Puedo discutir, debatir, polemizar o intercambiar opiniones contradictorias con personas conocidas o no. A propósito de este último caso, cómo se amplía el universo cuando se milita en las redes sociales. Y lo dice este veterano que se sumó hace diez minutos biológicos al chiche. Sigo.
No sólo puedo enfrascarme en una discusión intersubjetiva. Me hace bien, me mantiene las neuronas en actividad, me obliga a pensar y repensar, a buscar en mi disco rígido las lecturas del pasado, las vivencias enriquecedoras, esas que por vitales no tienen nada que ver con cuentas bancarias ni cálculos especulativos. En fin, frente a un café y sus respectivas medialunas o frente a la computadora y sus respectivas interferencias del servidor, la polémica es un ejercicio maravilloso. Lo único que pido es que enfrente haya un ser humano con buena leche. No me importa si es de izquierdas o de derechas, si es creyente, agnóstico o ateo como yo, si goza con las travesuras futbolísticas de Tévez o ama el buen fútbol de la escuela riverplatense como yo. Me basta con mirarlo a los ojos o imaginar que mientras teclea en su PC no está tratando de joderme la vida sino de aportarme argumentos que cree sólidos y buenos.
Pero si en el camino de la vida me encuentro con alguien que enarbola las sinrazones del negacionismo, si se sube a las consignas de la mentira mediática ininterrumpida, si me insulta por mi forma de pensar y sentir, si en lugar de argumentar grita, si titula, pero no desarrolla, si para él o ella es lo mismo Carlos Menem que Cristina Fernández, si cree y piensa que a las mujeres les encanta abortar después de ser violadas, si están convencidas de que hubo una guerra sucia y no terrorismo de Estado. Si me encuentro con repetidores seriales de zócalos televisivos no sigo.
Porque si debato, discuto, polemizo con loros el boludo soy yo, no ellos.