Solo se puede mejorar la imagen gubernamental tomando las decisiones correctas.
La campaña de imagen contratada por el gobierno de Guatemala a una empresa extranjera es, en realidad, una medida desesperada para manejar la grave crisis de credibilidad de la actual administración. En apariencia, se trata de una estrategia para consolidar lazos entre el gobierno y las instancias legislativas estadounidenses, además de maquillar la desteñida imagen oficial, pero revela de manera tajante la incapacidad del equipo diplomático para cumplir con los requisitos mínimos exigidos para desempeñar tan importantes cargos, como es la consolidación de las relaciones con otros Estados sobre la base de un mejor posicionamiento del país en el plano internacional y un conocimiento profundo de los atajos para conseguirlo.
En realidad, lo que se ha contratado es una “diplomacia paralela” en manos de personas ajenas a los intereses nacionales, quienes ofrecen sus servicios con el único objetivo de aprovechar las debilidades de un gobierno extranjero para conseguir un jugoso beneficio económico.
De quién haya surgido la idea de gastar –porque no es inversión– más de 14 millones de quetzales en semejante iniciativa, no ha sido revelado. Sin embargo, dado que el mandatario prefiere rodearse de representantes del sector privado incluso para asistir a eventos internacionales de enorme relevancia estratégica y diplomática, es de suponer la influencia de los empresarios en este generoso derroche de recursos del Estado. Pero, ¿cuál es el interés de intentar lo imposible? Una hipótesis es la necesidad de mejorar la imagen desgastada de un gobierno desorientado y poco transparente, quizá para reforzar el andamiaje que le permita llegar hasta el final mientras en el trayecto se filtran proyectos de privatización de servicios públicos, como por ejemplo la salud, a espaldas del pueblo.
Un operativo ambicioso y de dudoso resultado como una campaña de imagen con intenciones de arrojar un poco de neblina hacia el verdadero estado del Estado, solo muestra una peligrosa debilidad institucional y escasa visión respecto de la ruta más indicada para reparar la desviación experimentada por las propuestas de campaña y las políticas públicas en sectores fundamentales como salud, educación, seguridad y vivienda.
La población sabe bien cuánta mentira hay en las propuestas que llevan a un candidato a la primera magistratura de la nación. A cualquiera de ellos, como ha sido obvio a lo largo de los años. Sin embargo, toda iniciativa ciudadana para cambiar las reglas del juego en los estamentos electorales y de partidos políticos se ha estrellado estrepitosamente contra el muro legislativo de los beneficiados con las actuales leyes, lo cual ha impedido el acceso de mujeres y pueblos originarios a espacios de decisión que les atañen directamente, por ejemplo en donde se bloquean las leyes de paridad e inclusión, así como las políticas públicas en educación y salud sexual y reproductiva, ambas de enorme impacto para la población.
Ante el estado de la nación, no hay jabón suficientemente efectivo para remover las manchas profundas de la corrupción, la incapacidad administrativa y el clientelismo. Es imposible restituir algo tan delicado y frágil como la confianza ciudadana con un contrato que únicamente beneficia a una empresa extranjera cuya magia tiene sus límites. Ni siquiera bañándose en agua bendita lograrían los burócratas y dignatarios en el poder, sacar a relucir brillos que no poseen, menos aún si su interés está evidentemente dirigido a blindarse contra la fiscalización ciudadana y garantizarse las ganancias más abundantes que les sea posible obtener antes del fin de su mandato.