Jordi Arcarons, Daniel Raventós, Lluís Torrens
Al trabajo remunerado se le atribuyen muchas virtudes de las que solamente destacaremos unas pocas: crea autoestima, fortalece las relaciones sociales y… dignifica. Quien así argumenta, no se refiere al trabajo “en general”, que evidentemente incluye actividades instrumentales y autotélicas, ni a otros tipos de trabajo no remunerados como el voluntario o militante y el reproductivo, también llamado doméstico o de cuidado de otras personas. No, se refieren al trabajo remunerado. Esta forma de considerar como merecedor de tantas virtudes al trabajo remunerado es por lo menos sorprendente.
El trabajo asalariado, siempre que se pregunte a los propios trabajadores y trabajadoras, no a un profesor o profesora universitarios, en contadas ocasiones es autotélico, es decir, para utilizar la definición corta y clara de Antoni Domènech: “el proceso es lo que cuenta; el propio camino es el objetivo”. Una reciente encuesta en el Reino Unido mostraba que el 37% de los trabajadores consideraba que su trabajo no tenía el menor sentido. En otra encuesta en Estados Unidos, entre 12.000 profesionales, incluso muy bien pagados, la mitad consideraba que su trabajo no tenía sentido alguno. El trabajo asalariado es en la mayoría de los casos completamente instrumental (lo contrario de autotélico), es decir, un medio para otro fin: alojamiento, comida, ropa, diversión… No es la propia actividad la que cuenta, es la instrumentalidad para conseguir otra cosa que podemos simplificar como “poder vivir”. Observemos que, al contrario, sería muy difícil entender el trabajo voluntario si no tuviera ese carácter autotélico. Si la gente lo realiza es porque “el propio camino es el objetivo”.
Hay que ser un genio del humor como Pepe Rubianes para desmontar en pocas frases de una forma contundente con palabras muy divertidas aunque no tan amables como las que estamos utilizando aquí lo de la “dignidad” del trabajo. Otros genios aunque de un tipo muy diferente al de Pepe Rubianes, lo decían de forma más comedida: [el carácter extraño del trabajo asalariado] “se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo”. Era Marx que lo escribía en los Manuscritos de economía y filosofía. Y es que el viejo republicano Marx, como su maestro Aristóteles, consideraba que el trabajo asalariado era “esclavismo a tiempo parcial”.
Marx era un buen conocedor de los clásicos y del derecho romano. El derecho civil romano hacía entre dos tipos de contrato de trabajo una gran distinción: la locatio conductio opera y la locatio conductio operarum. El primero era un contrato de obras por el que un particular contrataba a otro (por ejemplo, un orfebre o un curtidor o un tintorero) para que hiciera una obra que especificaba el contrato. El segundo era un contrato de servicios por el que un particular contrataba a otro para que, durante un determinado tiempo, le hiciera los trabajos que quisiera encomendarle. Este segundo tipo de contrato era considerado republicanamente indigno porque ponía en cuestión la propia libertad. Al primer tipo de contrato se le otorga toda la dignidad, puesto que a través de él un hombre (ahora diríamos persona u hombre y mujer) libre ofrece a otro hombre libre el servicio que proporciona una calificación determinada (la propia de un orfebre, o de un tintorero, o de un curtidor). Si la locatio conductio operarum es considerado un contrato indigno de hombres libres es porque un particular se hace dependiente de otro particular, con lo que es la propia libertad la que pasa a estar en juego. El poner a disposición de otro particular la fuerza de trabajo para lo que éste quisiera disponer significaba incurrir en una situación de dependencia con respecto a otro. Esta disponibilidad general de su fuerza de trabajo y el salario por ello cobrado “es un título de servidumbre”, dirá el republicano oligárquico Cicerón en Los oficios. La continuidad republicana que también encontramos en John Locke (para muchos y aunque parezca increíble ¡un padre del liberalismo!) cuando afirmaba que “un hombre libre se hace siervo de otro vendiéndole, por un cierto tiempo, el servicio que se compromete a hacer a cambio del salario que va a recibir”.
¿El trabajo asalariado dignifica? El trabajo remunerado no tiene ningún sentido para una buena parte de los que lo sufren, cuando se pregunta a los que efectivamente los realizan. Para quienes consideramos que la libertad republicana es una buena referencia para evaluar la libertad de la ciudadanía, siempre hemos considerado que lo que dignifica a la persona es tener la existencia material garantizada. Por este motivo entre otros, algunos defendemos la RB. Otros defienden el trabajo forzado y aún otros el trabajo garantizado. No ya en EEUU, sino ¡en el Reino de España!, la economía con más paro continuado de la OCDE en los últimos 35 años: pueden encontrarse partidarios aquí, no lo decimos en broma, porque hay quien este dato no hace inmutarse lo más mínimo. Sobre el trabajo garantizado ya hemos escrito varios artículos, no vale la pena volver a insistir porque la propuesta da para lo que da. Poco más. Algunos nos acusan muy pimpantemente de que defendiendo la RB claudicamos ante el neoliberalismo. Admitimos que no se trata de mala intención sino de pura ignorancia. Pero solo que conocieran aunque fuera de oídas la evolución histórica de la concepción republicana de la libertad, de la que Marx fue uno de los grandes representantes de su variante democrática, no repetirían constantemente estas bravuconadas que despiertan, en los momentos más piadosos, la conmiseración. Fue otro gran republicano, Maximilien Robespierre, que lo dejó escrito de forma insuperable: “¿Cuál es el primer fin de la sociedad? Mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de esos derechos? El de existir. La primera ley social es, pues, la que asegura a todos los miembros de la sociedad los medios de existir; todas las demás se subordinan a ésta; la propiedad no ha sido instituida, ni ha sido garantizada, sino para cimentar aquella ley; es por lo pronto para vivir que se tienen propiedades. Y no es verdad que la propiedad pueda jamás estar en oposición con la subsistencia de los hombres.”
Robespierre se refería a una concepción de la propiedad muy diferente a la que el liberalismo se apropió. El liberalismo hizo suya años después la definición célebre del jurista británico William Blackstone para el cual la propiedad privada era “el exclusivo y despótico dominio que un hombre exige sobre las cosas externas del mundo, con total exclusión del derecho de cualquier otro individuo en el universo”. ¡Eso sí que ha configurado el mundo de una forma determinada! Y sobre eso sería interesante quizás discutir, pero unos pobres claudicadores ante el neoliberalismo como nosotros ¡qué podríamos decir que ya no estuviera incluido en la sentencia condenatoria!