Por Federico Larsen
En poco menos de diez días, la Argentina comenzará a enfrentar una serie de compromisos internacionales que representan cabalmente la intención del gobierno Macri de “volver al mundo”. Entre el 20 y el 24 marzo, en Buenos Aires, se realizará la XXVII ronda de negociaciones birregionales Unión Europea-Mercosur de cara a la celebración de un Tratado de Libre Comercio entre las partes. Entre el 5 y el 7 de abril, el World Economic Forum que se celebra todos los años en Davos tendrá su primera cita latinoamericana, justamente en Buenos Aires. En el cierre del mismo, el día 7, está previsto el primer encuentro entre presidentes de la Alianza del Pacífico y el Mercosur, en pos de profundizar la integración comercial entre los dos bloques. En diciembre, del 11 al 14, Buenos Aires será también sede de la Conferencia Ministerial Bianual de la Organización Mundial del Comercio. Y mientras tanto el gobierno argentino ya empezó los preparativos de cara a su semestre en la presidencia del G20, que tendrá su cumbre en Buenos Aires o Mar del Plata en la segunda parte de 2018.
Todos compromisos vinculados a una agenda marcada por la fe en el libre comercio, el multilateralismo y la apertura a los flujos financieros, la marca que el gobierno Macri quiere imprimir a la imagen de la Argentina en el mundo. Sin embargo, el mundo parece estar perdiendo su enamoramiento por los encantos librecambistas, y en varias regiones los intentos de acuerdo en ese sentido fracasaron por la oposición de sus poblaciones. Nos concentraremos aquí en la negociación que se llevará a cabo entre la UE y el Mercosur, y como ésta se puede analizar a partir de las contradicciones que el libre comercio ha demostrado en todo el mundo.
Los TLC de la UE en América Latina
El interés de la UE hacia América Latina no es nada nuevo. Frente al estancamiento de las negociaciones multilaterales en el marco de la OMC, Europa decidió reforzar sus acuerdos bilaterales con diferentes países, comenzando por México, con quien firmó en 2002 el Acuerdo Global que sirvió de modelo para la firma del mismo tipo de Acuerdo Preferencial con Chile en 2003. Si bien se estén negociando aún ciertas modernizaciones, se podrían tomar ambos ejemplos como los inicios de una larga serie de Tratados modernos de Libre Comercio entre América Latina y la Unión Europea. En 2006 la UE comenzó las negociaciones con la Comunidad Andina de Naciones (CAN), alegando su respeto por la búsqueda de integración en la región. Sin embargo, ante la negativa de Bolivia, Ecuador y Venezuela, de aceptar los términos del TLC, la UE logró convencer a Colombia y Perú de que adhirieran al acuerdo en 2013 signando en parte el estancamiento definitivo del proceso de integración andino. Ecuador, en un inentendible vuelco argumentativo pidió ser incluido nuevamente en el acuerdo en 2014, y firmó su puesta en marcha en noviembre de 2016. Este es, hasta hoy, el caso en el cual las implicancias de la firma de un TLC con la UE aparecen más evidentes, ya que buena parte de las clausulas impuestas al Ecuador contradicen su constitución de 2008 y su política de Estado camino hacia el Buen Vivir. El acuerdo obliga a armonizar algunos estándares fitosanitarios al régimen europeo, a certificar y registrar las semillas o conceder derechos de obtentor sobre plantas a productores europeos como si fuesen locales. Todos requisitos imposibles de cumplir para los campesinos e indígenas ecuatorianos.
Y allí está el tema central de los TLC que se están proponiendo y firmando en la última década. Basados en la necesidad de generar las condiciones necesarias para que capitales e inversores puedan actuar sin discriminación en ambos territorios, este tipo de acuerdo obliga a modificar leyes y reglamentaciones, generan adaptaciones obligatorias a tratados internacionales indeseables y favorecen principalmente a empresas transnacionales por sobre la acción de los Estados. El acuerdo que se está negociando entre la UE y el Mercosur no es excepción.
Ganadores y perdedores
La Comisión Europea (CE) encargó en 2009 un informe de evaluación del impacto que un acuerdo UE-Mercosur podría generar en ambos bloques. De la lectura del documento, elaborado por la Universidad de Manchester junto con firmas privadas europeas y latinoamericanas, se deduce en primera instancia que los beneficios se concentrarían principalmente en el sector agrícola del Mercosur, siempre y cuando haya una adecuación legislativa y acompañamiento de los Estados. Para la UE los beneficios se concentrarían el el sector manufacturero, y el mismo estudio advierte que “la disminución de la producción agrícola y alimentaria reducirá el empleo en dichos sectores”, e insta a la Unión a generar “programas de apoyo adecuados u otras medidas políticas” que mitiguen el impacto de la apertura comercial.
En el plano medioambiental, el informe alerta a los países del Mercosur acerca de “un riesgo de aumento de la contaminación del agua, requiriendo una normativa más estricta” y “un efecto potencial negativo sobre la biodiversidad, agravado por el desarrollo de la demanda de biocombustibles en Europa”.
El estudio concluye que un acuerdo entre las partes traería mayores beneficios económicos a largo plazo para los países latinoamericanos pero también mayores costos. No es difícil deducir que si los efectos del acuerdo generarán “beneficios económicos estáticos del orden del 0,5% del PIB en Argentina, 1,5% en Brasil, 2,1% en Uruguay, y quizá hasta del 10% del PIB en Paraguay”, y al mismo tiempo “pérdidas potenciales de empleo en diversos componentes del sector manufacturero y un deterioro en el nivel de las normas laborales en ciertas partes del sector agrícola”, su puesta en marcha acrecentaría la ya altísima desigualdad social en los países del Cono Sur.
Las negociaciones están estancadas justamente en los sectores de la producción que se verán afectados por el ingreso irrestricto de competidores. La UE, por la presión de Francia y otros países del Este, quiere excluir o reducir al sector agrícola del acuerdo (es decir el 70% de las exportaciones del Mercosur hacia Europa) y sobre eso insisten los medios. Pero hay otros aspectos que deberían acaparar la atención del público sudamericano, y de los cuales muy poco se sabe.
Mucho comercio, pero muy poco libre
Las negociaciones entre UE y Mercosur se llevan adelante desde 1995, cuando ambos bloques firmaron el Acuerdo Marco de Cooperación que dio vida al Foro Birregional de Negociaciones que ya ha llegado a su XXVII encuentro. Pese a las idas y vueltas en estos más de 20 años, la reunión de marzo en Buenos Aires cuenta ya con una serie de temas acordados, según el reporte elaborado por las delegaciones en octubre pasado en Bruselas, a excepción de las ofertas de acceso a los mercados. La Unión Europea presentó allí tres propuestas de acuerdo sobre el rol de las PyMES, las empresas estatales y las patentes. En todas se sigue el libreto de los TLC de nueva generación: preparar el terreno para inversiones extranjeras, eliminar todos los obstáculos para futuras decisiones de los inversores y proteger sus derechos aún cuando se deban modificar leyes de un Estado soberano.
En el capítulo dedicado a los servicios públicos, por ejemplo, la UE propone establecer parámetros basados en el Acuerdo sobre Contratación Pública (ACP) firmado en el marco de la OMC, del cual ninguno de los países del Mercosur es miembro. Sólo Argentina participa del Comité de Contratación del ACP como observador. Es decir, con la firma del TLC se abriría la posibilidad para que empresas europeas participen de la construcción de carreteras, aeropuertos, líneas ferroviarias y puertos, en las mismas condiciones que sus pares locales y bajo reglas que los países de la región han rechazado en otros foros internacionales. Y que para las empresas europeas ya son más que conocidas. Algo muy parecido sucede con las propuestas en torno a derechos de propiedad intelectual. La UE fija sus parámetros en función de acuerdos internacionales a los que los países del Mercosur no han querido adherir, como el Tratado de Singapur sobre marcas o el Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor (WCT) o el Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (WPPT). Estos últimos han sido creados para garantizar el cumplimiento de los estándares de EEUU en materia de propiedad intelectual, un requerimiento al cual los países periféricos siempre se han resistido y han sido inclusive sancionados unilateralmente (en el Mercosur, Brasil en 1985, 1987 y 1993 y Argentina en 1988).
Pero una de las propuestas más llamativas tiene que ver con el pedido de adhesión a los estándares marcados por el acta de 1991 de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV91), al que los gobiernos del Mercosur se resisten. Se trata de un convenio que regula el derecho exclusivo de una persona o empresa de poder multiplicar una variedad vegetal registrada y protegida por él. Lo que equivale a impedir que pequeños productores campesinos e indígenas puedan cultivar determinadas variedades de plantas registradas sin pagar una patente a su obtentor.
La solución europea para el neoliberalismo latinoamericano
Los documentos y propuestas discutidas en las negociaciones son, en su gran mayoría, secretos. A pesar de la importancia que recubren para millones de personas, los detalles de los TLC suelen darse a conocer sólo una vez acordados entre negociadores. Sin embargo, los documentos públicos pueden darnos indicios del contenido de las charlas. En octubre pasado, las partes acordaron revisar el capítulo dedicado a los mecanismos de arbitraje y solución de controversias “a la luz de los TLC firmados más recientemente”.
Los últimos TLC en los que la UE tomó parte fueron el fracasado Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos (TTIP) y el Acuerdo Económico y Comercial Global (CETA) sellado entre la UE y Canadá. En ambos, el tema de cómo dirimir las controversias surgidas entre una empresa inversora y el estado receptor fue central. Las instancias existentes hasta ahora, como la corte de arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional, el Sistema de Solución de Diferencias de la OMC, el Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias sobre Inversiones (CIADI) del Banco Mundial han demostrado su clara intención de privilegiar siempre la inversión privada por sobre los derechos soberanos de los gobiernos. Bolivia, Venezuela y Ecuador ya abandonaron el CIADI, por ejemplo, por manifiesta parcialidad en contra de sus gobiernos. En 2014, la Comisión Europea llegó a organizar una consulta pública de la que participaron 150.000 personas para saber si los europeos estaban de acuerdo con la inclusión de este tipo de arbitrajes en las negociaciones del TTIP. El 97% votó que no. Un rápido análisis de los TLC en el mundo nos muestran que existen 1600 tribunales de resolución de diferencias ligados a unos pocos estudios jurídicos internacionales a los que también suelen recurrir las grandes transnacionales. En un intento por transparentar el sistema, la UE generó una nueva propuesta de arbitraje, un Comité Comercial que incluyó en el texto del CETA negociado con Canadá y que prevé la intervención de un tribunal ad hoc constituido por 15 miembros (5 europeos, 5 canadienses y 5 internacionales). Pero, al fin y al cabo, los recursos de apelación también terminarían en manos del CIADI. Así, en las últimas cumbres internacionales, la UE presentó su propuesta de generar un Tribunal Multilateral de Inversiones, que ya recibió el apoyo del gobierno argentino y forma parte de las negociaciones por actualizar los TLC con Chile y México. Ese puede ser el modelo que se discuta en Buenos Aires, sin que se ponga en cuestión el espíritu general de protección de la inversión extranjera.
Es decir, más allá de las cuotas de apertura comercial, queda claro que la negociación entre Mercosur y Unión Europea mantiene las características de los acuerdos neoliberales de nueva generación: un ordenamiento jurídico global e inflexible, jerarquizado frente a derechos sociales e individuales locales y blandos; legislaciones nacionales desreguladas y actos soberanos cancelados por acuerdos comerciales en función de la “seguridad jurídica”; una integración subordinada y desequilibrada al mercado global, y la aceptación de la nueva división mundial del trabajo.
Si se revisan los compromisos que los gobiernos de los países del Mercosur están asumiendo a nivel internacional en el último año, se podrá ver que la tendencia general es a asumir a este tipo de orden global. Macri, Temer, Cartes, e inclusive Tabaré Vázquez, han tomado la vía que los aleja de la protección de los derechos sociales y soberanos de sus países -caricaturizados por la derecha en el caos venezolano- para encarar la ancha avenida neoliberal, la única posible ahora frente al auge de gobiernos “populistas” y “proteccionistas” como el de Trump. Será el nivel de conflictividad social, como en la América Latina de principios de los 2000 o la Europa de 2015/2016, el que podrá definir si estos proyectos prosperan o deberán reformularse.