace la diferencia, quien cree en la igualdad social, política y económica, esto es, en la no discriminación. Este es el objetivo que se persigue, y por tanto, emulando a Chimamanda Ngozi Adichie, todos debiéramos ser feministas.