En gran parte de las constituciones, el pueblo es un soberano irrespetado. Un acreedor permanente de derechos consagrados casi siempre pendientes. Derecho a condiciones de vida digna y a libertades que no se cumplen porque dependen de la economía y sus gestores, que no figuran en ninguna constitución pero rigen sobre ellas.
La razón de este despropósito es que las constituciones actuales – al menos las inspiradas en los modelos occidentales del siglo XVIII – contienen una contradicción fundamental. Instalan y absolutizan el principio de propiedad individual, propiciando la acumulación sin limitación alguna. Dicho derecho propietario, sin duda una conquista en épocas de rapiña monárquico-feudales, en el contexto actual de concentración de capital y desigualdades, pone en riesgo no sólo la coexistencia sino la existencia misma. La irracional apropiación – legal pero indebida – reduce la humanidad tanto de desposeídos como de poseedores, minimiza el valor de lo común y condiciona las calidades evolutivas de cualquier constitución.
El presidente de la República Bolivariana de Venezuela Nicolás Maduro ha convocado este 1° de Mayo a conformar una Asamblea Nacional Constituyente a fin de que el pueblo mismo introduzca modificaciones en el marco jurídico, garantizando así conquistas sociales adquiridas. También para que se discuta y decida sobre temas relacionados con el futuro de las nuevas generaciones, la paz, la economía, la justicia, el cuidado medioambiental, la economía y la identidad cultural nacional. La convocatoria – escandalizante para la oposición nacional e internacional de agudo tinte retrógrado – invita a la gente común a reflexionar sobre tópicos decisivos, a dialogar y deliberar en sus propios ámbitos, a ser parte protagónica y fundante de nuevas realidades.
El estado constituyente popular se justifica por sí mismo, en tanto expresión del soberano agente y paciente de su propia historia. Debería ser incluido como capítulo permanente con periodicidad fija en las constituciones y no como eventualidad, toda vez que las realidades son dinámicas y exigen la revisión, adaptación y mejora de encuadres legales y formas de convergencia social para garantizar el cumplimiento de enunciados básicos vulnerados por intereses distantes y antagónicos al bienestar general.
Desde una perspectiva más amplia que la coyuntural, el llamado se constituye en exploración de nuevos territorios de lo político, exploración más que urgente, dada la decadencia manifiesta que experimenta el así llamado “sistema democrático”. Democracia que hoy, igual que ayer y mañana, se topa con los impedimentos que las élites ponen a su desarrollo. Gobierno del pueblo – así su etimología – que es desconocido por quienes detentan el poder, los grandes consorcios económicos y los emporios mediáticos a su servicio, opositores hoy como ayer y mañana a cualquier cambio que atente contra su posición privilegiada. Democracia que se ve traicionada por una casta política financiada y corrompida por los antedichos poderes, para dictar medidas y leyes acordes a aquellos intereses parciales. Democracia ficticia en la que la justicia se vuelve apéndice del megapoder empresarial. Democracia negada en la que el hecho electoral no es más que un fugaz catálogo de promesas, sustentado en un vendaval propagandístico atronador.
¿Cuáles son los nuevos territorios a explorar entonces?
Muchas personas creen que la finalidad de lo político es establecer sistemas de gobierno y que estos gobiernos, a su vez, son los que tienen la potestad exclusiva de crear (o destruir) realidades. Tal creencia ha sido forjada por siglos de jerarquías violentas y patriarcales. Sin embargo, el ser humano, en evolución histórica ha sabido dejar atrás esas formas impuestas y poco participativas. ¿Por qué no habría de hacerlo ahora? ¿Cómo habría de hacerlo si no comienza a modificar las reglas para lograr una nueva y siempre provisoria armonía?
Las sociedades se construyen cotidianamente en el trabajo, las escuelas, los hogares, los clubes deportivos, en centros culturales, consejos vecinales, redes de interés temático, en agrupaciones barriales, organizaciones sectoriales, iniciativas juveniles, bibliotecas populares, en los vínculos de pertenencia cultural, en los movimientos de pobladores, en círculos profesionales, en las asociaciones de inmigrantes, las congregaciones de fe y tantos otros nucleamientos donde se expresa con claridad la vocación de lograr en conjunto objetivos colectivos.
En todos esos ámbitos se generan relaciones interpersonales y también políticas. Son el lazo que sustenta el diario ser social de cada quien. Esas múltiples conjunciones son las moléculas básicas del conglomerado social, que si bien son influidas por situaciones generales que las exceden, nunca pueden ser suplantadas por superestructuras mayores. Por tanto, una genuina representatividad política puede ser construida desde allí, desde estos espacios a los cuales efectivamente cualquier persona puede acceder y que permanecen adscriptos a la cotidianeidad, en una relación de paridad efectiva, democratizando el espectro completo e impidiendo la habitual desconexión entre base y cúpula.
De allí que la posibilidad de que una (y todas las demás) constituyentes surjan desde la propia base social no necesariamente asume un carácter “corporativo”, como algunos críticos opinan, sino que propone un componente esencial de ciudadanía proyectada a marcos colectivos nacionales.
Dicha organicidad de lo cotidiano, comunal, territorializada y sectorial a la vez, debería ser la estrategia de todo funcionamiento político futuro, eximiendo a los gobernantes del exceso de una responsabilidad exclusiva sobre los destinos humanos y delegando la mayor parte del quehacer político en el pueblo y sus propias instancias deliberativas. Esa imagen puede chocar con la relativa inestabilidad de la participación popular debido a las exigencias y contingencias habituales. Sin embargo, la vida en común no requiere deliberación permanente, sino simplemente periódica aunque continuada.
Del mismo modo, la inclusión ponderada de sectores diversos y/o minoritarios es una medida que ayuda a corregir en todos los ámbitos la aplastante brutalidad del consenso mayoritario, permitiendo con espíritu amplio la convergencia de una diversidad creciente. Esto no es nuevo, sino que ya viene implementándose en distintos campos. Ejemplo de ello es la introducción de cupos femeninos para corregir la injusticia de género milenaria o los sitiales reservados en parlamentos a minorías étnicas. O la promoción de las personas con discapacidad a través de la reserva de puestos de trabajo, y así siguiendo.
Por supuesto que todo ello se complementa perfectamente con el voto universal, a su vez conquista histórica frente a la discriminación y la exclusión. Voto personal que experimenta también en la actualidad la crisis de individualismo exacerbado, la manipulación mediática y la propia cortedad de miras, midiendo las más de las veces en la elección tan sólo el beneficio personal y a corto plazo de una decisión concerniente al todo. Así es que aquel voto personalizado y único puede encontrar en el voto en comunidad o ponderado un complemento exquisito, alentando a la recomposición del tejido social en desintegración.
No hay duda alguna que todos estos planteos generan un cerrado rechazo en los sectores sociales acomodados, quienes temen perder lo que tienen. Mejor harían en perder el temor a perder, que los inhibe a la experiencia maravillosa del compartir. Sin embargo, de algún modo es comprensible – aunque no admisible – que quienes se encuentran en la cúspide del entramado social se resistan a retraer sus pretensiones y comprender el encadenamiento de ilícitos (personales o de prosapia familiar) que han posibilitado su actual posición.
Lo que en muchos casos no se comprende tan claramente es porqué los sectores urbanos intermedios (la así llamada “clase media”), mucho más cercanos objetivamente a sus conciudadanos pobres, prestan su apoyo a los poderosos, apoyando a facciones que al hundir al más sometido, los arrastrarán en una cadena de perjuicios inevitable.
Hay una componente de autoafirmación identitaria en estos sectores, en la que el acortamiento de la distancia respecto de los más “pobres” aparece como un fracaso existencial. O sea, para «ser» alguien socialmente, hay que estar subjetivamente «alejado» de los pobres (aunque objetivamente esto no sea tan así). Otro motivo para la paradoja es la afinidad cultural. La mayor parte de esa «clase media» es afín con los patrones de vida europeos o admiradora de la ilusión del estilo de vida norteamericano, ya sea por descendencia directa, por educación, por el pernicioso consumo excesivo de filmografía o, en el caso mestizo, por una negación del factor originario o negro – cuya expurgación fue históricamente exigida – que lleva a la admiración de lo que es «blanco», creyendo que de ese modo van a ser parte de la fiesta a la que nunca serán verdaderamente invitados. Por último, esta población urbana está mucho más sometida e influenciada por los medios de difusión en manos de grandes grupos empresariales, poco proclives a la distribución de sus privilegios y riqueza.
Dicho fenómeno se produce no solamente en la Venezuela bolivariana, sino que se reproduce de manera casi idéntica en muchos países de América Latina y emerge precisamente como oposición a procesos y liderazgos políticos que, de manera compasiva, tienden a generar condiciones necesarias de mayor inclusión social.
Este rasgo plutocrático – acaso remanente histórico de las antiguas aristocracias cortesanas y parásitas – apunta a la poca ilustración del pueblo como un impedimento para ampliar su rango de decisión efectiva. Instrucción, debe agregarse que fue y es resistida precisamente por esos mismos sectores, que hoy defienden la educación privada. “El pueblo es inculto, no está preparado para autogobernarse”, dicen. “Se va a equivocar”, agregan. ¿Acaso no se equivoca hoy el soberano una y otra vez cuando se deja encandilar por la promesa mentirosa del sonriente candidato? Si el pueblo asume una mayor autogestión y se cometen errores, ¿cuál es el problema? En todo caso, será responsable de sus actos.
En un momento de su arenga en el Día de los Trabajadores, el presidente Maduro expresó: “¿Quieren diálogo? Poder Constituyente. ¿Quieren paz? Poder Constituyente. ¿Quieren elecciones? Poder Constituyente”. A lo cual podría agregarse: ¿Quieren Democracia? ¿Quieren Revolución? Poder Constituyente. Porque de eso se trata. ¿O no?