La noticia es buena, pero he llorado y visto llorar a otras personas cuando la he referido. Es inusual, tiene una cuota de dramatismo, aunque mucho menos que el drama padecido durante muchos años por un padre y una madre chinos.
En Argentina, en las últimas cuatro décadas, han desaparecido niños. Por diversos motivos y todos duelen. Algunos se han extraviado, otros han abandonado hogares conflictivos, otros han sido robados para comerciar con ellos; muchos han sido arrancados a sus padres por la fuerza, abusando del poder del Estado y entregados a apropiadores como castigo ideológico. Estos últimos casos son ejemplos de odio y crueldad inconcebibles en una sociedad civilizada.
El trabajo de las madres y abuelas de Plaza de Mayo ha permitido restañar heridas que más que familiares son sociales, porque nos duelen a todos. También nos han permitido alegrías por las cuales llorar con la recuperación de cada uno de esos inocentes.
Es indudable que los seres humanos transitamos sobre esa delgada línea que divide la bestia primitiva y el humano pleno; una frágil construcción, esta última, que apenas alienta en el ejemplo que nos dan los grandes hombres de la historia. La construcción del “hombre nuevo” lleva el sello de lo mejor de la intencionalidad del ser humano y es producto del empeño sostenido de personas normales, anónimas, comunes que se alzan por encima del infortunio. Las madres y abuelas de Plaza de Mayo son ese tipo de personas; esas a las que anima un amor obstinado y convierten su afán en el propósito de sus vidas. Así restauran el tejido dañado, así nos ayudan a mirar el futuro con algo de optimismo, a pesar del odio y la barbarie que nos rodea y nos confunde. Porque, honestamente, cuántas veces nos dejamos ganar por la mirada que nos devuelve el abismo cuando nos asoma a él la impiedad de gobernantes, de líderes y de personas de carne y hueso que tratan a otros como si fueran sólo destinatarios de su propia oscuridad.
Hoy voy a compartir un hecho que es producto del extravío moral de personas comunes. Y también de la grandeza de otras. Algo que ocurrió en aquel lugar lejano pero que sentimos próximo como hecho. Hace 24 años una pareja de personas de nacionalidad china sufrió la desaparición de su hija de cuatro. No había una guerra, ni un Estado abusador, ni un conflicto que explicara la pérdida. No pudieron encontrarla aunque fatigaron sus días corriendo desesperadamente detrás de cada dato, de cada señal, de cada apariencia similar a ella. Así, la búsqueda se transformó en el motivo y en la finalidad de sus vidas.
Los cientos de miles de avisos que ambos padres pusieron, durante todos esos años en todos los medios imaginables, no dieron resultado y el paso inexorable de las horas cambiaba los rasgos de la niña, sin que hubiera una esperanza. Hasta que diez años atrás el padre tuvo la inspiración de cambiar un trabajo rutinario por otro que lo conectara en forma directa con la mayor cantidad posible de personas. Se hizo taxista y habló con miles, entre las cuales un hombre bueno, un dibujante que hizo un retrato robot con el aspecto que debería tener, en la actualidad, aquella pequeña ahora con 28 años. Finalmente una joven se reconoció como la niña robada. Luego, los detalles: un ADN y la certeza del hallazgo. Los padres habían encontrado a la hija que buscaron tras 24 años aciagos, de dolor indescriptible.
Quienes celebramos cada encuentro de un niño apropiado en la Argentina vibramos con esta noticia, porque es un triunfo de la intencionalidad y el esfuerzo humano y porque hay personas que iluminan el horizonte de un mundo y un ser humano nuevos.