Por Ismael Cabrerizo Cebrián*

El conflicto catalán ha elevado la defensa de la ley a la máxima expresión de la garantía democrática. Así, la ley aparece como el límite de lo que no puede sobrepasarse; última frontera de lo que se puede o no hacer en un sistema supuestamente democrático. Ley y democracia se articulan de forma que un auténtico demócrata es aquel que defiende su más escrupuloso cumplimiento. La ley se presenta inmutable, por encima de cualquier conflicto y como rígida norma que ignora los cambios sociales. Sin embargo, detrás de esta concepción de la ley se esconde una falsificación de la legalidad.

Si por democracia entendemos aquel sistema político que se caracteriza por la atribución del poder al pueblo, entonces, incluso la ley debe ser sometida al escrutinio popular. Por tanto, hay algo por encima de la ley: su legitimidad. En una democracia real, la legitimidad proviene de la consulta previa a las personas que dicha ley concierne. Así, y en contra de la sistemática propaganda de los antidemócratas que no paran de afirmar ¡sin ley no hay democracia!, ocurre lo contrario: sin democracia no hay ley (legítima). Es decir, primero el pueblo habla, vota y después, en función de lo que la mayoría de la gente decide libremente y con garantías, se configura la ley, que debe ser fiel al mandato popular. Claro está que este procedimiento sería el de una democracia verdadera. En la seudodemocracia actual las cosas no son así. La ley, en este caso la Constitución, se aplica contra una parte del pueblo, contra la mayoría de los catalanes que quieren decidir su encaje en el resto del territorio español. No sólo se aplica contra los independentistas, sino contra todos aquellos que, estando en contra de la independencia, por encima de todo, son demócratas, y comprenden que en el derecho a decidir todo lo que afecta su futuro se encuentra el principio moral que debe regir la convivencia en sociedad. Esta es la cuestión decisiva que ha puesto el problema catalán sobre la mesa: si se niega el derecho a decidir se está en el campo antidemócrata, porque éste es la base misma de la democracia.

La ley, por tanto, es un producto histórico susceptible de cambio en la medida que una mayoría considere que ha perdido vigencia y que ya no sirve para regular efectivamente la convivencia. Y, aquellos que argumentan que el sujeto político con derecho a decidir no es el catalán, sino el conjunto de los españoles, les pregunto: ¿quién ha decidido en Escocia, o en Canadá? Y, claro, volveríamos a escuchar aquello de que su Constitución o sus leyes les permiten realizar dichas consultas. Con lo que estamos de nuevo en el integrismo legalista que, con la coartada de la defensa de la democracia, no hace sino enquistar una situación de resentimiento entre bandos enfrentados. La única forma de desatascar el conflicto es abrirlo a la decisión de los ciudadanos. Puede ser cierto que algunos de los intereses independentistas sean espurios, pero en cualquier caso no se puede obligar a nadie a estar en un lugar que no quiere.

Tampoco se puede separar un país por la decisión del 51% de los votos. Por eso se puede pactar un porcentaje mayor para lograr la independencia o se puede pactar la consulta sobre un nuevo estatuto de autonomía e incluso que todos los españoles se pronuncien sobre la distribución territorial del Estado. Lo importante es dar la voz y el voto a los ciudadanos y no ampararse sistemáticamente en una ley que no ha votado la mayoría la población. Un demócrata convencido, íntegro moralmente, ante un problema de esta naturaleza, no se refugia en lo legal y no tiene otra salida que ser valiente y confiar en su poder de persuasión. Valiente, porque debe permitir que la gente decida, aceptando un resultado vinculante y tratar de convencer e ilusionar a un porcentaje mayor de la población con derecho a voto. Pero claro, ¿qué podemos esperar de los partidos tradicionales que nos han gobernado hasta este momento? o ¿qué podemos esperar de esta democracia donde los que realmente mandan no se han presentado a las elecciones?

Cada vez es más evidente que la democracia actual es meramente formal, como formal es la separación de poderes, el respeto a las minorías o la igualdad de oportunidades. No obstante, la perversión en la que estamos inmersos consiste en que aquellos que íntimamente desprecian la democracia son los que con más fuerza enarbolan públicamente su bandera. La manipulación es tan asfixiante que utilizan y vacían de contenido las palabras y conceptos sabiendo que, en el reino de la confusión, ellos, con los medios de información a su servicio, se mueven como pez en el agua. La mala fe se observa en como ocultan, de forma deliberada, el proceso de los acontecimientos, es decir, como se oscurece la historia y, por tanto, el origen y la memoria de los hechos, imposibilitando la comprensión de lo que ocurre en el presente. De esta forma se descontextualiza todo suceso tergiversando la realidad. Es cierto que los partidos independentistas han proclamado la independencia de manera inaceptablemente, de forma ilegítima, pero también es cierto que antes se les ha impedido, por la fuerza, votar y decidir libremente y con garantías. A la vez que se ensombrece la conciencia histórica de los acontecimientos se levanta el fundamentalismo legalista que fetichiza la ley. Una ley que algunos absolutizan, pero, sin escrúpulo alguno, no dudan en relativizar e incluso cambiar cuando se opone a sus intereses, retorciendo los procedimientos democráticos por cualquiera de los medios a su alcance.

Sin embargo, la mayor obscenidad democrática que se está cometiendo, y de la que es cómplice casi todo el aparato judicial, político y mediático, es la manipulación que radica en hacer creer a la opinión pública que el conflicto más grave es entre aquellos que quieren independizarse y aquellos que quieren mantener unida la nación, cuando lo que verdaderamente da miedo es el ataque al que está siendo sometida la democracia misma. Es decir, el conflicto es entre una democracia real, que permita el derecho a decidir y una democracia tutelada por unos pocos que, con todos los medios objetivos y subjetivos a su favor, tratan de manosearla en función de sus intereses.

Este enrocamiento en el dogmatismo de la ley esconde una actitud de autoprotección y defensa ante la incapacidad de abrirse al otro y proponerle un proyecto que le persuada. En última instancia, se corresponde con el miedo a la libertad que caracteriza el final de todo régimen que trata de salvarse dando manotazos de ahogado.

 

*Ismael Cabrerizo Cebrián es colaborador del Centro de Estudios Humanistas Noesis