Este período estival está siendo amenizado por un festival de candidatos presidenciales en medio de una apatía ciudadana sin precedentes, lo que demuestra que en este país, y muy probablemente también en muchos otros países, se está transitando por dos pistas, la del mundo político y la del mundo de las personas comunes y corrientes, cuya mayoría le está dando la espalda a los políticos.
No cabe duda que existe un desencanto con la democracia que tenemos. Al parecer, porque nos habíamos hecho expectativas, defraudadas, no obstante los innegables progresos que se registran desde la última década del siglo pasado. Progresos que se expresan esencialmente en términos de la reducción de los índices de pobreza y los aumentos en las capacidades de acceso a bienes y servicios que en el pasado nos estaban vedados.
Estos progresos debieran llevarnos a mayores niveles de satisfacción. Sin embargo, no es precisamente esto lo que observamos, sino que por el contrario, un malestar, como consecuencia de un creciente sentimiento de marginalidad, fragilidad y precariedad que termina por sembrar inseguridad.
No pocos han dejado atrás la pobreza para conformar lo que podría llamarse una capa media baja, pero a costa de más horas de trabajo, más informalidad, más trabajos temporales y/o más endeudamiento, más dependencia de subsidios, por lo que ante cualquier crisis están ante la posibilidad cierta de volver a la pobreza. Y bien sabemos que las crisis están a la vuelta de la esquina y no dependen tanto de nosotros mismos, de nuestros méritos, de nuestra capacidad para aprovechar oportunidades, como de ”terceros”, por lo general políticos, empresarios o ejecutivos llamados a cumplir órdenes o normas.
En medio de este escenario llama poderosamente la atención el énfasis puesto en torno a las distintas candidaturas presidenciales sin que exista similar acento en las propuestas o programas, así como en los equipos de trabajo. Como si se pensara que da lo mismo, lo importante es el candidato. El programa sería lo de menos.
Desafortunadamente la experiencia nos dice que no da lo mismo, que el programa de gobierno es tanto o más importante que el candidato, sobre todo cuando tras el candidato hay una coalición. Si soslayamos el programa de gobierno, lo reducimos a unas pinceladas gruesas, corremos el riesgo que cada uno interprete su contenido a su pinta, decorándolo con sus respectivos matices.
Urge que cada candidato, y su respectivo equipo de trabajo, vayan más allá de generalidades, de expresiones de sentido común y se la jueguen con posturas claras sobre cada una de las temáticas públicas de interés ciudadano que hemos visto posponer una y otra vez sin que nadie le ponga el cascabel al gato.
¿Hasta cuándo seguiremos jugando a las escondidas? El país no puede continuar con este diletantismo sin que su convivencia se vea afectada. Es hora de cada candidato visibilice su propuesta y equipo de trabajo con absoluta claridad, y deje de andar jugando a los bandidos. De lo contrario se corre el riesgo que la abstención ciudadana siga en ascenso.