Por Alejandro “Pipi” Rosado,
baleado y atropellado por la Policía.
Ojalá esta foto pudiera describir todo eso que todavía no puedo, toda esa pesadilla que comenzó este lunes. Y no sé cuándo terminará. No fui «atacado», fui cazado salvajemente durante la razia que cubrió la reforma previsional. Yo cartoneo, desde los 16 años, porque vi en la recolección una salida ante la falta de empleo. Me gusta lo que hago y formo parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos, pero ese mediodía no estaba manifestándome junto al resto de mis compañeros. Necesitaba laburar y fui a buscar papel blanco por la 9 de Julio, pero cerca de las 13:30 me crucé con otro reciclador y nos dividimos las tareas: él se quedó con el carro en la Avenida Belgrano y yo seguí rumbo al Obelisco, sin imaginar que un ejército de uniformados me terminaría emboscando.
Aparecieron a los tiros, por todos lados, disparando a mansalva sobre una multitud que se dispersaba desesperada, mientras yo intentaba taparme la cara con una remera, para no ahogarme con los gases lacrimógenos. Salí corriendo, pero estaba aturdido por las detonaciones y dolorido por las balas de goma que me pegaron en la espalda, de modo que sólo avancé una cuadra. Cagado de miedo, me mandé por Hipólito Yrigoyen para intentar llegar a Tacuarí, donde siempre trabajan unos compas, pero ni bien doblé advertí que se venía la Policía. Y seguí rajando, cada vez más rápido, cada vez más asustado. Quise esconderme detrás de un tacho, pero no pude. Sentí que me pisaron el pie, me caí y me golpeé la cabeza…
Ahí me dispararon, a pocos metros, en el piso.
Y quedé inconsciente, varios segundos.
Cuando volví a tomar consciencia, el paisaje había cambiado. Me hallé rodeado por seis agentes de la Federal, con las costillas lastimadas y con la pierna izquierda quemada, desde la rodilla hasta casi el tobillo, por el caño de escape de una moto policial que me pasó por encima. Pero eso no era todo: me habían agujereado la panza, arriba del ombligo. Tenía una abertura del tamaño de una galletita, unos cinco centímetros de ancho y una profundidad que alcanzaba para que pudiera ver mi propia carne, mientras muchas personas les gritaban a los oficiales que me dejaran en paz. Y aun así, no bastó para que se compadecieran. Me destrozaron, me hicieron mierda.
Hoy, a pocas horas de la navidad y a varios días de la cacería oficial, todavía no puedo borrar la imagen de mi estómago perforado, atravesado, desangrándose. No exagero, ojalá, realmente pensé que me iba para arriba. Pues no conformes con lastimarme hasta más no poder, también intentaron obstaculizar el trabajo de los ambulancieros que me socorrieron. Y así, el calvario duró cerca de diez minutos, hasta que me trasladaron al Argerich. Pero inexplicablemente, cuando creía por fin estar a salvo, volvieron a tratarme como si fuera un delincuente. Muerto de sed, me hicieron morder un pedacito de gasa mojada, mientras me ataban con vendas las muñecas. Y en el trayecto o en el propio hospital, me robaron la mochila.
Al día siguiente, me descartaron, de una. Volví a mi casa con una pierna sin lavar, casi rostizada. Y horas después me volvieron a internar. Acá sigo, masticando la rabia, la impotencia y las felices fiestas. Porque sí, son días de mucha bronca, pero por momentos le agradezco a Dios que no me estén velando, porque en ese caso sería otra historia la que seguramente les estarían contando. Hoy, el dolor me impulsa a pedir justicia para que los responsables paguen por lo que me hicieron, a mí y a tantas personas que no tenemos micrófono, ni empleador, ni «fuerzas de seguridad». Todos lo vieron. Y si no, ahí tienen el video, para analizar esa realidad que sus medios recortan tan bien…
¿Fuerzas de Seguridad?
¿De seguridad para quién?
La Garganta Poderosa