/Por Ricardo Baeza Weinman, Psicólogo, docente Universidad Adolfo Ibáñez/
Se terminó la visita del Papa Francisco a Chile, dejándonos varios discursos notables de muy rico y profundo contenido pastoral. Habló a los políticos, a los jóvenes, a los consagrados, a los perseguidos por la justicia, entre muchos otros. Llamó a la responsabilidad en las acciones políticas en pro de la diversidad, llevando el espíritu cristiano a la esfera de lo público y no encerrado meramente en el espacio protegido de lo privado; pero sin caer en el clericalismo de tratar de ejercer una influencia del clero en los asuntos políticos de la sociedad. Discursos interesantes y dignos de un análisis más profundo y acabado que excede las posibilidades de este breve escrito.
E incluyó innumerables frases notables, que quedaron particularmente grabadas en la memoria durante sus discursos y homilías. Algunas acuñadas por él mismo, pero otras tomadas como citas de importantes figuras de nuestra historia como Violeta Parra, el cardenal Raúl Silva Henríquez y, por supuesto, también de San Alberto Hurtado.
De este último tomó una frase singular con la que enfatizó un gran mensaje a la juventud reunida en el templo votivo de Maipú: ¿qué haría Cristo en mi lugar? E incluso sugirió enarbolarla como una especie de mantra y así evaluar permanentemente, en contraste con ella, la pertinencia de cada una de nuestras acciones; lo que sin duda se convertiría en una prueba infalible de un comportamiento verdaderamente cristiano.
Pero tristemente se nos genera una profunda duda de si dicha máxima es o no utilizada siempre por parte de muchos personeros de la jerarquía eclesial. En particular en lo que respecta al tema más crítico que involucra los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes.
Si fuera un sacerdote pedófilo ¿qué haría Cristo en mi lugar?
Comprendería el daño que estoy haciendo abusando de la inocencia de mis víctimas. Colgaría el hábito, confesaría mis crímenes, cumpliría mi condena y me alejaría de todo posible contacto con niños, retirándome a una vida de oración. Bajo ningún punto de vista continuaría abusando y amplificando el daño. ¿Pero es eso lo que ocurre?
Si fuera testigo de este tipo de abusos ¿qué haría Cristo en mi lugar?
Instaría al involucrado a confesar. Y en el caso que no lo hiciera, lo denunciaría a las autoridades pertinentes, asumiendo la responsabilidad de testificar. Bajo ningún punto de vista encubriría el daño, perpetuando así el crimen. ¿Pero es eso lo que ocurre?
Si fuera una autoridad eclesiástica ¿qué haría Cristo en mi lugar?
Escucharía el testimonio de las víctimas y testigos y pondría en antecedentes a la jerarquía para iniciar un proceso formal de remoción de la actividad pastoral; además de denunciarlo a las autoridades civiles pertinentes. Bajo ningún punto de vista lo mantendría en actividades, o lo trasladaría a otras funciones o lugares donde continuara ejecutando sus atrocidades. Tampoco desconocería a priori los testimonios de las víctimas o esperaría antes de denunciar que transcurra el tiempo preciso para que los crímenes prescribieran legalmente. ¿Pero es eso lo que ocurre?
Si fuera el sumo pontífice ¿qué haría Cristo en mi lugar?
Prestaría oído a las víctimas, aceleraría los procesos eclesiásticos de denuncias, expulsaría a los culpables y obligaría a entregar los antecedentes a la justicia penal correspondiente. Paralelamente abriría expedientes a todos los encubridores y los suspendería de sus funciones mientras estén bajo investigación; procediendo a expulsarlos de ser comprobados los cargos en cuestión.
Y bajo ningún punto de vista sería tibio en mi actitud sobre estos crímenes, ni esperaría contar con pruebas documentales de un encubrimiento (que incluso el mero sentido común no puede desconocer), para recién atender al testimonio de las víctimas de un delito que la propia iglesia ha investigado, confirmado y castigado, como es el caso Karadima. No se necesita ser un bienaventurado, de aquello que creen sin necesidad de ver, cuando se dispone de la suficiente inteligencia para al menos abrigar una sospecha razonablemente fundada sobre un posible encubrimiento. ¿Pero es eso lo que ocurre?
¿Dónde queda el valor de sus propias palabras, aquello de que “es justo pedir perdón y apoyar con todas las fuerzas a las víctimas, al mismo tiempo que hemos de empeñarnos para que no se vuelva a repetir” que con tanto énfasis planteó en su discurso en La Moneda? ¿Cuánto se sostiene dicho discurso si, llegado el minuto crítico, se les concede pleno oído a los acusados de encubrimiento mientras se les niega la palabra a las víctimas?
Cristo entendía muy bien la diferencia entre el dicho y el hecho. Desnudó la inconsecuencia de los fariseos, que predicaban la palabra con un apego fanático a la letra de la ley mientras con sus acciones desconocían el espíritu de la misma. “Sepulcros blanqueados” los bautizó, de limpia e inmaculada apariencia blanca pero por dentro llenos de pobredumbre.
E incluso dedicó más de alguna parábola para enfatizar el punto, como aquella en que el padre manda a sus dos hijos a trabajar a la viña. Uno dijo que iría pero finalmente no fue, mientras que el otro dijo que no quería ir, pero luego se arrepintió y fue. En definitiva ¿cuál de los dos hijos hizo la voluntad del padre?
Son los actos, no los discursos los que evidencia si se está o no en sintonía con la voluntad de Dios. No por nada la inspirada frase de Alberto Hurtado dice ¿qué haría Cristo en mi lugar? y no simplemente ¿qué diría Cristo en mi lugar?
Cuando la feligresía comience a notar ese cambio en sus autoridades, anteponiendo el actuar cristiano mucho antes que le mero discurso pastoral, como una práctica consistente en sacerdotes, obispos, cardenales y hasta en el mismísimo Papa, tal vez en dicho minuto la iglesia católica volverá a erigirse en un verdadero modelo a seguir. Pero por ahora continúa al debe en una sociedad que requiere más que nunca de buena orientación y guía moral en las acciones, no sólo en el discurso. Por lo que no debe extrañar que el éxodo de fieles posiblemente continuará masificándose.