Están de acuerdo desde Cebrián hasta Losantos, el nuevo demonio se llama «populismo» y va desde Trump hasta Pablo Iglesias. El filósofo Jacques Rancière desmonta esta palabra-amalgama.
Por Interferencias
Están de acuerdo desde Juan Luis Cebrián hasta Federico Jiménez Losantos, el nuevo demonio se llama «populismo». Trump, Grillo, Le Pen, Pablo Iglesias… El término «populista» amalgama a todos ellos, los asimila al totalitarismo y nos presenta la política oficial como única salvación.
Según el siguiente artículo del filósofo Jacques Rancière, con el término «populismo» se quiere fabricar una cierta imagen del pueblo: bruto, desesperado, ignorante y racista. Una jauría humana habitada por rechazos irracionales tanto de los gobernantes como de «los otros» en general.
Pero el racismo a día de hoy, por ejemplo, es sobre todo una «política de arriba» que precariza a una parte de la población en cuanto a sus derechos como trabajadores y ciudadanos (con mil formas de discriminación y exclusión). Una política de las élites, apoyada y legitimada por la cultura oficial y los intelectuales mediáticos.
El uso mediático-estratégico del término «populismo» quiere hacernos creer que «debemos ponernos en manos de los que gobiernan y que toda contestación de su legitimidad es una puerta abierta al totalitarismo». En definitiva, que no hay alternativa a los consensos oficiales.
A continuación, este artículo de Jacques Rancière que apareció primero en el diario Libération el 3 de enero de 2011 con el título de «El populismo inencontrable». Y modificado, fue incluido después en el libro colectivo ¿Qué es el pueblo?, publicado en castellano en 2014 por la colección de ensayo «Pensamiento Atiempo», en Casus Belli ediciones, y traducido por Javier Bassas.
La denuncia del ‘populismo’ quiere consagrar la idea de que no hay alternativa
No pasa un día sin oír a alguien en Europa denunciar los riesgos del populismo. Pero no es fácil captar lo que la palabra significa exactamente. En la América Latina de los años 1930 y 1940 sirvió para designar cierto modo de gobierno que instituía entre un pueblo y su jefe una relación de encarnación directa, pasando por encima de las formas de representación parlamentaria. Este modo de gobierno, cuyos arquetipos fueron Vargas en Brasil y Perón en Argentina, fue rebautizado como «socialismo del siglo veintiuno» por Hugo Chávez.
Pero lo que se designa actualmente bajo el nombre de populismo en Europa es otra cosa. No es un modo de gobierno. Es, al contrario, cierta actitud de rechazo frente a las prácticas de gobierno reinantes. ¿Qué es un populista, tal y como lo definen hoy nuestras élites gubernamentales y sus ideólogos? A través de todas las oscilaciones de la palabra, el discurso dominante parece caracterizarlo mediante tres rasgos esenciales: un estilo de interlocución que se dirige directamente al pueblo al margen de sus representantes y sus notables; la afirmación de que gobiernos y élites dirigentes se preocupan más de sus intereses que de la cosa pública; una retórica identitaria que expresa el miedo y el rechazo de los extranjeros.
Está claro, sin embargo, que estos tres rasgos no están ligados por ninguna necesidad. Que exista una entidad llamada pueblo que es la fuente del poder y el interlocutor prioritario del discurso político es lo que afirman nuestras constituciones y la convicción que los oradores republicanos y socialistas de antaño desarrollaban sin segundas intenciones. No se vincula a ello ninguna forma de sentimiento racista o xenófobo. Que nuestros políticos piensan más en su carrera que en el porvenir de sus conciudadanos y que nuestros gobernantes vivan en simbiosis con los representantes de los grandes intereses financieros es una afirmación que no necesita demagogia alguna para ser proclamada.
La misma prensa que denuncia las derivas «populistas» nos ofrece, día tras día, los testimonios más detallados a este respecto. Por su parte, los jefes de Estado y de gobierno tildados a veces de populismo, como Berlusconi o Sarkozy, evitan propagar la idea «populista» de que las élites están corrompidas.
El término «populismo» no sirve para caracterizar una fuerza política definida. Al contrario, extrae su provecho de los amalgamas que permite entre fuerzas políticas que van de la extrema derecha a la izquierda radical. Tampoco designa una ideología ni siquiera un estilo político coherente. Sirve simplemente para dibujar la imagen de cierto pueblo.
Porque «el pueblo» no existe. Lo que existe son figuras diversas e incluso antagónicas del pueblo, figuras construidas que privilegian ciertos modos de reunión, ciertos rasgos distintivos, ciertas capacidades o incapacidades: pueblo étnico definido por la comunidad de la tierra o de la sangre; pueblo–rebaño vigilado por los buenos pastores; pueblo democrático que pone en marcha la competencia de los que no tienen ninguna competencia particular; pueblo ignorante que los oligarcas mantienen a distancia, etc. La noción de populismo construye, por su parte, un pueblo caracterizado por la alianza temible de una capacidad –el potencial bruto de la mayoría– y de una incapacidad –la ignorancia atribuida a esa misma mayoría–.
El tercer rasgo, el racismo, es esencial para esta construcción. Se trata de mostrarles a los demócratas, siempre bajo sospecha de «buenismo», lo que es en realidad el pueblo profundo: une jauría habitada por una pulsión primaria de rechazo que apunta, al mismo tiempo, a los gobernantes declarados como traidores –porque esa mayoría no comprende la complejidad de los mecanismos políticos– y a los extranjeros, a quienes teme por un vínculo atávico a un marco de vida amenazado por la evolución demográfica, económica y social.
La noción de populismo efectúa sin grandes dificultades estas síntesis entre un pueblo hostil a los gobernantes y un pueblo enemigo de los «otros» en general. Para ello, debe poner en escena una imagen del pueblo elaborada a finales del siglo XIX por pensadores como Hippolyte Taine y Gustave Le Bon, espantados por la Comuna de París y el ascenso del movimiento obrero: la imagen de las masas ignorantes impresionadas por las sonoras palabras de los «guías» y guiadas a la violencia extrema por la circulación de rumores incontrolados y de miedos contagiosos.
Estos desencadenamientos epidérmicos de masas ciegas arrastradas por líderes carismáticos estaban evidentemente muy lejos de la realidad del movimiento obrero que intentaban estigmatizar. Pero tales desencadenamientos tampoco son apropiados para describir la realidad del racismo de nuestras sociedades. Sean cuales sean las quejas expresadas cada día respecto a los que llamamos inmigrantes y especialmente los «jóvenes de las periferias», el caso es que esas quejas no se traducen en manifestaciones populares de masas.
Lo que merece el nombre de racismo actualmente en nuestro país es esencialmente la conjunción de dos cosas. Primero, las formas de discriminación en el momento de un contrato laboral o de vivienda que se ejercen perfectamente en oficinas aseptizadas, al margen de toda presión de las masas. Es asimismo toda una panoplia de medidas de Estado: restricciones en la entrada del territorio, rechazo a dar papeles a las personas que trabajan, cotizan y pagan impuestos en nuestros países desde hace años, restricción del derecho a la nacionalidad, doble condena, leyes contra el pañuelo y el burka, tasas impuestas de traslado a la frontera o de desmantelamiento de campamentos de nómadas.
A ciertas almas piadosas de la izquierda les gusta pensar que esas medidas son una concesión desgraciada que nuestros gobiernos hacen a la extrema derecha «populista» por razones «electoralistas». Pero ninguna de esas medidas ha sido adoptada bajo la presión de movimientos de masas, sino que forman parte de una estrategia propia del Estado, propia del equilibrio que nuestros Estados se esfuerzan por garantizar entre la libre circulación de los capitales y los obstáculos a la libre circulación de las poblaciones. Son medidas cuya finalidad esencial es, efectivamente, precarizar a una parte de la población en lo referido a sus derechos como trabajadores o ciudadanos, constituir una población de trabajadores que en cualquier momento puedan ser enviados de vuelta a sus casas y, en el caso de Francia, de franceses a quienes no se les garantiza que lo sigan siendo.
Estas medidas vienen apoyadas por una campaña ideológica que justifica esta disminución de los derechos mediante la evidencia de una no-pertenencia a los rasgos que caracterizan la identidad nacional. Pero no son los «populistas» del Frente Nacional lo que han iniciado esta campaña. Son intelectuales –de izquierda, según dicen– que han encontrado el argumento imparable: esas personas no son realmente francesas porque no son laicas. La laicidad que definía antaño las reglas de conducta del Estado se ha convertido, por tanto, en una calidad que los individuos poseen o no poseen en razón de su pertenencia a una comunidad.
La reciente «salida de tono» de Marine Le Pen, a propósito de esos musulmanes rezando que ocupan nuestras calles como los alemanes entre 1940 y 1944 es, a este respecto, muy instructiva. Una afirmación que, en efecto, condensa en una imagen concreta toda una secuencia discursiva (musulmán = islamista = nazi) que aparece por todas partes en la prosa llamada republicana. La extrema derecha llamada «populista» no expresa una pasión xenófoba específica que emana de las profundidades del cuerpo popular, sino que es un satélite que gestiona en su beneficio las estrategias de Estado y las campañas intelectuales distinguidas.
Nuestros Estados fundamentan actualmente su legitimidad en la capacidad de garantizar la seguridad. Pero esta legitimación tiene por correlato la obligación de mostrar constantemente el monstruo que nos amenaza, de mantener el sentimiento permanente de inseguridad que mezcla los riesgos de la crisis y del paro con las nevadas o la formamida para culminarlo todo con la amenaza suprema del islamista terrorista. La extrema derecha se contenta con poner los colores de la carne y de la sangre en los retratos estándares dibujados por las medidas ministeriales y por la prosa de los ideólogos.
Así pues, ni los «populistas» ni el pueblo puesto en escena por las denuncias rituales del populismo responden verdaderamente a su definición. Sin embargo, poco importa esto a los que agitan tal fantasma. Más allá de las polémicas sobre los inmigrantes, sobre el comunitarismo o el islam, lo esencial para ellos consiste en amalgamar la idea del pueblo democrático con la imagen de la masa peligrosa.
Y también consiste en concluir que debemos ponernos en manos de los que nos gobiernan y que toda contestación de su legitimidad y de su integridad es una puerta abierta a los totalitarismos. «Más vale una república bananera que una Francia fascista», decía uno de los eslóganes anti-lepenistas más siniestros en abril de 2002 [cuando Le Pen pasó a segunda ronda en las elecciones presidenciales junto a Lionel Jospin, socialista]. La polémica actual sobre los peligros mortales del populismo tiene como objetivo fundar en teoría la idea de que no hay otra opción.