Adportas de una segunda vuelta electoral en Chile, donde ambos candidatos, uno más que otro, han caído en una suerte de disputa de ofertones para conquistar la voluntad popular, estamos convocados a votar, ejercicio democrático que nos hemos ganado no sin dificultades.
Con todas sus limitaciones, votar es un acto inherente a la democracia. En el pasado, el voto era una obligación limitada a quienes se encontraban inscritos en los registros electorales. Hoy, automáticamente estamos habilitados desde que cumplimos nuestra mayoría de edad, y el acto de votar se ha convertido en una acción voluntaria.
Algunos responsabilizan los altos niveles de abstención que se han registrado en las últimas elecciones a la voluntariedad del voto, postulando que debe ser obligatorio en razón de nuestra condición de ciudadanos, y que como tales es nuestro derecho y nuestro deber votar. Tengo mis dudas porque no le encuentro mayor sentido forzarnos a hacerlo. Más sentido encuentro que el sistema político sea capaz de bajar los niveles de abstención por su capacidad para atraer a los votantes con propuestas creíbles y responsables.
Por parte nuestra, no es admisible no votar por flojera, indiferencia o porque “da lo mismo”, o porque “todos son iguales”, o porque “mi vida no va a cambiar”, mal que mal deberemos seguir trabajando. La validez de estos argumentos es relativa. No da lo mismo el curso de acción que tome el país. Las políticas que se apliquen benefician más a uno que a otros, y por tanto no nos puede ser indiferente. Una sociedad que se guía por una competencia extrema, en contextos oligopólicos, no es la misma que aquella en el que las actividades se desenvuelven en mercados con muchos productores de bienes y servicios sin capacidad para impedir el ingreso de otros.
No todos son iguales. Debemos ser capaces de distinguir a unos de otros. No podemos meter a todos en el mismo saco. Esto vale no solo para los políticos, sino que también para los empresarios, los trabajadores, o los miembros de las FFAA y carabineros.
No podemos pretender que nuestro voto apunte tan solo a nuestro propio beneficio. Sí debemos pretender a que con nuestra opción y la de todos nuestros conciudadanos contribuyamos a elegir a quienes conducen nuestro país para hacer de él un mejor espacio para una sana convivencia, donde nuestra calidad de vida nos haga sentirnos bien. De eso se trata. Donde podamos mirarnos a los ojos de igual a igual, conversar y discutir civilizadamente, confiarnos mutuamente.
Votando, el día después volveremos a trabajar como siempre, pero con la cabeza en alto, confiando en que el destino del país en que vivimos sea un mejor país.