No es necesario preguntarse por qué cuando hay que tomar decisiones importantes, como por ejemplo la elección de un presidente de la República, la mayoría se inclina por aquellas propuestas abiertamente patriarcales: mano dura, gobierno fuerte, figura masculina. Son los resabios de una colonización no solo operada desde los sistemas político y económico, sino también desde la actitud misma de sociedades acostumbradas a una estructura vertical de mando que no admite excepciones ni la apertura de espacios auténticamente democráticos. La respuesta está en una trayectoria histórica cuya principal característica es la concentración de poder y, de paso, en una idea errónea del concepto de liderazgo.
Quizá por esa razón resulta prácticamente imposible romper las estructuras ya establecidas desde la época colonial, cuando las olas de inmigrantes venidos desde España, con el respaldo de la corona y premunidos de un indudable halo de superioridad, arrasaron con las culturas autóctonas, esclavizaron a los habitantes de estas tierras –eso, cuando no los exterminaron de una buena vez- y se apoderaron de la riqueza de este continente. Esa sensación de pertenecer a una clase superior no ha desaparecido con los siglos. De hecho, se ha ido afianzando a pesar de las mezclas étnicas y a medida que los colonizados han perdido toda posibilidad de equipararse con sus colonizadores.
Es preciso tener muy confusas las ideas para hablar en Guatemala de buen gobierno, de un “legado”, de liderazgo o de grandes cualidades de estadista cuando más del 60 por ciento de la población del país sobrevive bajo la línea de la pobreza y los indicadores de desarrollo humano están por los suelos. Es preciso ser muy cínico para afirmar que algún ex presidente o actual gobernante tiene o ha tenido la menor intención de hacer de Guatemala una nación en pleno desarrollo. Hay que estar ciego –de ceguera absoluta- para no ver la miseria alrededor de los palacios de gobierno, nacional y municipal, con vecindarios carentes de servicios básicos, agua contaminada, redes de alcantarillado que se hunden por falta de mantenimiento, puentes que tiemblan amenazadoramente al paso de los vehículos, calles en ruinas y montañas de basura sin sistemas de tratamiento.
Un líder verdadero no es quien tiene mano dura y la capacidad operativa para hacer “limpieza social” mediante el uso de escuadrones de la muerte. Un auténtico líder es quien organiza a una sociedad para hacerla partícipe de sus políticas de desarrollo, para empoderarla y ponerla a trabajar a su lado en perfecta sintonía con sus ideales. Un líder no es quien grita y amenaza, sino quien ama a su pueblo y lo respeta. Venerar a un dictador, añorar épocas pasadas de dictaduras crueles, racistas y cuyo legado real fueron muertes y desapariciones, no es más que una patología. Una sociedad saludable no añora los regímenes autoritarios. Todo lo contrario, aspira a vivir en un sistema abierto a su participación ciudadana en la construcción de un mejor país, pero sobre todo en la integración real de todos sus ciudadanos sin distingos de clases ni etnias.
Quizá sea el momento de comprender que los cambios urgentes van más allá de la confrontación entre hermanos; los cambios deben comenzar desde el interior, desde el examen de actitudes y aspiraciones, desde los prejuicios y los estereotipos que impiden el desarrollo humano y condenan a una gran parte de la comunidad a vivir en la pobreza más denigrante. Quizá sea el momento de aceptar que la Colonia ya está en el pasado y se requiere del concurso de todos para construir una verdadera democracia.