Necesitamos revisar nuestras creencias más básicas si queremos dejar de comportarnos como esclavos de los poderosos, de quienes robaron y siguen robando lo que nos pertenece a todos, para pasar a reclamar lo que es nuestro.
Es temprano en el Parque Punta de Vacas. Estoy sola tomando un reconfortante desayuno. Agradezco poder tomarlo y, al hacerlo, comprendo por un instante cuántas personas han trabajado, a lo largo de la historia y en este tiempo, para que yo pueda tomar este rico café con pan y aguacate.
Cuántas generaciones -me digo- han puesto sus mejores intenciones y su esfuerzo para que hoy yo esté resguardada en un lugar donde el clima es inclemente; para que pueda sentarme en una silla, ante una mesa, utilizando un plato y una taza, bebiendo un líquido que ha sido calentado con un mínimo ejercicio de mi mano después de que tomara el agua que sale de un grifo sin que haya habido esfuerzo alguno por mi parte… Cuántos kilómetros han recorrido este café y este aguacate, cuántos descubrimientos hicieron nuestros antepasados para descubrir los beneficios de estos alimentos, cuantas horas invertidas para que circulen por todo el planeta… Entonces, un gran agradecimiento me invade.
Y, por asociación, me llega el recuerdo de una tarde en Guinea Ecuatorial. Volvíamos de la playa y cruzábamos entre dos cafetales. Salté una pequeña pared para tomar alguno de sus frutos mientras uno de mis amigos me gritaba, totalmente alterado, que saliera, que estaba prohibido entrar. Era evidente que se trataba de fincas abandonadas décadas atrás, pero mi amigo tenía tan incorporado el discurso de quienes le habían robado sus tierras que éstos seguían ejerciendo su poder a miles de kilómetros y muchos de ellos ya muertos.
Cómo operan los sistemas de creencias que dirigen nuestras conductas sin que nos demos cuenta, me repito.
Cómo es este sistema de creencias que hace que no valoremos en su justa medida todos los beneficios que tenemos, los avances, las comodidades…
Cómo es este sistema que se nos impone para que pensemos como esclavos, haciendo nuestro el discurso de los poderosos, de quienes nos arrebataron y arrebatan lo que es de todos.
Cómo sigue operando el mito milenario que nos convenció de que es el empleo esclavizante lo que nos da dignidad.
Cómo operan las creencias que no nos permite ver que esta riqueza, cada día mayor y suficiente para que toda la humanidad pueda vivir en condiciones de vida digna, es fruto del trabajo de las miles de generaciones que nos precedieron y de toda la población que habita el planeta hoy… y no de unos cuantos que roban al resto.
Vuelvo a mi desayuno y divago luego sobre la ventaja que hoy tenemos de estar interconectados, algo que ha permitido que productos como el café o el aguacate lleguen a estas tierras secas. Ello me habla de la posibilidad real de que las personas podamos circular libremente en un mundo sin frontera pero… esto me lleva a otro aspecto del mundo al que muchos aspiramos y de otra creencia a cuestionar y vuelvo al tema en el que estaba.
Termino el desayuno y me doy cuenta que es veintiocho de diciembre, día en que en muchos países se celebra el Día de los Santos Inocentes, y me digo ¡Qué mayor inocentada que hacernos creer que la riqueza actual es de unos pocos; que no es posible –por ejemplo- una renta incondicional y suficiente para cada habitante de este planeta; y lo que es peor, que este mundo que cuenta con tan increíbles avances gracias a la intencionalidad humana y al trabajo de todos, no puede cambiarse!
Entonces, levanto la voz y grito sin saber si alguien escucha: ¡Despertemos, inocentes!*
*Inocente: término utilizado en el sentido de creer algo que no es real.