por Santiago Brunetto para El Furgón
Lo que sabemos de César González por los medios de comunicación es que nació en 1989 en Villa Carlos Gardel y que a los 16 años, cayó en el instituto Agote para luego ir a al penal de Marcos Paz. Sabemos que en el transcurso de esos días se encontró con la literatura y que en el arte emprendió su camino de escape a la muerte. Que así se convirtió en Camilo (Cienfuegos) (Domingo) Blajaquis, para presentar con ese nombre su primer libro de poesía La venganza del cordero atado. También sabemos que se topó con el cine, algo que convirtió en su principal actividad y que, al día de la fecha, lleva realizados tres largometrajes.
Lo que los medios resaltan es su historia de vida, de resurrección: “El pibe chorro que salió de la cárcel para convertirse en artista”. Lo que los medios suelen dejar en segundo plano es la otra pata de la base del arte de César González: su pensamiento filosófico-político-estético; en esta indisociable articulación nos introducimos con este diálogo.
-¿Cuál es la función del arte en la sociedad?
-Tarkovsky, un cineasta ruso, decía que el arte pone al hombre ante el interrogante de por qué está en este mundo. No veo fronteras ni excusas que separen la obra y la vida del artista. La obra ante todo debería ser la vida. El artista debe saber que siempre hay sentido en la pregunta “¿qué puedo hacer?” Porque si aún mueren miles en guerras, de hambre, en la cárcel, enfermos, abandonados por nosotros mismos, quiere decir que hay mucho por hacer.
Yo creo que hay una injusticia histórica entre el arte y los pobres, en el caso particular argentino, con las villas y los villeros. Lo más difícil de alcanzar, lo que genera más intolerancia, es que un villero quiera ser artista. Que un villero tenga un trabajo o “derechos humanos” garantizados no es una fantasía imposible de realizar, hasta ha habido gobiernos que lo han logrado. Pero en cambio, si planteas la posibilidad de que esa rata escondida en la cloaca de la sociedad, que es el villero, salga para querer llegar al museo, al panteón, a las salas de cine, a ser un autor sin tutor, sin psicólogos que lo vigilen, aprueben o desaprueben, eso genera mucha más intolerancia que un villero reclamando pan y trabajo. Si un villero exige un lugar dentro del arte, despierta sentimientos muy oscuros y miserables.
-¿Cómo analizás el trato que históricamente el cine argentino le ha dado a la villa?
-Yo lo que veo es una abundancia de películas sobre el tema, pero una escasez de sensibilidad. A la villa no se la filma para tratar que la sociedad comprenda que allí hay una sobredosis de balazos y muerte, que se hacina a la gente para hacerla cumplir las peores tareas laborales. El punto de vista tiene el aura del espectáculo, está hipnotizado por la lógica del show. Es filmar la villa como un fin en sí mismo, así el director puede quedar como un tipo bueno, de orientación progresista.
Esto se resume en el hecho de que la mayoría de las películas son un espejo del mundo ideal o perverso de las burguesías nacionales globalizadas. Las películas están al servicio de caracterizar las costumbres, valores, formas de vestir, de comer, de hablar, de divertirse. Refleja desde sus gustos arquitectónicos hasta turísticos. En la mayoría de las películas siempre hay hogares lindos y comida en la mesa, cuando en la vida real esas cosas son sólo privilegios de una casta, que es también dueña del cine.
Por otro lado, la mayoría de los estudiantes de cine provienen de un segmento socio económico y racial muy específico, y comparten el mismo motor para motivar su carrera: “pegarla”, haciendo cine de género o de autor, eso no es más que un detalle. Se pueden declarar realistas y modernos, decir que “están revelando” la realidad de la pobreza, pero en verdad la están enmascarando. Hacen películas donde la reflexión final es clerical y culpabilizante. Si en el cine argentino aparece la villa no es para revelar las injusticias omnipresentes que viven los villeros, sino como aventura libidinal de los directores sobre la violencia de las villas. Te vas del cine sin sentir nada de empatía con los villeros. Hay un sinfín de ejemplos: Elefante Blanco de Trapero, Ciudad de Dios, etc.
Debemos escarbar hasta los abismos y ser muy generosos para encontrar películas activas, que incomoden, que estén acordes a la crueldad reinante. Parecería que la mayoría de los cineastas fueron hechizados por la pasividad compulsiva. En el terreno formal el desierto es más sofocante. Una cartelera de cine parece una cadena de montaje industrial. La mayoría de las películas se realizan de forma similar, tienen un trabajo con la cámara idéntico, y la mayoría de las tramas no son más que pequeñas órbitas en torno a las frases más vulgares de la obra de Freud.
-Entonces, ¿cómo podría el cine reflejar las verdaderas problemáticas de la villa?
-Yo sigo el concepto de cine pobre. Lo encontré en Jean-Louis Comolli, que es un francés teórico de cine y director. Él habla de cine pobre como un método de filmar, de trabajo, en el que no hace falta más que una cámara y una “necesidad”, como dice Deleuze. Porque en la mayoría de los casos los cineastas consideran más importante los medios que el fin, la calidad técnica por sobre los resultados emocionales y vibracionales.
–Exomologesis, tu última película, se realizó de forma autogestionada y con los recursos mínimos y necesarios. ¿Es un ejemplo de cine pobre?
-Sí, fue una película que se puede resumir con una frase de Bergson, filósofo francés, que dice que la materia está siempre haciendo del obstáculo un medio. Abracé esa idea para esta película. El obstáculo era la falta de recursos y dinero para filmar: una cámara mejor, luces resplandecientes, multitud de técnicos, etc. Desde el principio supe que las condiciones y los recursos materiales iban a escasear. Frente a eso había dos opciones: no filmar, quedarse a la espera de un milagro burocrático que me brinde los recursos, o filmar igual con los elementos justos y necesarios, junto a las personas predispuestas a trabajar ad honorem. Por eso una especie de ascetismo cinematográfico recorre toda la película. Los obstáculos se convirtieron en el medio mismo… y esto en el cine que es el arte más elitista, más caro. Porque es raro o excepcional ver proletarios o villeros siendo dueños de los medios de producción cinematográficos. Si vemos villeros que hicieron algo artístico siempre hay una clase media tutora en el medio, o al costado, camuflado entre largas barbas. Ser artista es una cuestión de vestuario. Alcanza con vestirse y actuar como poeta, más que ser y vivir como tal. En cine no es garantía de nada declararse o presentarse como independiente. Y a esta confusión el cine pobre viene a responder y clarificar, porque es un gran concepto. Te obliga a estar más vivo e intenso en los rodajes. Al no delegar funciones en empleados, al ser pocas personas en el set, se sale de la comodidad indirecta e inconscientemente y ahí si estas realmente en una película como en un campo de batalla, como decía Samuel Fuller. Y ese campo de batalla puede ser revolucionario si el director toma el arma con sus manos. Necesitamos directores soldados de primera línea más que altos generales planificando todo a la distancia. Que sean más atletas, las imágenes podrían ser más físicas, explorar en profundidad los efectos musculares de usar una cámara, hacer del cansancio del organismo parte de la sustancia de una película.
Y no es un cine que hacen los pobres únicamente, porque el problema de base no es que las películas sobre los pobres las realicen personas de clase media. Nanook, el esquimal (1922) la filmó Robert Flaherty y era un burgués estadounidense. Ni Eisenstein ni Godard provienen de la clase baja, Rossellini es hijo de un banquero, y ellos hicieron películas brillantes sobre la pobreza. Y al mismo tiempo podés ser de la villa y aprovechar tus vivencias como la materia prima de tus películas, para que la gente de afuera entienda un poco mejor las enormes problemáticas del lugar, o hacer una película que reproduzca los discursos que andan en la televisión, en los diarios. Entonces es una cuestión más de percepción que de clase.
-Siguiendo esto último, ¿cómo ves la relación actual entre clase media y clase baja?
-El hecho mismo de que personas provenientes de la clase media o alta vengan a ver la película de un villero, que lo escuchen, que le den un lugar para exhibir sus obras, es de por sí un acontecimiento. Yo creo que el triunfo de Macri ha servido para que muchos salieran de una pachorra política.
-¿Qué cambia con el macrismo en la realidad política de las villas?
-Yo no soy de los que van a entrar en un pánico esquizofrénico o una tristeza mortal porque ahora nos gobierne un supuesto gobierno de derecha. Considero que nos imponen a que seamos testigos de obscenas y pornográficas reglas de juego. Así es la democracia capitalista, funciona por relevo, por alternancia. Si hay keynesianismo llegará el momento de la variante neo-liberal. El máximo beneficio que se nos permite es el binarismo partidario. Debemos conformarnos con los recreos del Estado de bienestar.
La pregunta es cómo vencer o al menos resistir a la muerte. En ese sentido el triunfo de Macri ha servido para que muchos salgan de la pachorra política. Desde hace un tiempo vemos en el mundo que cuando gobierna la lujuria del mercado sirve para evidenciar más las contradicciones y deformidades del cuerpo social. La previsibilidad pública de las medidas económicas que refuerzan las desigualdades, es una paradoja que a veces ha servido como la chispa decisiva para el inicio de una movilidad en la conciencia colectiva. Algo que ya está en Marx: cuando él dice irónicamente “viva el libre mercado”, porque así el obrero podía tener herramientas más sólidas que lo ayuden a tener noción de su condición de explotación. El discurso de la burguesía ha sido siempre “cínico”, grosero y explicito, nos dice Foucault. Ese cinismo puede, sin querer, desencadenar más acontecimientos políticos en la vida de las personas que el discurso igualitario e inclusivo.
-Tu cine tiene base en las filosofías de Marx y Foucault. Este es un enlace que no ha sido fácil de tratar en la historia de la teoría social.
-Sinceramente a mí me pasa que cuando leo a Foucault, sino me dicen que es él, para mí podría ser Marx. Porque ambos analizan y adelantan el futuro mezclando ciencia y romanticismo, empleando precisión quirúrgica en sus sentencias sobre las peores crueldades sistemáticas del ser humano. Foucault se metió y describió las instituciones de encierro, pesadillas despiertas de la realidad, nos mostró que el poder es nuestra forma de relacionarnos, algo que nos interpela en lo personal, que nos cuestiona pero también nos salva infinitamente; no enamorarse de ese poder nos puede salvar. Ambos analizan las relaciones humanas. Por eso juego con esto de que Foucault reescribió, hizo una remake de Marx. Yo valoro el amor y el coraje de todo autor que no se resigna al presente. Ellos escribieron en épocas del capitalismo diferentes, pero ambos fueron igual de peligrosos. Marx no llegó a ver ni siquiera el automóvil, pero ya había adelantado el fordismo. Foucault nos predijo el eros neoliberal de nuestros días. Y esto que menciono es un milímetro de sus edificios conceptuales. En este sentido, para mí los dos son igual de importantes en mi trabajo cinematográfico.
-¿Cómo es ese neoliberalismo que predijo Foucault para nuestros días?
– Yo creo que el fordismo tuvo su metamorfosis. Pasamos del personaje de Tiempos Modernos de Chaplin, a un nuevo prototipo de obrero, un proletariado no solo físico sino cognitivo, dice Toni Negri. Pero aún hay escenas que nos remontan al Medioevo, o que no tienen nada que envidiarle al suplicio de Tupac Amaru. El sujeto moderno como el antiguo defiende la esclavitud y pelea por ella. La diferencia quizás sea que en otra época de la historia existían miles de obreros que iban a la fábrica, sí, pero tristes. Hoy en cambio la mayoría defiende la “cultura del trabajo” sacrificando su vida misma, si se requiere. El neoliberalismo ha hecho algo que no ha hecho el Estado socialista: prestarle atención al deseo, dice Guattari. Por eso “si vos querés lo podés tener” es uno de sus mantras de cabecera.
-¿Cuál es lugar del villero, del delincuente, del “excluido” en este contexto?
-Hay un texto breve llamado Elogio del crimen donde Marx nos dice que la delincuencia es más una causa que un efecto dentro de la sociedad capitalista. Es algo que activa una multiplicidad de profesiones, que cumple una función específica en el engranaje productivo, cultural e intelectual de una sociedad, produce riqueza. Esto se ha actualizado foucaultianamente cuando vemos que hoy en día sirve como palanca justificadora del control social, biológico y molecular de la población. Nos saturan de teorías neurocientíficas donde se nos quiere convencer de que hay una inferioridad cerebral intrínseca entre los pobres, es decir, entre el repetido suministro de población carcelaria. Se nos dice que son el peligro biológico de la sociedad, pero no se nos dice que son la nafta monetaria y salarial para un montón de abogados, fiscales, jueces, trabajadores sociales, psicólogos, educadores, etc.
-Por esto mismo vos te encargás de resaltar en todas tus películas el lenguaje original de las villas. ¿Cuál es el valor que le das?
-Como toda lengua primitiva, las jergas carcelarias y villeras están en peligro de extinción, entonces lucho porque eso no pase. Los villeros, desde que son concebidos, empiezan a ser explotados, hostigados, segregados, encarcelados… ¡Por lo menos dejemos que hablen como quieran! Y con las palabras que prefieran. Hoy el aparato de Estado, con sus maquinarias y tropa de técnicos, pretende aniquilar esto. Los mismos educadores que prohíben las palabras primitivas las usan para quedar como progres cool y pop. Hay muchos que hoy usan a cada rato el “Macri Gato” y después cuando van a cumplir la función de educador en alguna institución del Estado les prohíben a los pibes utilizar términos similares.
En mis talleres de arte, Spinoza, Platón, Nieztche, Borges, Arlt o Gauguin son traducidos al lenguaje tumbero. En la cárcel se crean palabras e ideas que reemplazan con suma prolijidad e ingenio su representación etimológica, para que no puedan ser descifradas ni decodificadas por nadie del aparato institucional. Hay todo un trabajo mental y un esfuerzo cognitivo por parte de los presos, esas palabras tienen un valor político.