Por Katya Torres.
En palabras de Fenelón: La guerra es un mal que deshonra al género humano. Lamentablemente, al revisar la historia de la humanidad nos enteramos de que esta deshonra ha estado presente entre los nuestros desde tiempos inmemorables. En el caso de mi país, El Salvador, pequeño territorio ubicado en la costa del océano pacífico, de tan solo 22.000 km², el más pequeño entre sus vecinos centroamericanos, también atravesó un período oscuro y cruento de guerra nacional, durante casi 13 años.
La guerra civil en El Salvador enfrentó a dos bandos que siguen en disputa, a nivel político, hasta la actualidad. Por un lado, la extrema derecha, representada por el partido que hasta entonces había ocupado el Gobierno desde el final de los períodos de las juntas cívico militares, con el estandarte nacionalista del partido político ARENA (Alianza Republicana Nacionalista); y, por el otro, el grupo guerrillero que para entonces empezó también a participar políticamente, bajo el otro estandarte de izquierda, alrededor del partido político que después ocupara el gobierno, en la actualidad el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional).
Más allá de hacer un recuento de los sangrientos y viscerales hechos que acontecieron desde que inició la guerra, de 1980 – 1992, en este artículo se trata de destacar el actual estado democrático y pacífico que se supone vive la sociedad salvadoreña, con motivo de la celebración de los 25 años de este importante hito en la historia del país, el pasado 16 de enero.
Mucho se ha dicho sobre este proceso, iniciado desde la firma de los Acuerdos de Paz, en Chapultepec, México, el 16 de enero de 1992, entre las dos facciones políticas señaladas. Sin embargo, siendo El Salvador uno de los países con más pobreza, desigualdad, inseguridad ciudadana y casos de corrupción en la región, el balance que puede hacerse de un proceso pacífico y reformista es, en realidad, desventajoso políticamente para sus artífices, sombrío y desesperanzador para sus ciudadanos, y optimista para sus críticos externos.
De tal manera, a pesar de haberse pactado un proceso de paz, concordia y negociación a nivel nacional, opuestamente en el país se observa una sociedad que padece de injusticias sociales, inequidad en la distribución de los beneficios, fragmentación y pérdida de identidad cultural, debido a influencias extranjeras, y una institucionalidad débil, corruptible, moldeable según los intereses de los captores del Estado.
Al referirnos a captores aludimos a estos pequeños grupos de poder que han realmente gobernado desde el período de mayor esplendor, es decir, desde la década de los 50 o 60, cuando el país era uno de los principales exportadores de café en el mundo.
Debido a las sucesivas crisis del Estado, las privatizaciones de los 90, y al tener a los Estados Unidos como centro del motor político y económico, los problemas sociales y estructurales se han dinamitado.
Por tanto, lo que actualmente vemos no es más que el resultado de esa implosión. En un país donde los niveles y condiciones de educación y cultura también son bajos, no puede esperarse un escenario diferente al que actualmente atravesamos. A pesar de existir opiniones en contrario, tal vez más optimistas, el análisis acá expuesto no hace más que expresar que las condiciones democráticas o pacíficas a las que se alude, iniciaron a fundarse con los Acuerdos de Paz, pero no han siquiera empezado a construirse.