En las pasadas elecciones catalanas se alcanzó el 82% de participación, algo nunca visto en la historia reciente de la democracia. Desde 1980 la participación había revoloteado alrededor del 60%, exceptuando las de 2015 en las que fue del 75%. Teniendo en cuenta que los sociólogos afirman que hay entre un 10 y un 15 % de la población que nunca vota, bien por situaciones del momento, bien porque nunca ha tenido la intención de hacerlo, esta participación del 82% parece una cifra límite o muy cercana. Se podría decir que ya han votado casi todos los catalanes que podían hacerlo. Un 7 u 8% más de participación sería extremadamente difícil de conseguir y, además, no cambiaría sustancialmente las proporciones de voto a cada partido, a pesar de que todos sueñan con mayorías silenciosas que no han votado y que, de repente, se vuelcan abrumadoramente con “su” opción… por supuesto. Pero tal cosa no suele ocurrir.
De hecho, haber llegado a tal límite de participación en Catalunya tampoco ha cambiado sustancialmente el panorama político, punto arriba, punto abajo, a pesar de los sueños húmedos de los políticos con mayorías que no aparecen. Los partidos pro independencia siguen teniendo mayoría absoluta de diputados (aunque hayan perdido un pequeño 1% del voto) gracias a su mayor implantación territorial y a que el número de diputados no es proporcional a los votos y prima las zonas rurales. Los partidos contrarios a la independencia siguen teniendo mayoría de votos pero no de diputados, han aumentado un pequeño 1% gracias a la enorme participación pero no pueden formar gobierno porque el número de diputados no les da ni de lejos. La nueva derecha españolista de Catalunya (Ciutadans) es el partido más votado y que, por tanto, ha ganado las elecciones (un claro ejemplo de que cuando fuerzas algo hacia un fin produces lo contrario), pero ha sido una victoria inútil ya que no suma para gobernar, por lo que seguirá siendo el principal partido de la oposición, mientras que las nuevas izquierdas están fuera de juego en medio del dualismo nacionalista, ya que éste no es su tema.
Los dos bloques enfrentados han llegado a su techo de voto. Catalunya ha llegado a sus límites. La población no da para más porque ya no hay nadie más a quien movilizar. Pero la participación no es el único límite que se ha tocado.
Las narrativas nacionales, tanto unas como otras, tampoco dan más de sí. Ya han arrastrado a todo ser viviente al que podían arrastrar a su lado del río nacional, polarizando a todo el mundo, enfrentando a todos y poniendo sus argumentos patrios como únicos posibles y como único asunto vital para el futuro de toda la población, e incluso del mundo entero. Los grandes temores lanzados por cada una de esas narrativas fantasiosas, y que hay que tener sólo en caso de que ganen los contrarios, por supuesto, han llegado a sus límites y ya casi no se les ocurre ninguna desgracia ni catástrofe más con la que amenazar a la gente, en caso de que pierdan “los nuestros”. Los insultos y la degradación del contrario han llegado también a grados extremos y ya quedan pocas cosas peores que se puedan decir de los contrarios, sobre todo en redes sociales, que permiten explayarse mucho más. Igualmente, la fantasía de un mundo feliz y perfecto en caso de victoria propia, “of course”, también ha llegado a provocar niveles de éxtasis social nunca vistos, de la misma forma que se ha llegado al vaciamiento total y absoluto de las palabras más grandilocuentes (como libertad o democracia) que ya no significan nada y se usan por unos y otros para señalar una cosa y su contraria a la vez. El fervor nacional y la devoción a los colores de una tela, la de uno obviamente, ha llegado a rozar la experiencia religiosa, pero en forma de fanatismo irracional y de completa hipnosis colectiva, experiencia que impide ver más allá del péndulo patrio que se balancea ante el creyente y que causa el conocido soñar-despierto de todo hipnotizado. Hagan la prueba: intenten preguntar algo a un convencido sobre su mito nacional e intenten, con suavidad, variar un poquito solamente el punto de vista que les dé sobre el tema y observen las reacciones.
Catalunya se encuentra enfrentada a sus límites, unos límites que ella misma se ha creado, igual que se crean las fronteras nacionales que diferencian y limitan. Ya no se puede avanzar más por la vía nacional. La estrategia de las patrias enfrentadas, como si una fuera incompatible con la otra, ya no da para más, ya no puede movilizar a más población porque ya no queda nadie. Ya ha polarizado a todos, ya ha tocado a todos con su hipnosis de colores. Ya no quedan argumentos, ni discursos, ni amenazas que añadir. Pueden aparecer nuevas cáscaras discursivas gracias a la creatividad de los expertos en mercadotecnia, pero al poco se verán que son lo mismo de siempre, es decir, formas vacías. Catalunya seguirá en este encadenamiento por un tiempo, seguirá en este callejón oscuro y sin salida donde creemos correr hacia adelante mientras repetimos una y otra vez lo mismo. Un callejón en el que corremos sin saber de qué estamos huyendo y en el que seguiremos corriendo mientras no encontremos un recodo para reflexionar sobre la dirección de nuestras acciones como conjunto.
¿Quién podrá encontrar el camino del medio? ¿Quién podrá elaborar un relato integrador, una propuesta que supere el encadenamiento a las diferencias y nos haga salir del callejón? ¿Desde dónde se podrá construir algo superador de estos límites? No será, por cierto, desde los valores de la prehistoria humana, desde los valores de la violencia, la revancha, el odio, la degradación o el resentimiento. No será desde los valores de un sistema caduco ni desde una visión dualista donde existen los contrarios, como si nuestros propios vecinos, amigos y familiares pudiesen etiquetarse sin más de contrarios. No será desde la visión zoológica del ganador-perdedor, del vencedor y del vencido, ni tampoco desde una mirada binaria de realidades excluyentes donde no hay opciones, donde no hay margen para la flexibilidad ni para ponerse en el punto de vista de los demás. No saltaremos los límites mirando únicamente nuestro ombligo ni nuestros intereses. El “para-mí” no nos permitirá salir del callejón porque el “para-mí” es lo que nos ha llevado a este encierro.