En los primeros días de enero la peste de los despidos llegó a la bonaerense Azul. Desde hace dos años y en todo el país nos venimos chocando cada día con esa patada que pega individual y colectivamente en el cuerpo y el alma de millones. Una patada en el culo pero que es tramitada por los funcionarios de maneras innovadoramente perversas, quizá ni siquiera imaginadas por el director de cine francés Laurent Cantet, en cuya obra de hace dos décadas pudimos observar y sentir la molotov de disgregación que es un despido más allá de una manifestación, más allá de la protesta, de la repentina incapacidad de mantener a una familia, de verse obligado cada uno a repensar su vida y sus ideas y sus límites. En las redes se pudo ver un video de una funcionaria del Senasa coucheando gerentes para suspender obreros y luego intimarlos y luego tener las excusas para echarlos “por el uso abusivo del celular, porque no es ético”. Pero, salvo contadas excepciones, nadie pone la cara para echar gente: o bien hay policías con listas en las que si uno no está significa que ya no tiene trabajo, o bien se pasa el dedo o la tarjeta magnética para fichar y si la luz verde no se enciende o la tarjeta está descargada, eso también significa despido. Siempre el procedimiento es controlado por policías, como si en el hecho de ser un desocupado ya latiese lo que van a combatir. No narcos peligrosos, no delincuentes que asaltan o roban o asesinan: despedidos, jubilados, fotógrafos, sindicalistas, estudiantes. No hace falta mucho coraje para hacer ese trabajo.
En Fanazul, la terminal de Fabricaciones Militares de Azul, pese a haber dicho Marcos Peña a su paso por ahí, hace unos meses, que no estaban contemplados despidos, el 5 de enero hubo 219. La irradación de dolor y de falta de expectativas que producen en una ciudad pequeña una zozobra como el cierre de una fábrica que como todas las fábricas que cerraron tenía su zona de influencia, su radio de almacenes, estaciones de servicio, de changas, en fin, de mercado interno, sumada a la película de armamentismo irracional que estamos viendo, con el acento puesto en la represión, también y especialmente de gente que se queda sin trabajo, provocó protestas que salieron de Azul pero prácticamente no entraron en ninguna pantalla, porque sabemos que todas las pantallas trabajan para Macri.
En la agenda paralela de las redes el caso se pudo seguir con atención. La protesta fue fuerte y quién sabe qué ondas expansivas despierta hacia el interior de las fuerzas armadas –porque leído de otro modo este cierre es un desmantelamiento como otros–, como tampoco se sabe cómo repercute al día de hoy ahí, en ese lugar opaco siempre, el inentendible tratamiento que le está dando el Gobierno a la desaparición de un submarino ARA San Juan y sus 44 tripulantes. El PRO desconcierta, pero el desconcierto no dura mucho: tarde o temprano da paso a otra cosa.
Esta semana, de la puerta de la fábrica cerrada de Azul, provino otro video. Esta vez no hablaba de dolor. Todo lo contrario. Todo lo contrario no sólo al dolor, sino a este paradigma de seres encerrados, de patéticos creyentes en su supremacía, en este show de superioridad de clase. Hace ya un tiempo los obreros habían adoptado a Carola, una perra callejera. Negra, chiquita, joven. El video registraba el momento en el que después de unos días y con algo acomodado de su vida, al menos los sentimientos, que no es poco, uno de los despedidos iba a buscarla a la fábrica, donde había quedado entre policías tras los despidos.
Se veía al hombre de mediana edad llegar y no acercarse demasiado a la reja. “¡Carola! ¡Vení Carola, vamos a casa!”, le gritaba. Se veía un puntito negro agitarse entre las piernas de los policías y, al segundo grito, cómo la reja se abría y Carola era liberada, ella que estaba a salvo del despido y había quedado entre los uniformados, correr enloquecida de alegría hacia el hombre que la llamaba, cuya voz reconocía. Esa voz era su hogar.
Ese reencuentro entre un desocupado y la perra adoptada en la fábrica, que ahora es la perra de una casa triste pero con la capacidad de afecto intacta, esa escena que sin contexto dice menos y que en Azul habla más, nos recuerda que el paradigma de mundo en el que muchos creemos está íntimamente anclado en una lectura del mundo en el que lo animal y lo vegetal y lo mineral y lo humano están unidos por una lógica empática. Siempre seremos, en ese orden interno que nos indica lo que está bien y lo que está mal, los que iremos a buscar a la perra rescatada a la fábrica de la que nos echaron mientras, aunque pasen los siglos, ellos serán siempre los que tachen o incluyan nombres de sus eternas listas de dolor.