El conflicto ha dejado secuelas invisibles en la salud mental de las personas, que se han convertido en víctimas dos veces: al sufrir el abuso y al sufrir el olvido.
En el 85% de los casos atendidos por MSF en consultas de salud mental los factores causantes son la violencia y la separación o la pérdida de familiares.
Por Juan Matías Gil– Coordinador general de Médicos Sin Fronteras en Colombia para Desalambre
Tras más de medio siglo de conflicto armado en Colombia, el coste social es alarmante. La violencia no cesa, se adapta. Millones de personas han sido desplazadas de sus hogares y tierras; decenas de miles han desaparecido y centenares de miles de familiares siguen esperándolos.
El número de torturados y asesinados es incalculable, como lo es la cifra de comunidades amenazadas y de personas extorsionadas. Las masacres han sido muchas y muy crueles, y una incierta cantidad de niños, jóvenes y adultos han sido reclutados forzosamente o empujados a un estilo de vida criminal ante la falta de oportunidades.
Estas aberraciones tan contrarias a la vida y la erosión de los derechos humanos más básicos han tenido diversas motivaciones. En algunos casos, han sido razones ideológicas. En otros, convicciones políticas y sociales. Pero, indudablemente en gran parte se han debido a intereses económicos. Los responsables de estos abusos han sido múltiples: desde grupos guerrilleros, paramilitares y fuerzas de seguridad del Estado a grupos criminales constituidos tras las desmovilizaciones.
La violencia ha ido mutando a lo largo de las décadas y está lejos de desaparecer. Así, tienen lugar desde enfrentamientos directos, bombardeos, atentados y masacres, hasta la intensificación de las amenazas y extorsiones, hostigamientos, bloqueos y restricciones de movimientos y asesinatos selectivos de líderes sociales y comunitarios.
No obstante, hay algo que no ha cambiado en las dinámicas del contexto, en las dinámicas de la violencia, ya sea la directamente relacionada con el conflicto armado o del crimen organizado: la generación constante de víctimas.
¿Cómo ha afectado la violencia a la sociedad civil en su conjunto, a esta sociedad civil que no eligió formar parte de estas situaciones pero que no tuvo otra opción y las internalizó en su vida cotidiana? ¿No se han roto los tejidos sociales tradicionales? ¿No se han separado familias enteras para no reencontrarse jamás? ¿Cómo ha afectado esta violencia generalizada a cada individuo? ¿Cómo lidia con ella una persona corriente en sus actividades diarias y sus relaciones sociales?
Existen diversos tipos de víctimas de estas situaciones de violencias crónicas y cambiantes, tanto en las mismas zonas de conflicto como en las grandes concentraciones urbanas. Son familias que han dejado atrás sus tierras, sus vidas, sus historias, para sufrir luego la indiferencia y el desprecio en las grandes ciudades.
Son víctimas de desapariciones, torturas, asesinatos y violencias sexuales, que han dejado marcas imborrables en tantos hogares. Son personas que no han encontrado comprensión, ni empatía, ni solidaridad, y así se han convertido en víctimas dos veces: al sufrir el abuso y al sufrir el olvido.
Hay muchas heridas físicas, externas y visibles, que un simple tratamiento médico o una sencilla sutura sanan, pero debemos preguntarnos qué sucede con aquellas que no se ven, las que son invisibles incluso para quienes las sufren. En el marco del proceso de paz urge reflexionar sobre cómo las víctimas, directas o indirectas, afrontan estas invisibles pero profundas y dolorosas lesiones. Deberíamos tomarnos un momento y pensar en algunas situaciones concretas.
Como una madre esperando en la puerta de su casa a su hijo desaparecido. Como el insomnio de un padre cuya hija ha sufrido abusos sexuales. Como las relaciones sociales de tantas chicas tras esos abusos traumáticos. Como el trayecto de un niño a la escuela después de que su hermano haya sido mutilado por un artefacto explosivo. Como las pesadillas de una joven tras presenciar una masacre en su pueblo.
Basta pensar en la inserción en la sociedad de un adolescente cuyo único juguete ha sido un fusil. O en el ataque de un muchacho contra su amigo de la infancia enrolado en un grupo armado contrario. En la sonrisa ausente de un anciano desplazado ante la indiferencia de la ciudad. En la contemplación absorta del caudal de un río por el campesino amenazado por hombres armados que desatiende su plantación de plátanos.
Ante tantas escenas reales en la cruda actualidad colombiana, se encuentra una gran certeza: la atención en salud mental es una necesidad tan evidente como innegable. No es cierto que el tiempo cure todas las heridas. Es imperativa la inclusión y priorización de la salud mental en la atención primaria y la asignación de recursos humanos y técnicos para atender adecuadamente a los pacientes con afectaciones psicológicas y psiquiátricas dentro del sistema de salud.
En 2016, nuestros equipos en Colombia han atendido a más de 6.000 pacientes en más de 11.000 consultas individuales de salud mental e implicado a cerca de 40.000 personas en actividades psicosociales. En el 85% de los casos, los factores causantes de las consultas eran la violencia y la separación o la pérdida de familiares.
Nuestros pacientes han sido testigos directos de la violencia, víctimas de desplazamiento forzado y de amenazas, o han sufrido el asesinato o desaparición de algún ser querido. No sorprende pues que, entre los diagnósticos más habituales, se encuentren la depresión, el trastorno adaptivo y el estrés postraumático.
Nota: Este artículo fue publicado originariamente en la revista colombiana ‘Semana’.