No sólo los humildes de nuestro país, sino los demócratas del mundo entero reconocen en Allende al líder que se propuso transformar a la sociedad chilena por medios pacíficos y respeto a las libertades públicas.
Fue triste y trágico el 11 de septiembre de 1973. Triste, porque Allende, el mejor de los nuestros, moría en La Moneda, acosado por la metralla de aviones y tanques chilenos. Hasta el último minuto de su vida defendía la república y ratificaba su promesa: “únicamente muerto impedirán que cumpla mi compromiso con el pueblo”. Trágico, porque con el golpe civil-militar se clausuraba abruptamente el ciclo de ascenso del movimiento popular, que alcanzaría su máxima expresión con el gobierno de la Unidad Popular.
Se inauguró así un periodo oscuro, que impuso el crimen de Estado y que, al mismo tiempo, decidió eliminar todos los derechos económicos, sociales y políticos, que el movimiento popular había conquistado durante largas décadas. Ello además quedó amarrado en la Constitución de 1980.
El gobierno de la Unidad Popular había instalado la esperanza de un mundo mejor. La nacionalización del cobre permitió recuperar los miles de millones de dólares que se llevaban al exterior las empresas transnacionales; la profundización de la reforma agraria hizo posible que campesinos y mapuches se beneficiaran de las tierras que trabajaban; el control público de la banca y de las empresas monopólicas quería terminar con la usura en el crédito y los precios injustos a los consumidores; las universidades ofrecieron educación a los obreros; y, el arte y la cultura alcanzaron alturas reconocidas internacionalmente. Se lo debemos a Salvador Allende.
Pero, sobre todo, durante los mil días de la Unidad Popular, obreros y campesinos pudieron hablar de igual a igual con los dueños del capital y desafiar a aquellos que por siglos habían usufructuado de la riqueza y el poder en nuestro país. Al mismo tiempo, en el área social de la economía, los trabajadores tuvieron el derecho de participar en la planificación de las actividades de sus empresas. Este fue un festín popular, un momento de felicidad inolvidable. Se lo debemos a Salvador Allende.
La figura de Allende está instalada en la memoria colectiva. Su consecuencia y valentía han trascendido las fronteras de Chile. No sólo los humildes de nuestro país, sino los demócratas del mundo entero reconocen en Allende al líder que se propuso transformar a la sociedad chilena por medios pacíficos y respeto a las libertades públicas. Su proyecto de construir una sociedad más igualitaria se conoce en los más diversos países y su nombre está presente en calles y plazas.
Se podrá discutir en torno a los errores del gobierno de la Unidad Popular. Pero, es indiscutible que Allende estuvo siempre del lado de los trabajadores y de las libertades de los chilenos. Los poderosos intereses internacionales y nacionales no aceptaron retroceder en el control de sus negocios, comprometiendo a los militares en la sucia tarea de restaurar la injusticia.
Con el golpe civil-militar se instaló el sistema político excluyente y el modelo económico de desigualdades que ha hecho retroceder a nuestro país en décadas. Hoy día, el Estado recibe sólo una parte de los beneficios de la explotación del cobre, y son miles de millones de dólares que remiten al exterior las transnacionales que recuperaron la explotación de las minas. Lo mismo sucede con el resto de los recursos mineros, así como con las aguas, la pesca y la explotación de los bosques.
Además, una limitada regulación de la banca y el comercio les aseguran a estas actividades utilidades inéditas, en detrimento de consumidores y pequeños empresarios. Por otra parte, la imposición del lucro en la educación, la salud y la previsión ha afectado seriamente el acceso de las capas medias y sectores populares a derechos sociales imprescindibles.
El derrocamiento de Salvador Allende y los crímenes de Estado golpearon duramente a las familias chilenas más modestas. Pero el golpe más brutal ha sido que la misma generación política que luchó en favor del proceso de transformaciones de la Unidad Popular, no ha sido capaz de modificar el régimen político de injusticias y el modelo de desigualdades que instaló el dictador Pinochet.
Todo indica que las anchas alamedas, para construir un país con justicia e igualdad, no se abrirán a corto plazo. Habrá que confiar en las generaciones venideras. Por ahora, estamos en deuda con Salvador Allende y nos hace falta su liderazgo.