Dentro de la población total, cada vez aumenta más la proporción de adultos mayores. En Chile, en poco menos de tres décadas prácticamente se ha duplicado la proporción de personas con más de 60 años. Mientras en 1990, había un adulto mayor por cada diez habitantes, hoy se tiene casi el doble de personas mayores.
Por otra parte, así como en 1990 había 35 adultos mayores por cada 100 personas menores de 15 años, actualmente se tienen más de 85 mayores por cada 100 menores de 15 años. En concreto, la pirámide etárea se está revirtiendo a una alta velocidad, la que probablemente se vea amortiguada por las corrientes inmigratorias que estamos viviendo.
Lo señalado está cambiando el paisaje humano: son cada vez menos los niños en los establecimientos educacionales; cada vez más los viejos en los recintos hospitalarios. La estructura de la demanda se está modificando en forma significativa y persistente, impactando en la oferta. En las plazas y las calles, son cada vez menos los niños que vemos y más los viejos.
Todo ello es consecuencia de la baja en la tasa de natalidad y el aumento de la esperanza de vida que está produciendo el progreso científico-tecnológico sin precedentes que estamos viviendo a nivel mundial.
Esta realidad no tiene visos de detenerse, por el contrario, tiende a continuar su curso. ¿Estamos preparados para ello? ¿Cómo sociedad? ¿Cómo individuos? En estas líneas me referiré a este último punto: ¿estamos preparados para ser viejos? ¿para dejar de trabajar en el sentido convencional, esto es, a cambio de una remuneración? ¿para tener una calidad de vida razonable como viejos?
Mi apreciación es que ello depende de cómo nos encuentre la vejez. En lo esencial, me atrevería a concentrarme en tres factores. Uno, la salud física-mental; dos, la salud social; y tres, la salud financiera.
La salud física-mental es clave para una vejez como uno se la quisiera, y ella depende de factores genéticos y de la vida que hayamos llevado. Respecto de los factores genéticos, nada podemos hacer. Venimos de donde venimos y no tenemos alternativa. Por tanto, es esencial haber llevado una vida sana, sin excesos, equilibrada, bajo una alimentación saludable, escuchándose a sí mismo.
Si hemos llevado una vida reventada, difícilmente la vejez nos pillará bien parados.
La salud social está referida a vivir en paz consigo mismo, con quienes le rodean, su familia, su medio social; a llevar una vida auténtica, sin dobleces. Sentirse querido, para lo que es indispensable querer a quienes nos rodean, entender a los demás, ser capaces de ponernos en sus zapatos.
Si hemos llevado una vida de peleas en familia, con nuestros vecinos, con quienes nos rodean, difícilmente la vejez nos encontrará como quisiéramos.
Por último, está la salud financiera. Si bien, disponer de recursos financieros no hace la felicidad ni una buena calidad de vida en la vejez, sin duda alguna ayuda, provee cierta tranquilidad. En ello incide tanto haber tenido ingresos razonables a lo largo de la vida laboral, como haber sido cauteloso en los gastos y no dejarse llevar por tentaciones, modas y/o caprichos.
Con una buena base de salud física-mental, social y financiera, no hay razón para pasarla mal en la tercera edad. Es la oportunidad para apearse de un caballo que galopa a 100 kilómetros por hora, para sentir una distensión desconocida que nos permita mirar y disfrutar con calma el horizonte, la familia, las cosas simples de la vida, dejando atrás una vida exigente, sin pausas.