Cayucos en el puerto de Soumbédioune en Dakar
João França / Yeray S. Iborra / Sònia Calvó – Kayar (Senegal)
Un joven arregla una red de pesca en las costas de Kayar. Sònia Calvó
«En 2006 se crea un acuerdo de colaboración entre España y Senegal que lo que intenta, de manera muy clara, es que Senegal retenga los flujos migratorios que salen hacia Canarias, y a cambio lo que ofrece España –y por extensión la UE– son una serie de acuerdos de lo que llamaron procesos de democratización. Sobretodo recursos e inversión», explica Trias. La política de patrulla y controles térmicos de la frontera logró su objetivo y en 2009 las 30.000 llegadas anuales a Canarias se habían reducido en un 87%.
Esta externalización de fronteras, sostiene la activista, ha hecho que las vías de entrada a los países europeos sean cada vez menos seguras. Y más caras, refuerza Jo-Lind Roberts-Sene. «Las rutas que toman los migrantes hoy, por Mali, Níger y hasta Libia, para luego cruzar el Mediterráneo, tiene costos más altos; pueden pagar cerca de 3.000 euros llegar a Libia, antes de cruzar a Italia», dice la jefa de misión de la OIM en Senegal. Más de cuatro veces más caro que los cerca de 700 euros que gastaban los migrantes por subirse a un cayuco.
«En el periplo que hacen las personas para llegar a las fronteras de España, Italia o Grecia, se encuentran en una situación de vulnerabilidad, y especialmente en el caso de las mujeres, hay el riesgo de caer en redes de trata o sufrir violencia física y sexual», añade Trias.
Las políticas de fronteras españolas y europeas no sólo tienen consecuencias en las rutas, también las tienen al llegar al destino. Aziz Faye, portavoz del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes, lo ha vivido muchas veces en su propia piel. Desde Senegal se fue a Mauritania, a trabajar de pescador, pero ahí tampoco ganaba suficiente para vivir, así que en agosto de 2006 decidió tomar un cayuco hacia España. Al llegar, lo internaron en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Hoya Fría, en Tenerife, y 40 días más tarde lo deportaron a Senegal. Lo volvió a intentar una segunda vez, y todavía una tercera, hasta que pudo salir del CIE e ir hacia la península. En junio de 2007 llegó a Barcelona.
«Formalmente la función de un CIE es sencillamente tener a la gente retenida e impedirle la libertad de movimiento mientras se gestiona su deportación, pero en más de la mitad de los casos no se consigue la deportación en los 60 días que pueden tener a una persona allí dentro», explica Mercè Duch, de la plataforma Tanquem els CIEs. Duch se pregunta qué función tiene entonces un CIE.
Las personas que quedan en libertad, sostiene la activista, «simplemente vuelven a la situación en que están absolutamente vulnerabilizadas, en cualquier momento pueden volver a ser detenidas, encerradas en el CIE y quizás deportadas». Es el caso de Aziz Faye, que volvió a pasar por el CIE más veces después de llegar a la península. Por ejemplo, en 2011 cuando tramitaba un permiso de residencia.
«Dos policías me identificaron en una estación de tren, siendo yo el único negro, y como no tenía documentación me llevaron a comisaría, y todavía no sé porqué acabé en el CIE, ¡si estaba tramitando los documentos!». Así recuerda Faye, incrédulo, aquel episodio, en el que acabó deportado. Aún así, el ahora portavoz del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes volvió a cabo de cuatro meses, haciendo gala de la persistencia con que la que había logrado llegar a Europa años antes. Su tenacidad estaba reforzada por el hecho de haber tejido vínculos ya en Barcelona.
Un grupo de pescadores en Kaya. Sònia Calvó
Tras un encuentro de entidades sociales en un equipamiento municipal de Barcelona, Mercè Duch lamenta que en la actualidad estén creciendo las deportaciones exprés, en las que una persona que tiene una orden de expulsión –en algunos casos expedida años antes– puede ser identificada en plena la calle, retenida en comisaría y finalmente deportada. Todo en 72 horas.
«Y también están los vuelos de la vergüenza», apunta Duch. La activista hace referencia a vuelos que organiza la Unión Europea para deportar migrantes de forma masiva a un país determinado. «Si tienes la mala suerte de ser senegalés y que haya un vuelo a Senegal preparado hacia el país en cinco días… Tienes muchos números de sufrir una redada policial por tu perfil étnico», explica.
Esta situación de irregularidad administrativa a la que se enfrentan las personas migrantes está en el centro del trabajo del Espacio del Inmigrante. César Zuñiga, uno de sus miembros, destaca que «hay una población, mayoritariamente migrante, que trabaja en la calle y está por debajo de todos los conceptos de los derechos humanos, de la legalidad y del respeto». La lista es larga, y empieza con los manteros o los lateros, pero sigue con los chóferes que trabajan en la puerta de Ikea, las mujeres que venden globos en zonas turísticas, o los vendedores de butano migrantes. «Si hablamos a nivel de eficiencia, conviene que hay ciertas personas que no tengan acceso a esos derechos básicos para poder explotarlos», destaca Júlia Trias.
«El entramado de la política migratoria europea es tremendamente violento, todo está hecho para seguir manteniendo esta posición privilegiada colonial europea, de esta Europa fortaleza, que presume de no tener fronteras, pero lo ha hecho a costa de blindarse y dejar fuera a una gran mayoría de personas», concluye la Mercè Duch. Sin embargo, miles de personas, como lo hicieron Malik Wade o Aziz Faye, siguen poniendo su vida en riesgo en busca de un futuro mejor.
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