La banda que cometió el hecho viene merodeando el barrio desde hace varios meses. Nosotros, mi mujer y yo, nos dimos cuenta y quisimos advertirle a los vecinos. Somos los más veteranos y ya soportamos episodios así en otras épocas. Pero ellos que no, que sólo queríamos meterles miedo, que los nuevos (así les llaman, los nuevos) se reunían en la casa más linda para proponernos algunas mejoras, que eran gente de apellido, que hasta el verdulero les fiaba.
La cuestión es que anoche entraron. Sin armas de fuego ni armas blancas. Apenas, y como una señal que los identificaba, ellos y ellas usaban un guante níveo en la mano derecha, de esos largos que llegan casi hasta el codo y cada uno tenía un cepillo de dientes en la boca de una marca conocida (tres letras), circunstancia que dificultaba entenderles cada vez que, con soberbia y prepotencia, nos intimaban a darles todo.
Yo estaba viendo televisión, una de espías truchos. Mientras trataba de discernir si era una comedia o un mal thriller y Celia masticaba su bronca con un trabajo que se le escapaba como arena entre los dedos, entraron.
Revisaron todo. Como en la mala película que estaba viendo (era en el Canal «Volver») dieron vuelta los colchones, desparramaron los cajones, buscaron detrás de los libros y las carpetas y hasta abrieron la heladera para encontrar lo que buscaban.
Para nuestra sorpresa sólo se tranquilizaron cuando uno de ellos les mostró, con cara triunfal, un papel. Lo hallaron en uno de los cajones largos de la cómoda del dormitorio, allí donde guardamos facturas pagadas y bonos de sueldo (¡oh! aquellas épocas en las que percibíamos sueldos). El que asumía la jefatura del afano enarboló el trofeo: el bono de mi jubilación, la mínima, la que, bajo el nombre de Retiro por Discapacidad, me permite el lujo de juntarme todos los sábados a la mañana con la barra del café y poco, poquito más.
El tipo me miró fijo y determinó que, según consta en el papel, yo estoy «sobreestimado». Quizá tenga razón, pero esa sobreestimación no me alcanza para comprar algunos remedios que mi cuerpo cansado necesita para sobrevivir ante el desgaste natural.
Lo que no termino de entender es la pasividad del vecindario. Ya se enteraron del raíd afanatorio y siguen viendo la novela de la tarde como si nada.