Marx odiaba el mercado porque transformaba todo en mercancía y quizás es por eso que desde el marxismo nunca se llegó a desarrollar una economía aplicada. El orden económico que imaginaba puede haber estado bien representado en el aforismo “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”, que le copió a Louis Blanc, el ideólogo del Partido Social Democrático francés al cual el Manifiesto Comunista recomendaba apoyar, en su lucha contra la burguesía dominante.
Marx y Engels concibieron su doctrina en medio del fragor de una Europa en crisis social, política y económica porque la Revolución Francesa y la Revolución Industrial en Inglaterra estaban transformando radicalmente las relaciones de convivencia colectiva y las formas de producción. En ese contexto, las organizaciones obreras se multiplicaban y los diversos experimentos socialistas trataban de poner en práctica en el mundo (no solo en Europa) sus utopías, como una contraparte del liberalismo. Todo aquel frenético despliegue culminó en la revolución de 1848, un movimiento que se extendió por los principales países europeos pero que terminó completamente derrotado dos años más tarde. En ese clima social se publicó por primera vez el Manifiesto del Partido Comunista, y si bien Marx no era el único que proclamaba la lucha de clases, este documento lo vinculó para siempre a ese proyecto político.
Curiosamente, durante la segunda mitad del siglo las aguas sociales se calmaron. Aún cuando la tesis de Marx sobre la acumulación del capital tendía a cumplirse (proceso que ha continuado hasta nuestros días, como lo demuestran numerosos estudios), la progresiva pauperización de los trabajadores y la subsecuente reacción de ese proletariado para ocupar el poder por la vía de la lucha de clases nunca se produjo. ¿Qué ocurrió? Pasaron dos cosas: por un lado, los Estados comenzaron a legislar con el objeto de asegurar ciertos derechos básicos y condiciones laborales aceptables, en una especie de anticipo del Estado protector posterior; por otro lado, los capitalistas se dieron cuenta de que al mejorar el nivel de vida de los trabajadores, éstos comenzaban a participar del mercado ampliando considerablemente la masa de consumidores. La clase revolucionaria había probado la droga del consumo y la clase dominante había concebido la teoría del “chorreo”.
Lo cierto es que el fervor revolucionario comenzó a perder intensidad y uno de los últimos intentos genuinamente proletarios para llegar al poder político fue la Comuna de París (1871), que alcanzó a durar dos meses antes de ser reprimida con extrema dureza por el gobierno provisional francés. Casi 50 años después, la revolución rusa efectivamente comenzó como un gran movimiento popular, en un país destrozado por la guerra y torturado por las decisiones estúpidas y autocráticas del zar Nicolás II. Pero a poco andar, esa enorme fuerza social de base terminó siendo controlada por la élite bolchevique cuyos miembros se convirtieron en “representantes” vitalicios y hereditarios del proletariado, hasta la caída de la URSS 70 años después.
De ahí en adelante, el movimiento obrero se desdibujó completamente en Europa. En un contexto de crecimiento económico el trabajo industrial se especializó y se sindicalizó, mejoraron los sueldos y el proletariado fue asimilándose paulatinamente a una amplia clase media, amparado además por un Estado de corte socialdemócrata que aseguraba una cierta igualdad de oportunidades al preservar algunos derechos humanos básicos. Al terminar la Guerra Fría, casi todos aquellos países que en algún momento de su historia reciente organizaron su vida política en torno al socialismo terminaron integrándose al mercado global y el caso de “transformismo” más emblemático ha sido el de China. Otra de las predicciones de Marx establecía una tendencia inevitable del capitalismo a la saturación de los mercados y, de hecho, esa fue una de las causas principales de la gran crisis económica de 1929. Pues bien, quien salvó al capitalismo globalizado de esa amenaza inminente fue nada menos que el país comunista más grande del mundo, al abrir un nuevo mercado ansioso por consumir de 1.500 millones de personas. A su vez, China se salvó de la decadencia económica cuando pudo acceder a ese enorme poder de compra global. Paradojas de la historia.
Lo que hizo el neoliberalismo posteriormente fue radicalizar el modelo convirtiendo todo en mercancía, incluidas aquellas áreas protegidas como derechos sociales (salud, educación, jubilación) de acuerdo a la concepción socialdemócrata. Se crearon de este modo nuevos nichos de mercado y aumentaron los puestos de trabajo cualificado, ajustándose a la “lógica tautológica” de trabajar para consumir-consumir para trabajar que mantiene al sistema funcionando y en constante crecimiento. Según la mirada neoliberal, este es el único camino para eludir aquella vieja amenaza malthusiana en que la población y sus necesidades crecen más rápido que los recursos, conduciendo a los pueblos a una pobreza progresiva. El Estado, ahora con el apellido de “subsidiario”, solo tiene la misión de hacerse cargo de aquellos casos de pobreza incurable que no son capaces de acceder al consumo.
En este contexto ultra mercantil, ya no se discuten ni la propiedad privada, ni el derecho a herencia, ni la competencia como incentivo, aspectos que en los albores del capitalismo fueron objeto de ardientes debates, lo que da cuenta del nivel de instalación que ha alcanzado el sistema al afectar no solo lo material sino también nuestra dimensión valórica (¡Marx otra vez y su relación entre estructura y superestructura!). La politóloga canadiense Naomi Klein visitó Chile en plena crisis mundial sub prime, y para explicarla recordaba la historia de una reunión entre el presidente Reagan y nada menos que José Piñera, el hermano mayor del actual mandatario chileno y activo funcionario de la dictadura militar. En ese encuentro, el economista –según Klein- habría convencido al presidente estadounidense de que la fórmula para mantener tranquilos (y sometidos) a los pueblos era convertirlos en propietarios. Como en esos momentos había mucho dinero disponible, los bancos comenzaron a ofrecer créditos hipotecarios a diestra y siniestra, a personas que no tenían ninguna capacidad de pago. Lo que este “efecto-mariposa” produjo después ya es historia conocida.
Esta hegemonía universal del capital en la que hoy estamos inmersos deja bastante poco espacio para levantar opciones distintas y la tendencia general parece ser la de asumir una posición de resistencia más que la de una lucha franca. Algunos anarquistas modernos convocan a la defensa del territorio, contra las conurbaciones y la especulación inmobiliaria. El sociólogo francés Alain Touraine, en uno de sus últimos libros (El fin de las sociedades, primera edición en francés, 2013. Primera edición en español, 2016, Fondo de Cultura Económica) se pregunta casi angustiosamente ¿quién puede resistir a la globalización?:
“En la era postsocial que se abre ante nosotros no hay revoluciones posibles puesto que ya no hay actores políticos ni fuerzas sociales lo suficientemente organizadas para provocarlas. El capital se desquita con el trabajo y merma los avances de las socialdemocracias, realizados durante la segunda mitad del siglo XX. Aparte del análisis de las situaciones, este diagnóstico nos lleva a plantear un interrogante sumamente apremiante: ¿qué fuerzas son capaces de oponerse al incontrolado poder de las finanzas?”
Sin embargo, no basta con articular una fuerza social suficientemente poderosa, si es que eso fuese posible en un escenario de fragmentación como el que nos toca vivir. También es urgente diseñar nuevas formas de convivencia y demostrar su viabilidad en la práctica cotidiana, de manera que puedan ser imitadas por otros grupos sociales, si ese fuera el caso. Ya no se trata solo de construir un nuevo “poder” sino también un nuevo “saber y, para ir más lejos, un nuevo “hacer” porque de todo lo que hemos heredado de aquellas experiencias anteriores en el campo social no hay mucho que rescatar, en la era de la automatización, la inteligencia artificial y la realidad virtual. ¿De dónde saldrán entonces esas nuevas fórmulas, quiénes las crearán?
En definitiva, todo dependerá de un factor intangible, de esos que el materialismo marxista consideraba irrelevantes: la capacidad de la mente humana para liberarse de los condicionamientos que le impone su época.