En este momento donde se puso de moda hablar de Alejandro Rozitchner y sus enseñanzas para inflar globos con entusiasmo y optimismo, que lo convirtieron en uno de los pocos intelectuales ilustres que rifan su dudosa fama en pos de defender lo indefendible.
Incluso él mismo admite que sus argumentos agotaban toda discusión política. Pero, en el fondo, estos pensadores del signo dólar, en muchos casos, solo flotan como corchos sobre los vinos de lucidez de quienes les prestaron su apellido.
Pienso en León Rozitchner, quien pensaba en serio, quien analizaba y buscaba desentrañar con mayor profundidad que la coyuntura epidérmica la realidad que vivíamos como sociedad. En noviembre de 2010, en una columna en Página 12 escribía “Néstor Kirchner no hizo, es cierto, la revolución económica que la izquierda anhela: inauguró –nada menos– una nueva genealogía en la historia popular argentina: “Somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”, nos dijo, abriendo los brazos de una fraternidad perdida”.
Y siguió hablando de esa comunión con las madres, a las que todos guardamos una deuda por esa esperanza de felicidad que significan esos primeros cuidados de la infancia. “Esa es desde entonces nuestra nueva ascendencia política” se atrevía a afirmar el filósofo. Una temeridad que quedó respondida por la plaza bañada de pañuelos del último 10 de mayo, en esa marcha cuasi improvisada en la que más de medio millón de personas, solo en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, le dijeron a la justicia que a los criminales de lesa humanidad no se los perdona, ni se los olvida y que los 30 mil compañeros detenidos desaparecidos están más presentes que nunca.
León Rozitchner, en su relato continúa “podemos decir que fueron las Madres y las Abuelas, todas figuras femeninas, aquellas que en medio del horror implacable, y sólo por salvar a los hijos que habían engendrado, inauguraron un nuevo espacio político –el espacio del amor generoso materno en el campo patriarcal impiadoso–. Las Madres despiertan en casi todos nosotros la promesa de una felicidad perdida que quedó grabada en el fondo del alma”.
No lo caracterizaban las medias tintas al filósofo, que en las exequias a Néstor Kirchner, tras su partida de este plano, vio a un pueblo conmovido, pero sobre todo vio a Madres y Abuelas llorando un político, en el que lo femenino asomó, según su mirada. “Por algo los blancos pañuelos de las Madres fueron el sudario que cubría los restos de Néstor”, subrayaba la idea.
León aborda en su artículo cómo se construyen las parejas y sobre todo, las figuras históricas que se convierten en emblema y bandera y hace comparativas entre Perón y Eva, con Néstor y Cristina. Define a Eva como una mujer que se complementaba con Perón, sí, pero de manera sumisa, de manera devota y pidiendo esa misma devoción a los descamisados. Una relación emparentada con el cristianismo.
A Cristina, Rozitchner, la describe como una instancia superadora, en términos históricos el rol de la mujer en la vida cotidiana había cambiado mucho y con ella nos adentramos en un cambio más profundo, en el del rol de la mujer en la política y en la ejecución de políticas públicas.
Para evitar errores, lo mejor es ofrecer la palabra del filósofo “Cristina no es más buena ni más mala que Evita: es una mujer histórica distinta, aunque algo las una y otro algo las separe. Cristina es un animal político femenino en pie de igualdad con el animal político masculino de su marido Néstor, cosa que no pasaba con Perón y Evita. Ocupa un rango superior a Evita en la escala de Richter de la evolución femenina. Aquí las diferencias no se contraponen, sino que se complementan, como se complementan los cuerpos que al amarse se unen. De allí surge, desde muy abajo, otro modelo político –tiránico o acogedor, según sea la cifra– en los representantes del poder colectivo en el gobierno. Y por eso también desde allí surge ese odio nuevo, tan feroz y mucho más intenso, que se apoderó de gran parte de nuestras clases media y alta argentinas”.
Pero no se conforma con explicar el cuadro social que se pintaba en 2010, sino que busca descifrarlo en su sentido más histórico “Por eso, tantas mujeres sumisas y ahítas de alta y media clase, tan finas y delicadas ellas, no nos ahorran sus miserias cuando se muestran al desnudo al dirigirle sus obscenas diatribas: no ven lo que muestran. Son mujeres esclavas del hombre que las ha adquirido –o ellas lo hicieron– y al que se han unido en turbias transacciones, donde el tanto por ciento y las glándulas se han fusionado en una extraña alquimia convertida en empuje que llaman “amoroso”. La envidian a Cristina desde lo más profundo de sus renunciamientos que el amor “conyugal” exige pero no consuela. Cristina las pone en evidencia a todas: se han quedado, sin jeans que las ciñan, con el culo al aire. Ella tiene, teniendo lo mismo o más de lo que ellas tienen, lo que a todas juntas les falta. Pero saben que tampoco podrían nunca llegar a tenerlo. Por eso, ellas no la envidian: la odian como a una traidora de clase –de clase de mujeres, digo–. La han cubierto de insultos y desprecios: de las ignominias más abyectas que nunca vi salir antes de esas boquitas pintadas de servil encono. Cristina las pone fuera de quicio. Esto también constituye el suelo denso y material de la política, tan unido a la lucha de clases entre ricos y pobres. Ellas también son el resultado de la producción capitalista de sujetos en serie: mercancías femeninas con formas humanas, con su valor de uso y su valor de cambio”.
Sin pretenderlo o, mejor dicho, sin vociferarlo, Cristina se convirtió para Rozitchner, como para muchos otros y otras, en la encarnadura de una reivindicación más antigua, casi mitológica de tan lejana, donde la igualdad deja lugar al ente femenino como dadora de vida, como consagradora de felicidad, retomando esa idea primigenia de la protección de los recién nacidos como premisa de las mujeres. No todo es tan lineal, ni todas las respuestas pueden ser absolutas, pero algo de eso hay.
“¿Y del odio de sus maridos? De esos machos viriles que ven en Cristina, mezclados con sus maduros atractivos femeninos que les hacen cosquillas desde el cerebro hasta sus partes pudendas, a esa mujer que un flaco feo y bizco ha conquistado, no se la tragan. Primero los humilla que sea el suyo un tipo de mujer que nunca ni siquiera podría posar en ellos su mirada, y que los supera con su inteligencia. Segundo, y como consecuencia, ven avanzar el peligro en la amenaza de un modelo femenino que termine con la sumisión de sus mujeres en las cuales ellos han invertido tanto: toda una vida de negocios turbios y de duro trabajo de oficinas, de atender la clientela, de contar ganado o hectáreas de soja, y de groups financieros para poder “mantenerlas”, como si de amor se tratara esa transacción que los sigue minando por lo bajo y los hace sentir tan vacíos e impotentes y adictos al Viagra. Sienten en la figura femenina desafiante de Cristina –aunque exageren– la revolución en marcha”, anula así la discusión política el filósofo para enfrentarnos a un escenario de infelicidad, de insustancialidad vital que nos introduce en pensamientos autodestructivos. Al menos, eso interpreta este escriba.
“¿No ven todos ellos en el nuevo modelo de mujer que Cristina Fernández les ofrece, un desafío, un estado de insubordinación y hasta de guerrillerismo cuando de la liberación de las mujeres y la amenaza del orden amoroso materno alcanza la política?”, se pregunta Rozitchner y quizás no haya visto este fastigio de lucha feminista que ocupa las calles argentinas cada vez con mayor asiduidad. Con un reclamo de “Ni Una Menos”, pero que es balbuceo de un nuevo sistema social. Un embrión para defender contra viento y marea de una nueva humanidad feminista, no en el sentido de contrarios, sino en el sentido de poner por delante todos esos reclamos que fueron dejados de lado durante tanto tiempo.
Y la reacción del feroz homínida, desesperado engendro del patriarcado es buscar castigar esta femineidad que lo pone en un lugar de menos poder, de menos control, de menos fuerza. Un lugar que incomoda a todo el reseteado que llevamos incorporado como especie y que vamos cuestionando, conscientemente o solo por imperio de las luchas colectivas que nos atraviesan.
“Sienten el peligro, forman un solo bloque con sus hombres: no quieren perder nada”, definía León a esa masa de vivadores del cáncer ajeno.
Rozitchner describe a “Cristina Fernández, que no es sólo “de” Kirchner. Es nuestra Presidenta –¿para muchos, acaso, una “madre política”?– que, sobre la estela de nuestras Madres, ha asumido un modelo fraternal distinto en su ser mujer política. Por eso es que quizás tanta gente ve en ella lo que ninguna otra mujer en nuestra escena actual (ni tampoco casi ningún hombre) ha sido capaz de suscitar en nuestra última historia”, como vehículo de la vuelta a la política para todos aquellos que “el terror de Estado había distanciado”.
Para el filósofo, Cristina “ha prolongado y asumido como mujer-madre, y con el hombre que fue su marido, un nuevo modelo social de pareja política. No es poco para recuperar el origen materno del imaginario colectivo que busca una sociabilidad distinta”. Y pensando en esa situación y volviendo al contexto al que fueron escritas esas líneas, es importante pensar en la vereda que había elegido pararse “De todos modos, habremos ahondado un lugar nuevo y más fuerte si, para defendernos, la defendemos: no nos queda otra”.
Quizás, Alejandro, más que distanciarse de su amigo Spinetta, buscara distanciarse de su padre, o del sentido común. Vaya uno a saber.