Este fin de semana, los catalanes han mostrado un modelo a imitar de lucha no-violenta.
No nací en Cataluña ni tampoco en España. Llevo poco más de dos décadas viviendo en Barcelona. En todo este tiempo nunca me sentí catalán ni español. De hecho, aunque reconozca la influencia del lugar donde nací y me crié, nunca consideré que ese lugar fuera mejor o peor que otros; simplemente una circunstancia que no he elegido. Sí elegí ser internacionalista, superador de las diferencias nacionales entre las personas, un creyente en la Nación Humana Universal.
Sin embargo, este fin de semana algo cambió. No era la primera vez que me enorgullecía de los catalanes; ya me pasó durante las manifestaciones contra la guerra de Irak, en 2003; más adelante fue el 15M, en el 2011. Muy recientemente, hace apenas un mes, me alegró mucho la respuesta popular al terrible atentado en las Ramblas de Barcelona. La gente de esta hermosa ciudad reaccionó pidiendo paz, comprensión y convivencia; no destilaba odio sino tristeza y el genuino deseo de un mundo en que estas cosas no volvieran a pasar nunca más.
Este fin de semana la ciudadanía catalana estaba convocada para participar en un referéndum de autodeterminación. El gobierno español había hecho todo lo posible por evitarlo, pero no había sido suficiente. Ahora su amenaza era precintar los colegios electorales para impedir la votación. El viernes pasado, por la mañana, un mensaje comenzó a circular en los grupos de padres del colegio: se organizarían actividades durante todo el fin de semana, para evitar que los colegios se cerraran y se pudiera votar, tal como la inmensa mayoría de la población quería. Ese día por la tarde, una vez acabadas las clases, algunos padres comenzaron a llegar. Muchos venían con un saco de dormir, para pasar la noche en el colegio. El sábado se organizaron actividades lúdicas desde la mañana; aunque era un acto de resistencia democrática, el ambiente era festivo. Mientras tanto, los vecinos traían comida, bebida, café, y los niños jugaban en el patio que tan bien conocían. Por la noche, algunos padres se fueron a descansar a sus casas, para venir a las 5 de la mañana del domingo; mientras, otros iban a quedarse a pernoctar nuevamente.
El domingo amaneció lluvioso pero eso no impidió que muy pronto el colegio se llenara de gente. Las urnas, papeletas y sobres habían llegado a tiempo, pese a que los miles de policías desplegados en Cataluña llevaban semanas buscándolas infructuosamente. Además, para facilitar la votación, el gobierno catalán avisó que habría un censo único, con lo cual se podría votar en cualquier mesa, aprovechándose de las tecnologías modernas.
Era extraordinario ver a la gente en plena actividad, con un entusiasmo y una alegría desbordante, organizando la votación o haciendo una cola de horas, bajo la lluvia, sin perder en ningún momento el buen tono. Era una gran fiesta, aunque cuando pasaba algún furgón de la policía o la guardia civil todos temblaban. Hubo suerte, en ese colegio no hubo incidentes.
Hay quien dice que el proceso independentista está provocando la división de la población catalana. Yo de momento he percibido mucha tolerancia para quienes piensan distinto, y desde que comenzó la represión fuerte del Estado español, el 20 de septiembre, creo que se ha fortalecido mucho la cohesión social. Finalmente, desde este fin de semana, los catalanes se han ganado todo el derecho a decidir su futuro libremente. Mientras un gobierno cavernícola usaba los peores métodos para impedir una pacífica votación, los catalanes dieron una lección de no-violencia. Está claro que quien usa la fuerza bruta es porque no sabe usar su cerebro; los catalanes han usado el cerebro y el corazón, que unidos a una acción coherente han producido la más fuerte de las consecuencias. Parafraseando a JFK, hoy puedo decir con orgullo “sóc un català”.