Las bananas que han caído como lluvia torrencial sobre esta región en los últimos años hacen que uno recuerde que el país en el que nació la expresión de “país bananero” fue Honduras. Fue el primer país en la lista de esta nueva derecha extractiva y autoritaria. Hoy es el saqueo y la violencia los que nos dicen que la región juega su suerte junta porque han venido por todos. Son ellos, los Ceos y las elites, los que nos demuestran una vez más que la salida es regional o no es. Los tiros contra la caravana que acompañaba a Lula, esta semana, o la vergonzosa performance traidora de Lenín Moreno en Ecuador lo indican claramente: han llegado al poder por el golpe institucional, como el Brasil, o la estafa electoral, como en la Argentina o Ecuador, con compromisos de campaña que han sido violados uno por uno. Primero cayó Honduras el mismo día en que aquí Néstor Kirchner perdía en la provincia de Buenos Aires contra Francisco de Narváez por un punto y pico. No nos dábamos cuenta, pero las bananas empezaban a llover como granizo, con la pesadez propia de los golpes, y no con la sutileza asfixiante de la nieve tóxica que imaginó Oesterheld en su Eternauta.
Al día siguiente del derrocamiento de Zelaya por parte de la Corte Suprema, y de ser sacado en calzoncillos de la residencia presidencial (¡Muchas bananas!), la entonces presidenta Cristina Kirchner salió a hablar públicamente sobre la gravedad del hecho. Mirtha Legrand lo comentó en su programa en su tonito opositor rubio teñido: “Sí, salió a hablar pero de Honduras. ¿A quién le interesa Honduras?”.
Era para interesarse. Habían dado el primer toque, habían empezado por un lugar frágil en el nuevo tejido regional. Hubo una larga resistencia con mártires y víctimas de cuyos nombres jamás no enteramos. Ese golpe ya tuvo el rebote informativo propio de estos tiempos de periodismo concentrado y pantomímico: ninguno. Todos los medios eran como Mirtha Legrand. Ni ella ni millones de personas van en busca de la información. Dejan que la información les llegue. Les llega el relato. Y fueron ellos mismos, incluso sus referentes con lustre, los que empezaron hace años a criticar “el relato” populista o kirchnerista. No fue casual que empezaran por ahí, porque la derecha ha sido siempre esencialmente un relato –el de su derecho a la supremacía–, y si hay algo que preserva es eso, porque es lo que mantiene a los pueblos detenidos.
¿Por qué la gente que mira algo que necesita en una vidriera no rompe el vidrio y se lo lleva? Porque nos han enseñado que eso es un robo, y que robar está mal. Pero los que manejaban los hilos mientras nacía la patria y después, cuando prosperó, y más tarde, cuando se llenó de sangre, y luego, cuando la exclusión que no existía en la primera mitad del siglo pasado se hizo característica, normalidad y hasta norma, robaban. Era un tipo de robo embellecido por el relato que, si se mira para atrás, comenzó con la conquista y fue luego facetado por las respectivas oligarquías.
Los funcionarios macristas lo dicen todo el tiempo. ¿Qué nos había metido en la cabeza el kirchnerismo con sus adoctrinamientos y sus insistente mirada a la historia, con sus niños disfrazados de San Martín y Juana Azurduy mirando el río desde la Casa Rosada? “Están todos muertos”, diría un macrista, orgulloso de haber reemplazado en los billetes a los héroes por animales en extinción. No es porque les gusten los animales. Dejarán que se extingan esas especies y todas las que hagan falta para que sus amigos terratenientes extranjeros se sientan como en su casa. Estallaron contra “el relato populista” porque le llaman relato a la conciencia. Y ellos no pueden permitir que se extienda la conciencia de derechos en este ni en ningún pueblo, porque si eso sucede todo, absolutamente todo se les sale de control. Estamos todos mirando por la ventana algo que necesitamos, y no rompemos el vidrio. Estamos, todavía y por nuestra cultura política, contenidos por la idea de la democracia. Pero deberíamos pensar seriamente a qué, específicamente, le llamamos democracia. Y dar los pasos necesarios para hacerla real.
En los países bananeros los pueblos son normalizadamente despreciados. Llegan al autodesprecio, que es el punto cúlmine del éxito del relato de la derecha. No hay ningún extinguidor de lucha más potente que la depresión. Y en esta fase, como nos lo exhibió el caso de Honduras, los poderes judiciales, con el peso simbólico del “peso de la ley”, son arietes infiltrados, corrompidos, venales, que respaldan como los medios, pantomímicamente, los caprichos y conveniencias del poder establecido hace doscientos años y que hoy incluye a nuevos multimillonarios que han sido caníbales de los Estados.
Lo han sido siempre, y lo sabemos, y si al mismo tiempo guardamos respeto por ciertas investiduras es porque ellos mismos se encargan todo el tiempo de marcar su propia supremacía para reforzar la de quienes son sus socios, amigos, parientes o corruptores. “Su Señoría” pertenece a la misma familia simbólica que “su majestad”. Y qué hacen en rigor los falsos jueces puestos a dedo para encarcelar a opositores: rompen el vidrio. Tienen necesidad de detenidos y rompen el vidrio. Como los policías que disparan por la espalda, como los bancos que queman documentación que los compromete, como los funcionarios que hablan de inversiones y envían sus patrimonios a cuentas de paraísos fiscales. Rompen el vidrio. No acatan la ley.
En el primer capítulo de su inmensa novela Redoble por Rancas, el peruano Manuel Scorza describía al juez de Yahahuanca, un poblado cholo cercano a Chinche. Al juez nunca lo nombra sino por sus atributos de autoridad frente al pueblo desharrapado: “El traje negro, de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longiness auténtico”. Ese día, del traje negro, en un descuido, se cayó una moneda, un sol, en la plaza del pueblo.
Todo el capítulo narra el miedo, la fascinación y el cuidado que durante todo un año los habitantes de Yanahuanca y sus alrededores sintieron ante la visión de esa moneda tirada en el piso. Se convirtió en un objeto de culto, de peregrinación, de contemplación nocturna de cualquier borracho, de algarabía escolar en excursiones hasta la Plaza de Armas, donde yacía el sol caído del bolsillo del juez. Todo el pueblo hervía en el rumor de que había que hacer gala de la decencia de los yanahuanquinos. Se vigilaban entre sí para que ninguno se arrebatara y se llevara la moneda. Las madres instruían a los hijos en la importancia de no quedarse con algo ajeno, y las esposas de los desocupados recomendaban cada día a sus maridos seguir buscando changas pero no osar hacerse de esa moneda, nunca, ni ante el hambre de los hijos ni ante ninguna necesidad.
Pero al cabo de un año, el que volvió a pasar junto al lado de la moneda fue el traje negro, que vio una moneda tirada en la plaza y sin dudarlo un instante ni preguntarse a quién se le habría caído, la embolsó.
Si los que juzgan qué hacer con los que rompen los vidrios, rompen ellos mismos las estructuras del edificio democrático y violan sistemáticamente los principios constitucionales, por omisión, mala entraña o intereses, no hay república y el caos no se ubica donde el relato que la derecha quiere: son ellos mismos los que abortan la república, que siempre fue más defendida y custodiada por la gente sencilla que por los hipócritas que dicen lo que no hacen y hacen lo que no se puede.