Los economistas deben ocupar el lugar que les corresponde, subordinados a la política. Los políticos son elegidos por la ciudadanía para representarlos y los economistas son sus empleados. No puede ser al revés. Porque es la política la llamada a atender el conjunto de las demandas ciudadanas y cuidar el funcionamiento de las instituciones.
Al ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, le vino la pataleta. Se convirtió en opositor al gobierno porque no le gustó el rechazo del Comité de Ministros al proyecto minero portuario Dominga. Se concertó de mala manera con las otras autoridades económicas para poner en cuestión la institucionalidad medioambiental, desafiando abiertamente a la Presidenta. Su obsesión por el crecimiento y desprecio por el medio ambiente lo han conducido por mal camino.
Estuvo muy bien la Presidenta Bachelet al apoyar al Ministro de Medioambiente, Marcelo Mena, y mejor aún al explicar que la protección medioambiental y el crecimiento pueden caminar amistosamente. Bajó de su pedestal a Valdés, lo puso en su lugar, y le dio una lección de desarrollo económico.
La obsesión por el crecimiento de Valdés revela su fragilidad en materias económicas, porque debiera saber que un sano crecimiento se hace con equilibrios medioambientales y sociales. Ello es lo que permite que los países eviten tensiones sociales, cuiden sus recursos naturales y mejoren la distribución del ingreso. Así progresan los países.
Con Valdés, y sus socios, Micco y Céspedes, se ha repetido un fenómeno característico desde inicios de la transición. El indebido peso de los economistas en los gobiernos. Son los que mandan, controlan decisiones fundamentales y además se amarran con los grandes empresarios, en desmedro de la ciudadanía. Economistas que se han tomado el poder sin haber sido elegidos por el pueblo. Mala cosa. Ello desvirtúa la democracia.
Lamentablemente, en Chile se ha instalado la idea que las cuestiones económicas están en un lugar privilegiado en la agenda de los gobiernos. El poder del empresariado, y los medios que controlan, han ayudado a instalar esa idea y para ello los economistas son funcionales. Utilizando su disciplina han transformado la ideología en argumentaciones técnicas, con apariencia de neutralidad y como si no existiesen intereses particulares.
Entonces, los economistas del establishment han sido indispensables en el ejercicio del sistema neoliberal. Son instrumentos de legitimización política. Han sido perseverantes en instalar el discurso del libre mercado, con Estado reducido y neutral, apertura indiscriminada al mundo y políticas sociales focalizadas. Estos conceptos, y las políticas públicas que impulsan, se han convertido, además, en realidades inmutables, independientes de tiempo y lugar.
Así las cosas, los economistas son en la práctica un grupo político, de carácter suprapartidista. Pueden ser de derecha, de izquierda o centro, pero piensan lo mismo, escriben lo mismo, y se protegen mutuamente. Se forman en las mismas universidades norteamericanas, son profesores de esas universidades, trabajan en organismos multilaterales y prefieren hablar en inglés. Ello los convierte en una élite y, gracias a los sucesivos errores de los políticos chilenos, se han convertido en un círculo de poder dentro de la sociedad.
Los economistas deben ocupar el lugar que les corresponde, subordinados a la política. Los políticos son elegidos por la ciudadanía para representarlos y los economistas son sus empleados. No puede ser al revés. Porque es la política la llamada a atender el conjunto de las demandas ciudadanas y cuidar el funcionamiento de las instituciones. Y esas demandas son multifacéticas: económicas, sociales, medioambientales, regionales. No son sólo económicas y menos reducidas al crecimiento.
La Presidenta ha actuado correctamente: el ministro de Hacienda es su subordinado; no se manda solo. Y también ha destacado con propiedad que el énfasis exclusivo en el crecimiento es equivocado. En efecto, lo que corresponde es encontrar un adecuado equilibrio entre el crecimiento y la protección medioambiental, entre el crecimiento y los derechos sociales. Ese equilibrio se alcanza en el ámbito de la política y no de la tecnocracia económica.