16 de enero de 2002. Así empezaba la nota que titulé como ésta, Qué clase: “No sólo me quitaron mi dinero. También me están quitando mi tiempo, que es mi vida”, dice, serena, una anciana de pelo platinado mientras cumple su quinta hora de espera en la cola de un banco. Es la tercera vez que viene, y será la tercera que se vaya sin cobrar su pensión. La crisis puso tanta putrefacción sobre la mesa, que corremos el riesgo de que este estado de cosas putrefacto se naturalice, que nos habituemos a ver viejos desmayados, que aprendamos a saltarles por encima si en el camino nos topamos con uno. Después de todo, eso y no otra cosa es lo que hemos venido haciendo con otros, ¿o no era como saltarle por encima a un viejo desmayado aquello de mirar con desdén y hasta con asco, incluso, a los pibes que pasaban el trapo en los limpiaparabrisas de nuestros autos? ¿O no era como saltarle por encima a un viejo desmayado aquello de irritarse con los maestros, los estudiantes o los estatales que cortaban la calle? ¿O no era como saltarle por encima a un viejo desmayado sentir fastidio porque los piqueteros nos arruinaban el week-end quemando neumáticos en las rutas?”
El sábado pasado, en la Feria del Libro, acompañé a Atilio Boron y a Mónika Arredondo en la presentación del libro Clases medias argentinas. Modelo para armar (Luxenburg), una compilación de ensayos cortos que abordan el tema desde distintos puntos de vista. Están allí las miradas de los compiladores, más las de Ezequiel Adamovsky, Ezequiel Ipar, Sergio Daniel Morresi y Ernesto F. Villanueva.
Durante su intervención, Boron contó una anécdota sobre Venezuela. Un día, estando allí como observador en elecciones, y en ese preciso momento en el bunker de Capriles, vio llegar a un hombre totalmente vestido de chavista. Todo de rojo, con gorra roja y un spin con la cara de Chávez en ella. Le preguntó que hacía allí, con curiosidad. Vengo de votar, le contestó el hombre. Pero éste es el búnker de Capriles, se extrañó Boron. El hombre le dijo que vivía ahí cerca, en unos edificios nuevos que formaban parte del programa estatal de viviendas. Le contó que antes él y su familia vivían entre chapas y cartones, y cómo le había cambiado la vida ese departamento de muchos metros cuadrados que le había sido entregado con electrodomésticos esenciales y hasta con ropa de cama. Por eso seguía vestido de chavista. Pero él ya no era indigente, casi que no era pobre: pensaba que el chavismo era para gente que la pasaba peor que él, y que ahora que él era clase media, tenía que votar a Capriles, que era el que le hablaba a la clase media.
Mientras hablaba Boron recordé esta nota de 2002. Esas pocas pinceladas que repasaban el mismo enigma, la misma automirada, todavía desprovista de este plural (clases medias), que en los últimos años ayuda mejor a comprender el fenómeno, porque así como en la vida real no existe la mujer, sino las mujeres, hace bastante poco inteligimos que no existe tampoco la clase media, sino las clases medias, con sus propios antagonismos, contradicciones y motores ideológicos. Si “la mujer”, como entelequia, es un producto cultural homogeneizador que nos pretende a todas las mujeres blancas, heterosexuales, dotadas de instinto maternal y con cierta propensión a las tareas manuales, “la clase media” también es una expresión que describe a un sujeto político y social generado en el laboratorio del poder en la primera mitad del siglo XX, y que nos pretende a todxs ya diferenciados de una vez y para siempre nada menos que de nuestros orígenes, que estuvieron mucho más abajo, y también nos pretende luchadores de dientes apretados contra los de abajo que quieren entrar. La expresión en singular “clase media” más que una definición es un mandato.
“No sólo me quitaron mi dinero. También me están quitando mi tiempo”, decía la anciana de pelo platinado con la que conversé aquella tarde ardiente de 2002. “Me están quitando lo que me quedaba por vivir. Me están quitando lo que yo había planeado para mi vejez. Me están quitando mi libertad”, me dijo, ya afuera del sentido común propagado entonces como ahora por los mismos medios llenos de canallas. Hablaba desde otro lugar. La lucidez.
Continuaba esa nota con un apunte que creo que vale hoy: “Es en este punto donde verdaderamente estalla este modelo. Se sabía que somos una sociedad que desde que se sacó de encima a las botas, hemos generado alternativas políticas que lentamente fueron eliminando hasta de su discurso la idea de la igualdad: ¿quién se animó a hablar de igualdad en estos años? Y: ¿a quién le hubiese interesado escuchar hablar de igualdad?”
Un año después empezaría un ciclo histórico en la Argentina que tomó ese guante. Vivimos doce años de ese “relato” que tanto les molestaba a ellos, porque precisamente hablaba de aquello que no soportan. Y entre otras cosas, nos equivocamos al creer que la equidad era un valor consensuado, casi universal. Los primeros en abandonar el barco de la equidad fueron los que gracias a las políticas de equidad no necesitaron seguir hablando de eso y empezaron a creer, estúpidamente, que el barco es muy chico para todos, y que ahora que ellos están adentro, no hay lugar para nadie más.
Decía en 2002: “Y ahora, mientras salimos a la calle con ollas de teflón, mientras el modelo estalla, todo esto otro nos estalla en la cabeza. Primero vinieron por los lúmpenes, después vinieron por los desocupados, más tarde vinieron por los maestros y los estatales y los piqueteros, y ahora vienen por nosotros”.
Y seguía: “Una tara genética de la clase media yace en su propio imaginario, que habría que rastrear en la asombrosa capacidad de negación de esos abuelos inmigrantes que quemaron las naves. La clase media se ve más bella de lo que es. Se ve más flaca. Se ve más rubia y más europea de lo que es. Se ve más educada. En ese imaginario tarado que en mayor o menor medida todos llevamos incorporado, la clase media siempre ha creído ver su destino atado al de los de arriba, y siempre ha despreciado a los de abajo. Que ahora nos estalle la cabeza es bueno. Es doloroso, pero es bueno. La verdad nos dirá de nosotros mucho más que las sirenas neoliberales: somos gente pequeña, miembros de una clase insegura, habitantes de un país inexplicable, gente negadora, pobre gente, cuyos sueños fueron inabarcables, pero ahora caben en un garbanzo. Y en el mejor de los casos seremos gente dispuesta a mirarse al espejo y a admitir que no sólo la clase política argentina se ha comportado de una manera miserable”.
No todas las clases medias siguieron bajo el influjo de esa ilusión autodestructiva, porque en estos doce años millones de argentinos tuvimos por primera vez la chance de pensar y querer tener patria. Pero el hechizo de los mentirosos y los corruptos volvió a hacer nido en los cables enredados de muchas cabezas de algunos sectores de clase media, haciendo foco en los recientemente rescatados, y no por su propio esfuerzo solamente, sino por las políticas generales de un Estado inclusivo. La clase media que votó a Macri fue inducida pero fue cómplice de su propia desgracia, porque los medios y Cambiemos fueron al encuentro de algo profundo, casi se diría que es la maldición argentina: la fascinación clasemediera con la cima de la pirámide, y su autoafirmación en el odio por las bases.