Una palabra que dice mucho

¿Se dieron cuenta? De ahora en más decimos “el insumiso tal, la diputada insumisa tal”. Hay gente que se me presenta como “soy tal, un insumiso de tal parte o de tal otra”. En suma, se dice, y nos decimos, “insumiso” igual que si nos dijéramos republicanos en el sentido amplio de la palabra. El adjetivo se convirtió en una caracterización política, sin que asuste. Podría decirse que es bastante normal después de una elección en que el vocablo tuvo una buena subsistencia al lado de un candidato que lo hizo su bandera. Pero observo que salta a la vista una diferencia. El término insumiso describe a la vez un compromiso político y una manera de ser personal. Y esto es verdad: el insumiso hace una elección política como prolongación de una manera personal de enfrentar la vida. Ese enraizamiento íntimo del compromiso no es un hecho político ordinario.

Guardo esta situación en la lista de logros de nuestra acción. Exactamente como cuando escuchaba a la gente aplaudir en el momento que yo decía: “estamos unidos por un programa mucho más que por la persona de su candidato”. Hoy, transformada en una palabra común, insumiso introduce en su uso toda la profundidad de su significado. ¿Qué es un insumiso? Un ser que rechaza toda subordinación a condiciones de trabajo difíciles. ¿Qué es una persona sometida? Alguien que se emplaza bajo una supremacía impuesta. Librarse de ello es emanciparse.

Vean cómo en pocas líneas, por el simple uso de una definición, se convocan palabras fundamentales cuyo sentido se sitúa en el cruce de los comportamientos individuales y de nuestro programa político. ¿Sujeto o parte activa? ¿Dominación o emancipación? Dicho de otro modo: sujeto o ciudadano, dominado o independiente. Estos roles pertenecen a todas las épocas. La rebelión de Espartaco aún está vigente.

Sí, la insumisión individual es el primer acto de una lucha emancipadora colectiva. Es el móvil individual más íntimamente anclado. ¡Su alcance es tan amplio! Porque, ¿qué es la emancipación? La historia de las palabras nos lo enseña en un discurso extenso. La palabra viene del latín ex mancipium. Salir del mancipium. El mancipium era el poder absoluto acordado al padre de familia sobre su mujer y sus hijos. En esa época, el “emancipado es la persona que llega a la edad en que ya no está sometida a ese poder. Igual que el esclavo cuando se lo libera, la persona se convierte en su propio amo.

Allí se dirige el insumiso. En todos los campos. Esto tiene que ver con la vida en la ciudad, la vida de su cuerpo y la de su espíritu. Tiene que ver con las libertades públicas, el derecho a disponer de sí frente a la concepción o frente a la muerte, el derecho a pensar libremente contra los prejuicios y las ideas dominantes. Y el derecho a expresarlo.

La regla y la insumisión

Para los observadores despreocupados, el insumiso, hombre o mujer, es una persona tentada por el rechazo a toda regla, en desacuerdo con todo orden social y con todas las normas. Para ellos la insumisión es peligrosa porque es a la vez incontrolable y sobre todo nunca puede satisfacerse. Desentrañar las motivaciones de estos dadores de lecciones incita a bromear al respecto, ¿no? Pero renuncio. Prefiero ir de lleno al desmentido.

Rechazar una regla, una norma, una ley, no es ciertamente rechazar toda regla en general ni toda ley o norma. De cierta manera, es todo lo contrario. Nos habrán tomado por otros. Los liberales son los que piensan que la libertad nace cuando se retiran las reglas. Para ellos se constata la libertad cuando los mecanismos espontáneos que animan la realidad ya no son deformados o impedidos por las interferencias externas. ¿La mano invisible del mercado acaso no debe estar totalmente libre de sus movimientos? Esta visión estrechísima del mundo acuerda a nuestro egoísmo individual el rol de benefactor de la humanidad. Y finalmente, el interés general debe ser la suma de los intereses particulares. Y esto, sea que se trate de nuestras pulsiones o de la circulación de mercaderías. A nuestros ojos, esta libertad le abre directamente la puerta a la ley del más fuerte. Es el famoso zorro libre en el gallinero libre. Por nuestra parte, creemos, al contrario, que la libertad no existe fuera de las reglas que organizan su ejercicio y por lo tanto la hacen posible. Es por esto que estamos tan alertas al origen de las reglas y a su contenido.

Por consiguiente, para nosotros, la libertad para evaluar una regla es la más preciada de todas. Es la base de nuestro consentimiento a la norma. El mensaje de la insumisión funciona como una suerte de adagio: “¿Cómo podría aceptar algo que no tengo derecho a contradecir?”

El insumiso no es en ningún caso un nihilista. No siempre rechaza toda regla. Sabe que la regla es la manera de concretar una libertad. Entonces está presto a participar en su elaboración, a componerla e incluso a dejar que se ejercite una regla si es la ley, aunque la desapruebe. Pero aquí pone dos condiciones. Primero, que la decisión se tome colectivamente después de una deliberación de pros y contras y no de una sola voz. Enseguida, que la libertad de oponerse a una decisión no se extinga jamás.

La extensión del campo de la insumisión

En el orden político es lo que sucede cuando se emite el sufragio. El voto está abierto a todos. Está precedido por un debate de pros y contras. Por cierto, el modo de decisión es arbitrario puesto que se decreta que 51 tienen la última palabra sobre los 49 restantes. Pero el voto no produce otra cosa que la decisión tomada. No obliga a cambiar de convicción. Se acepta el resultado del voto, pero nadie nos puede obligar a cambiar de punto de vista. Y esto, incluso cuando se aplica la decisión porque es la ley votada por la mayoría.

En la vida que concierne al espíritu la cosa es más simple. En todo momento podemos poner en duda nuestras decisiones porque hayamos aprendido algo que modifica nuestra mirada o porque tuvimos una experiencia que contradijo nuestras certezas. Sin exagerar, podemos decir que la insumisión es el hilo conductor del proceso que hace de usted una persona única. Esto empieza temprano. Para poder convertirse en persona, el niño debe asimilar reglas de comportamiento que no se le permite contradecir o ignorar. Estas le permitirán situarse en el mundo que lo antecede. Hasta el punto en que al comenzar a decir “no”, a menudo a todo, esta joven persona comienza a existir como sujeto de la relación con los otros. La salida del mancipium es una historia íntima y política. Pero todo comienza por la insumisión.

La insumisión no es solo un hecho político o social. Es también un acto del pensamiento cuando este busca ser soberano. Porque las fuerzas que frenan mi libertad pueden ser mucho más insidiosas que el garrote del tirano. Es decir, pueden lograr que nos olvidemos que fueron impuestas desde el exterior y que obran en mí sin mi aprobación formal. Las consiento solamente porque eso me parece evidente sin que lo haya reflexionado, sin haber evaluado si están bien fundadas. Así es la fuerza de los prejuicios, de los adiestramientos sociales, de las ideas y de los gustos dominantes.

Por ende, el estado de insumisión no interpela solamente el orden social o político sino también el sistema de ideas dominantes que justifican su poder. Es, tal vez, lo esencial. Porque vemos claramente cómo una autoridad política ilegítima gobierna mucho más fácilmente si pudo hacer que yo admita que está al servicio de lo que creo justo. El insumiso sabe que el dominador avanza siempre enmascarado. En el plano intelectual, la insumisión se opone al dominio sobre uno mismo de las ideas que no consintió libremente. No es necesario hacer un dibujo para representar el vínculo que unió la insumisión intelectual y política. Mejor que una disertación al respecto, vean esta gran evidencia: nosotros mismos, los insumisos. Nosotros, “en grupo, en liga, en procesión y luego solos para la ocasión” como cantaba Ferrat.

La insumisión es la libertad de conciencia

De este pequeño corrimiento de ideas se puede concluir otro punto muy importante. Rechazar las reglas ilegítimas y poner en cuarentena los prejuicios es hacer una limpieza doméstica verdaderamente fuerte. ¿Qué queda después de eso? Todo, porque no se puede vaciar la cabeza solo porque todo nos parezca sospechoso. Y, sin embargo, hay que vivir y entonces decidir permanentemente. Y pese a todo, lo hacemos. Aquí entra en escena una aptitud esencial, que es nuestro bien más preciado: la libertad de conciencia. Nos permite elegir nuestras herramientas para ordenar las posibles.

La libertad de conciencia es lo primero. Ella es la cabina del piloto desde la cual todo se evalúa: se trate de lo que es bueno para uno como para todos. Por lo demás, la libertad de conciencia es la única libertad a la que no se le puede imponer ningún límite. Aunque recluida bajo el cúmulo de adiestramientos, hasta embrutecida por las prédicas mediáticas, la pequeña luz se vuelve a encender a cada segundo. Es así porque hay que vivir y eso quiere decir elegir a cada gesto, de la mañana a la noche. La libertad de pensar es la condición de nuestra supervivencia cotidiana. Y también es válida cuando el espíritu aborda el campo de las ideas o el de las reglas que hay que respetar para actuar en casa o en la ciudad. La insumisión está directamente ligada al instinto de supervivencia. Para tomar cualquier buena decisión tengo que comenzar por reflexionar y poner en la balanza todas las posibilidades. Claro, en las situaciones ya vividas, por suerte que persiste la memoria de los gestos correctos. Pero ante cualquier situación nueva, frente a todas las paradojas que la vida corriente opone a nuestro primer movimiento, hay que reflexionar. Para tomar la decisión correcta, es necesario anticipar las consecuencias. Proyectarse implica desconectarse del instante, del lugar de la circunstancia particular. Es decir, no someterse a la dictadura del impulso incontrolado. El árbol de la vida y el del conocimiento tienen partes relacionadas. Nada nos puede impedir pensar, es decir, evaluar el sentido de nuestros actos. Y hasta en el dolor, el pensamiento puede mantenerse libre. “Y sin embargo gira” suspira Galileo, amordazado pero insumiso.

Una palabra que viene de lejos

Por consiguiente, la raíz de lo que somos nosotros, los “insumisos”, es mucho más profunda de lo que señala la aparición muy reciente de la fórmula “Francia insumisa” en mi campaña presidencial. Espero haberlo demostrado en este vuelo panorámico de las definiciones y de algunos campos de aplicación de la idea de insumisión. Muchos dudaban de ella. La sabían por instinto. Pero aún tengo que demostrar otra cosa: cómo es que el movimiento tan íntimamente anclado en nosotros rasgó los velos oscuros que enmascaraban la opresión de antaño. Puesto que no todo comenzó con nosotros. Me doy entonces el deber de demostrar cómo ella es nuestro hilo conductor en el desorden de los acontecimientos, así sea lo que nos alejemos en el tiempo. Luego, cada cual tendrá que detectarla y prolongarla en su propio campo. Esa es la misión de las millones de personas que de ahora en adelante asumen ser insumisas políticas.

Empecé a nombrar de lo que se trata cuando hablé de este “humanismo ecológico y social” que sería nuestra filosofía común. Para hacerlo breve, hablé de “nuevo humanismo”. De manera general, creo que estas palabras fueron aceptadas porque parecen ser evidentes para quienes proclaman “primero lo humano”. Tal vez porque resumen la idea de adherencia al desarrollo de la persona humana en una sociedad capitalista que poco toma en cuenta las necesidades materiales y culturales más elementales de los seres humanos.

Me voy a quedar en esta fórmula. Me gusta su simplicidad. Me gusta el plan de explicación que sugiere de inmediato mediante las dos interrogantes que plantea. La primera: ¿qué es el humanismo? La segunda: ¿qué es lo nuevo de nuestro humanismo?

Desde el fondo de los tiempos

Al proponernos pensarnos como una nueva era del humanismo, mi intención es situar el momento actual del pensamiento insumiso en la historia de las ideas. Quiero inscribirlo en el contexto extendido de los siglos que lo trajeron hasta nosotros. Porque el pensamiento crítico del movimiento obrero “socialista” tampoco surgió de la nada. Viene de siglos prolongados de reflexión sobre la vida de los seres humanos en sociedad, el sentido de la existencia individual, la legitimidad del poder y la de las reglas que se aplican a todos. Su contribución particular habrá sido la de mostrar cómo la injusticia y la desigualdad tienen sus causas en las relaciones sociales de producción e intercambio. Pero para que eso fuera posible, también hubo que heredar una tradición filosófica y política que le brindaran el gusto por el pensamiento crítico y los materiales de base para desarrollarlo.

En la historia reciente, es decir, desde hace tres o cuatro siglos, la posibilidad de pensar “diferente” fue muchas veces causa de luchas cuyo alcance excedía, por lejos, el objeto del litigio. Cuando interviene en las letras y el pensamiento europeo el Renacimiento, a partir del siglo XV en Italia, la reivindicación de un pensamiento distinto a los mandatos del discurso religioso y al orden social que sostiene es rápidamente un acto de combate político. El regreso de los textos de la antigüedad griega y romana fue un detonador. Las certezas petrificadas del universo político cultural cristiano ya habían quedado seriamente sacudidas por el contacto con los saberes conservados por los musulmanes enfrentados durante las cruzadas. Primero fue un regreso a las fuentes. Fue retomar el recorrido intelectual detenido a causa de la asfixia dogmática religiosa. Así pues, el Renacimiento fue el inicio del fin intelectual de la idea del ser humano por esencia pecador y corrupto. Su contribución más decisiva sería la de volver a situar en el centro a la persona humana y el desarrollo de sus aptitudes como finalidad de la organización social. Había que mostrar, también, la necesidad y los medios.

Por eso es que los primeros pasos del humanismo como visión del mundo son los de una lucha por el derecho a pensar por fuera del marco religioso. Aunque, como era previsible, ¡se transformó en un pensamiento contra ese marco religioso! En eso, desde el principio fue subversivo, por ende peligroso para el universo mental que pulverizaba y sobre todo para las instituciones que resultaban probadamente ilegítimas. Por lo tanto se lo reprimió cruelmente. Pero la ruptura fundacional del nuevo punto de vista nunca se pudo erradicar. Su dinámica nunca se agotó. Es que dispone de toda la fuerza impulsora de un punto de extrema importancia: los seres humanos son los únicos productores de su realidad. Una idea que es radicalmente nueva.

Resonó ni bien se la enunció. Por ejemplo, con el libro de Pico della Mirandola, De la dignidad del hombre (1487). Se hace un manifiesto de los textos fundadores de este período de la historia de las ideas. Los seres humanos, dice él, se distinguen de todas las demás creaturas en esto que ellos mismos definen lo que son y lo que deben hacer a partir de allí. Lo humano puede retrotraerse o progresar según cómo se talle a sí mismo según las conclusiones de sus razonamientos. Esta tesis enraíza la libertad de pensamiento consustancial a la existencia humana. No es por lo tanto una opción ideológica. Es una necesidad. Y de pronto, es el punto de vista contrario, el del dogma, el que se convierte en “ideológico”, es decir relativo, si bien pretendía ser absoluto.

El humanismo, al comenzar el recorrido hacia la emancipación intelectual, no podía dejar de concluir sobre la necesidad de la emancipación política. ¿Podría ser de otro modo mientras el poder político pretendía su legitimidad a partir de un orden divino por naturaleza indemostrable? Del humanismo filosófico surgió muy pronto un “humanismo cívico”. Este le confirió a la organización de la ciudad el deber de libre deliberación con respecto a sus instituciones. Los primeros textos de los libertinos franceses del siglo XVI concluyen rápido: “todo poder político que se diga de Dios es una impostura”. Antes que ellos, el quattrocento italiano ya había llegado a conclusiones republicanas ciertas, diversas, pero bien sostenidas. El concepto de “humanismo cívico” que reagrupa ese momento del pensamiento es sin duda discutido desde su invención, pero tiene el mérito de dar a conocer una ruptura en el orden del pensamiento político luego de un cambio filosófico.

Este cambio comienza por la insumisión intelectual. Para ella, toda norma es sospechosa hasta tanto su fundamento no se demuestre. La duda metódica como método de pensamiento también viene de lejos. A veces surge de donde menos se la espera. Lo ilustra la polémica sobre lo que es el “buen uso” de la lengua francesa, a comienzos del siglo XVII. La Mothe Levayer demuestra que no se puede decir cómo debemos hablar correctamente sin tener en cuenta a los que dictan esta norma. Porque no es neutra socialmente. ¿Podemos pensar libremente si la norma del uso de la lengua francesa está determinada por consideraciones que excluyen a ciertos locutores? Y si ese es el caso, ¿podemos decir que estamos en condiciones de pensar libremente? En suma, en todas las circunstancias, el ser humano razonando es el punto de donde parte el camino hacia la verdad. Esta ya no proviene de Dios ni de la dirección de conciencia de una clericatura. Pero el ejercicio de esta libertad de conciencia no puede disociarse jamás de las condiciones sociales en las que esta se ejerce.

¿Lo humano en su naturaleza?

De pronto, la centralidad del ser humano exige, primero, disponer de un pensamiento capaz de de ser libre. Esta liberación es un arte muy delicado. Dispone de su herramienta: la razón y su modo de empleo. La idea demorará en enunciarse claramente, con todas sus consecuencias antes de Descartes. Esta liquidación de las ideas tuvo consecuencias cuyo alcance sus autores no se imaginaban. Porque resultó de aquello una suerte de guerra evidente contra todo lo que viniera del interior del que piensa y pudiera perturbar la libertad de su deliberación. Pronto hubo que ordenar las pasiones y las pulsiones que se derivaron. ¡Son tan proclives a dominarnos! Y a menudo se nos imponen en contra de las recomendaciones que nos brinda la razón. Aquí, de cierta manera, la ascesis intelectual racionalista tomaría fácilmente la posta de las mortificaciones religiosas tradicionales. Una vez más, el espíritu debía dominar al cuerpo, es decir, mantenerse a distancia para que no se produzca lo inverso. Al empujar en el ser humano a combatir todo lo que lo ata a los determinismos que lo ligan a la naturaleza, se franquea rápidamente el paso que consiste en ver en esta naturaleza la fuente de todas las desregulaciones.

Se ha trazado un camino muy claro. Pero es exclusivo. Por la ciencia y la experiencia, que a-priori rechazan el dogma, conoceremos la verdad última, la de las leyes que organizan la vida de la naturaleza. En consecuencia lograremos dominar a la naturaleza. En estos primeros momentos del humanismo histórico, controlar y dominar a la naturaleza es inseparable de la idea de emancipación. El gran Descartes, lo resume así: el hombre que busca y encuentra por sí mismo, sin recurrir a una verdad revelada ni a la de los usos y costumbres, podrá “decirse amo y poseedor de la naturaleza”.

Las ciencias y la experimentación juegan entonces un papel importante. La elucidación de las causas y las observaciones meticulosas de los efectos producen una emancipación que nadie puede negar. Bayle, a propósito de la acción divina sobre el curso de los hechos, enuncia: “no hay nada más ridículo que disertar sobre las consecuencias de una causa que no existe”. Pero siempre y sistemáticamente se piensa en ella también como el dominio sobre la naturaleza. En el mejor de los casos esta se encarga pasivamente de entregar al pensamiento los ingredientes de su supervivencia material y de sus objetos de reflexión. La naturaleza aparece como un marco, un medio, un objeto de saber que debe conquistarse.

¿Existe la naturaleza?

Por cierto, esta descripción es un tanto exagerada. El humanismo naciente, como el de las Luces triunfales, no desconoce en forma tan radical la participación determinante del ser humano en la naturaleza y primero en él mismo, es decir, en su cuerpo. Acaso Spinoza no proclama: “el pensamiento será siempre mucho más que el cuerpo pensante pero nunca menos”. Por lo demás, la fuente filosófica de esta nueva manera de pensar no lo permitiría. Es gracias al contacto con los textos del materialismo antiguo que se da el renacimiento intelectual. Es cierto, Epicuro, Epícteto, Demócrito y algunos más abrieron el camino y el viaje pudo retomarse a partir de los pensamientos de ellos. Pero eso no basta.

Es que en toda hipótesis, el asunto de la naturaleza no tuvo la centralidad que se le dio en nuestra época. Sin duda, también, que nuestros padres fundadores temían demasiado ver que la naturaleza se pudiera convertir en una nueva instancia de normas y verdades trascendentes. Admitamos que el riesgo no es muy exagerado. Los impulsos místicos contemporáneos sobre la pacha mama la “tierra madre”, etc. lo atestiguan. Y lo digo aquí aún con reservas para significar que sé diferenciar entre la elucubración folklórica y la versión más elaborada de la pacha mama en tanto que globalidad del espacio tiempo. Pero admitamos que la naturaleza impone sus leyes sin ninguna discusión… ¿Hace falta entonces admitir que los microbios libres invaden nuestros organismos conforme a sus objetivos de supervivencia en el equilibrio general de la biósfera?

Sea como sea, el tema de la relación del hombre con la naturaleza es lo impensado o lo mal pensado del Humanismo histórico. No se le puede imputar más que a una rama de las corrientes políticas de la emancipación. El siglo XX propagó con éxito su hegemonía productivista. También sé hasta qué punto esta aserción puede contradecirse con los innumerables incisos de Karl Marx sobre la naturaleza como “cuerpo inorgánico del hombre” y sobre la capacidad del capitalismo de “agotar al hombre y la naturaleza”. Pero nadie reclamó esta parte de la herencia entre quienes después lo reivindicaron. Es lo que prueba el vínculo íntimo entre la estrategia social demócrata y la dinámica productivista del capitalismo; luego viene el del comunismo de Estado con el culto ciego al desarrollo de las fuerzas productivas.

Todo esto demuestra con qué límite interno se tuvo que enfrentar la toma de conciencia ecologista en épocas recientes. Debemos concluir que es gracias al arranque productivista del capitalismo, a su incapacidad intrínseca de asumir cualquier interés general humano, que pudimos ver que la cosa se tornaba ineludible. Es gracias a que todo el ecosistema compatible con la vida humana está amenazado de destrucción que pudo surgir el pensamiento sobre esta amenaza. Nos obliga a volver a visitar todas nuestras construcciones intelectuales. Y a poner a prueba nuestras herencias doctrinarias.

El hilo conductor

El hilo conductor que parte de los filósofos materialistas de la antigüedad, pasa por el “humanismo cívico” del siglo XVI, se prolonga en el ideal emancipador del socialismo histórico. Es convocado nuevamente para ayudar a pensar los desafíos de nuestros tiempos. El humanismo es anterior a la izquierda, que es un episodio de su historia. Es inocente de los crímenes del estalinismo y de la social democracia. Engloba todas las tradiciones emancipadoras allí donde los otros las excluyen enteramente o en parte. Pero una vez más, debe reformularse en su percepción de los impasses intelectuales de la civilización humana y en sus conclusiones políticas.

La fe ciega en la pretendida “ley del mercado”, la negación de la crisis catastrófica del ecosistema humano, el rechazo a ver la relación entre ellas dos, todo eso funciona como un oscurantismo dogmático, violento y desastroso. El carácter globalizador de un sistema de producción, de intercambios y de consumo que modela los gustos tanto como los comportamientos individuales suscita una insumisión fervorosa al mismo tiempo que un repugnante seguidismo de masas. En este orden de cosas, la mercadería y su consumo son el núcleo de la vida en sociedad. La acumulación egoísta de la riqueza, sin límite, es su horizonte último. El capitalismo y la cultura dominante de nuestra época son un anti humanismo.

Pero, por su lado, el Humanismo no sabría conocer el renacimiento que necesitan nuestros tiempos sin reformular su relación con el “cuerpo inorgánico del hombre” que es la naturaleza. Porque la toma de conciencia ecologista no deroga la elección de la centralidad del ser humano y de su realización como objeto de la vida en sociedad. Es incluso lo contrario. Porque “la naturalezas” con la que se trata de crear un vínculo nuevo en relación con la era productivista no se presenta como una totalidad inmutable por esencia. “La naturaleza” no se detendrá jamás, incluso si la especie humana destrozara totalmente su ecosistema. No se terminará nada más que un ecosistema particular. El planeta puede producir muchos otros sobre las bases mismas de la destrucción de este. Lo que venga después no dejará de ser “la naturaleza” para los miles de millones de años de vida que le quedan al sol para arder en el espacio infinito.

Entonces, es partiendo del interés general humano que abordamos en forma útil y racional el problema de la relación humana con la naturaleza. Cambia lo que está en tela de juicio. No se trata de asumir una “ley de la naturaleza”, sino de conciliar la actividad humana con la perennidad de su ecosistema. La evolución a cada año de la fecha de entrada en deuda ecológica de la civilización humana plantea el problema en toda su escalofriante realidad. Es menos místico pero más concreto. Todo el asunto, esclarecido por la experiencia, puede resumirse en algunas palabras: controlar la depredación humana de los recursos naturales. Una fórmula general permite determinar el sentido concreto. Es esta: no tomar de la naturaleza más de lo que pueda reconstituir. Es lo que hemos llamado “la regla verde”.

Pero también se puede convocar de otra manera: cuando hablamos de puesta en armonía con la naturaleza antes que de dominio como se pensó en el pasado. Tomaremos entonces lo que significa la palabra armonía al pie de la letra materialista: una sincronía de ritmo. Aquí la sincronía entre el ciclo de la depredación y el de la reconstrucción.

Lograr esto, conteniendo al mismo tiempo las necesidades de 7 mil millones de individuos que componen la población humana del planeta, implica numerosos cambios. Todos los campos están comprometidos: modo de producción, de intercambios y de consumo, jerarquía de las normas, orden político. Es a lo que se esfuerza en responder el programa “Un futuro en común”. Dejo el tema del programa al costado en este instante.

Vuelvo sobre mi punto de partida: qué quiere decir la referencia a un “nuevo humanismo”. Mostré rápidamente la historia de esta corriente. Se trata de retomarla nosotros para asimilar la lección esencial que queda como nuestro hilo conductor en la historia. Este integra no solo la historia en el largo tiempo de una idea pero también todas las luchas intelectuales y sociales que le son concomitantes. La “novedad” es que nosotros centralizamos el interés general humano en relación con una nueva relación con el ecosistema. Esta no solo significa el respeto o la protección del medio ambiente con miras a su conservación. Se trata de pasar a una actitud intelectual y práctica totalmente refundada. Altera hasta la percepción de uno mismo. Al menos tanto como pudo ser en su tiempo la idea de un ser humano emancipado que él mismo se define. Emanciparse del oscurantismo consumista y de sus mandatos como ayer del plan divino y de las ordenanzas de su clericatura.

Una vez más, se trata de pasar de un paradigma a otro. Pasar del de la voluntad de dominación al de la búsqueda de armonía. ¿Dominación o armonía? Armonía, por supuesto, con la condición de entender la palabra en el sentido materialista que evoqué. La poesía viene por añadidura, se entiende. Y sin duda es a través de ella que nos viene el gusto por la armonía de las palabras que organizan la de las cosas.

El blog de Jean-Luc Mélenchon

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