Se despejó la neblina que suscitaba la duda sobre la candidatura senatorial de Cristina Fernández de Kirchner. Acaso eso – además de una explícita reverberancia patriota – simbolice el sol radiante que destella el escudo de la flamante Unidad Ciudadana. Un frente que aspira a nuclear a aquellos que consideran la unidad de las fuerzas progresistas como camino insoslayable para frenar el ciclo voraz de la mafia Corporaciones & Asoc. que hoy gerencia este país. Aspira es el término, y también el inicio sobre el que pesa una nube de sospecha. Es que cierto costumbrismo nacional – a veces más, a veces menos popular – induce el posicionamiento particular – de facciones o individuos – el cual hace trizas la utopía de converger desde la diversidad hacia horizontes de cambio real para la población. Utopía que abre la posibilidad de creer en una política cercana y participativa, donde el pueblo organizado mande y la dirigencia obedezca, o al menos represente…

Cristina será la candidata para el alivio de los más y el fastidio de los menos, aunque sean unos cuantos y unos cuentos. Cuentos de poquísimos que cuentan con pantallas en cada rincón, detrás de las que se apantallan y cuentan, en fajos de a millones, lo que a millones les falta.

Esta candidatura no es una artimaña, no es el juego espurio de dirigentes apegados al poder por el poder mismo. No es el cálculo interesado de militancia rentada. Responde, sin dudarlo, al clamor de cientos de miles de personas nostálgicas de futuro, estafadas pero increíblemente intactas en el renovado vibrar de multitudes.  Es el clamor del naufragio y de la esperanza, el que también puede percibirse en el vecino Brasil. El que respira en el recuerdo vivo de Hugo Chávez, el que impulsa los increíbles logros de una indómita Revolución cubana, el que anima a la Revolución Ciudadana en Ecuador, el que alienta la otrora imposible Revolución de los indios liderados por Evo, de rostro tallado con el pico de la indignación y la rebeldía histórica. Es un clamor que reclama héroes y acude a por necesaria inspiración a la imagen de héroes anteriores.

Es un clamor sincero, que se nutre del manantial de la necesidad y cobra fuerzas desde el verbo encendido y la acción coherente. Es un clamor digno, que sin ser ideológico se nutre de una fe ingenua pero genuina. La fe en que alguien puede devolver lo perdido, puede reparar lo roto, puede componer el futuro.

La fe es un fenómeno poderoso, en el cual se deposita energía, pedidos y sueños en un objeto o sujeto. La veneración popular construye líderes, los carga, les da atributos y esos líderes dejan de ser quienes son para convertirse en aquello que la gente necesita que sean.[1] Entonces, como en los cuentos infantiles, empiezan a hacer magia. Porque sí es magia. Magia blanca, poder concedido por multitudes sin la cual la persona en tanto ente individual, no podría hacer ni todo ni nada de lo que hace.

Esta perspectiva explica la dificultad de encontrar un sustituto a los liderazgos revolucionarios, un reemplazo que dé continuidad a lo emprendido. No es sencillo transferir la potencia de los grandes sueños, ni la carga positiva acumulada luego de superar enormes resistencias. La transferencia no la puede realizar el mismo líder, sino el pueblo mismo, invitado a hacerla, en progresiva, voluntaria y sentida acción.

Es difícil, para generaciones o visiones educadas en el culto antipersonalista e incluso para aquellos nacidos al calor del verticalismo, aceptar que el flujo que forja íconos no parte de ellos mismos, sino del propio pueblo. Es fascinación, dicen unos, estado de ebriedad psicológica de masas en las que el individuo pierde todo estado crítico. Es carencia, dicen otros, en la que el pueblo minimizado deposita su pequeñez como monedas en la fuente, como botella en la mar, para ver si el milagro ocurre. Acaso la costumbre cultural de personalizar la autoridad, agregan otros.

Es reverencia, es carisma, es culto, sí, pero también amor. ¿Porqué no denominarlo amor?

Un amor que enceguece, como todo enamoramiento, y obnubila las faltas menores, las de la persona, convirtiéndolas en virtud de líder. Con el amor político, sucede lo mismo que en el amor individual o el espiritual. Hay modelos, arquetipos, ideales que nacen quien sabe dónde, pero están vivos adentro de la gente y en ocasiones aparece alguien que representa ese modelo, que parece ser lo que uno quiere o necesita. Ningún enamorado verdadero aceptará que así son las cosas, porque el amor es hechizo, bueno y bello, pero hechizo al fin, sólo explicable para el enamorado desde el perfume de la amada.

El circuito de enamoramiento – personal o político – se cierra con la máxima potencia, si el amor es correspondido. Entonces el líder siente crecer en él un amor nuevo y verdadero hacia otros. Un amor – y una sabiduría – que no es personal, individual, sino fruto de esa carga depositada por el pueblo en sus líderes, energía que pugna por volver al soberano transformada en bienestar y bien vivir.

El líder sabio conoce estos circuitos, acepta sus propios límites individuales y se consagra al servicio, al compromiso con la causa encomendada. El pueblo sabio, aún cuando necesariamente encandilado, emocionado por la visión de sus propios modelos encarnados, también debe conocerlos y alimentar con su acción y participación ese amor.

¿Será así o no? Quien pudiera decirlo, pero la verdad debe ser alimentada por la utopía. Si no, no es verdad. Y mucho menos, realidad.

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[1] Sugerimos mirar algunas fotografías del acto de lanzamiento de la Unidad Ciudadana en el estadio del club Arsenal, Sarandí, 20/06/2017 https://www.flickr.com/photos/142132942@N07/sets/72157682362152014