Tenía 18 años y un embarazo complicado. Doloroso y cargado de riesgos. Mi médico luchó por evitar un aborto, pero al final terminó llevándome al hospital a punto de morir desangrada. Era finales de los años sesenta en un país conservador apegado a la iglesia como la manera más sólida de validar sus prejuicios, y las instituciones del Estado no se libraban de esa visión fundamentalista. Recuerdo muy bien la mirada de la enfermera que me recibió en la sala de emergencia: dura, inclemente, acusadora, cargada de desprecio… “¿te lo provocaste, jovencita?”. La rabia y la impotencia de la agresión en un momento tan crítico para una mujer como es perder un embarazo, es inimaginable. La imposibilidad de defenderse cuando estás más vulnerable que nunca y dependes de otros, de su atención profesional y objetiva, de su empatía, de su sensibilidad humana, se agolpa en la garganta impidiendo pronunciar palabra.
Recordé este episodio casi olvidado pensando en cuánta violencia enfrentan las mujeres en Guatemala y otros países de la región y el mundo, en todos los estadios que rodean su vida sexual y reproductiva. Víctimas de un sistema patriarcal tan inclemente y duro como la enfermera de mi historia, cualquier manifestación relacionada con su capacidad reproductiva es objeto de duda y desconfianza. Las mujeres somos sospechosas desde el nacimiento y, a pesar de cuánto hemos avanzado en la defensa de nuestros derechos, esa nube gris posada sobre nuestra cabeza permanece inalterable. Es así como miles de mujeres alrededor del mundo sufren condenas de prisión por haber abortado, no importando si la pérdida fue voluntaria o espontánea, porque la culpa se instala a priori sin mayor investigación.
Este castigo, injusto pero tolerado por amplios sectores de la sociedad, se aplica con especial saña contra las mujeres más pobres, aquellas cuya falta de información y acceso a los servicios de salud y educación las condenan al silencio y a la resignación. Para ellas hay violencia incluso cuando dan a luz, porque ese procedimiento se realiza en las condiciones sanitarias menos apropiadas, enfrentando en cada parto un peligro de muerte. El Estado, cuya obligación es proporcionarles una atención digna y adecuada, está ausente para la mayor parte de ese sector de escasos recursos y, por ende, condenado a embarazos y partos de alto riesgo.
La actitud de desconfianza está también firmemente instalada en el momento de denunciar una violación sexual, favoreciendo la impunidad de quienes cometen este vil crimen contra niñas, niños y mujeres adultas. Considerada por algunos como “una falta” cometida bajo la influencia del alcohol, las drogas o el “entusiasmo del grupo”, la violación sexual representa una de las mayores amenazas contra la integridad física y psicológica de millones de mujeres alrededor del mundo. Sin embargo es a ellas a quienes se les exige revivir el episodio una y otra vez, ilustrando los detalles de su dramática experiencia frente a policías, investigadores y juzgadores insensibilizados por un sistema permisivo y machista.
Los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres han sido ignorados de manera deliberada por aquellos Estados sometidos a las presiones de la iglesia, pero sobre todo aliado de un sistema político y económico que mantiene a la población en la ignorancia, desinformada y sumisa con el fin de impedirle alcanzar el empoderamiento ciudadano indispensable para exigir el respeto de todos sus derechos. En este escenario, las mujeres enfrentan la doble tarea de romper los estigmas y demandar justicia.