Cuando solo vemos números, el daño pasa inadvertido
Guatemala sigue destacando entre los países menos desarrollados del mundo. Contrastando con su buena posición en cifras macroeconómicas, la miseria en la cual se hunden las oportunidades de progreso futuro y los sueños de sus nuevas generaciones, demuestra sin sombra de duda la persistencia de un sistema feudal de tenencia de la tierra, de los medios de producción, de una legislación orientada a perpetuar los privilegios, todo ello en medio de un entorno corrupto alimentado por quienes se benefician de esa torcida forma de administrar la riqueza nacional.
En realidad, hacen falta las buenas noticias. Aquellas capaces de poner en grandes titulares el logro de los objetivos. No importa de cuáles se trate, si los del milenio o de desarrollo sostenible, de cuya existencia pocos ciudadanos se han enterado. Pueden ser objetivos mínimos, pequeños, locales, éxitos comunitarios cuya suma vaya consolidando avances para los más pobres, pero cuya influencia alcance a sus vecinos y de allí adquieran la fuerza necesaria para generar las transformaciones que el país necesita.
Sin embargo, las noticias más destacadas suelen venir con el tono siniestro del crimen organizado o las intrigas de quienes, desde los centros de detención, trabajan horas extra para recuperar el espacio perdido con la amenaza siempre latente del retroceso. El verdadero tono de la noticia es, hasta cierto punto, inmune a influencias externas. Es como el agua, indetenible. Se cuela a pesar de todo y marca tendencia. El verdadero tono invade la psiquis y define actitudes con su poder subliminal y por más esfuerzos por disimular la realidad, esta se hace presente cada hora del día. La ciudadanía sabe que detrás del discurso optimista está el reflejo de un fracaso político y social innegable.
Las buenas noticias han tardado más de 5 décadas, cuando el proceso de deterioro social se fue afianzando en la pérdida de derechos civiles, en la represión explícita y luego implícita -porque había llegado la democracia, una que jamás alcanzó a madurar- mientras la población se dividía entre pocos ricos y muchos pobres. Así las cosas, imposible evitar pertenecer al tristemente notorio círculo de los países más violentos del planeta, en un deshonroso segundo lugar. Porque con la pobreza viene la frustración, el alcoholismo, el abuso sexual y el feminicidio. Porque en un ambiente semejante, en donde pocos gozan de sus derechos a la educación, a la salud y a la alimentación, la especie humana se voltea en contra de sí misma en una patética regresión hacia los instintos.
Al mencionar los Objetivos de Desarrollo –cualesquiera sean estos- el ciudadano ilustrado se estrella contra una realidad incontestable de racismo, exclusión de grupos bien definidos: mujeres, niños, población rural, población indígena. La pirámide se percibe cada vez más estrecha en la cúspide y más ancha en su base, en donde están quienes producen toda esa riqueza que se va en prebendas, impuestos evadidos, contrabando, sobornos y lujos para la burocracia. Quienes en su vida, estragada por el esfuerzo diario, aún tienen fuerzas para detenerse y observar el escenario político, ven frustradas sus esperanzas de cambio y terminan por aceptarlo como una maldición divina.
Las malas noticias deberían despertar los ánimos de una sociedad dormida, hacerla reaccionar para transformar los engañosos números del subdesarrollo en avance hacia los objetivos elementales planteados por la ONU a nivel mundial. Salir de los listados de la vergüenza, escapar del ojo crítico de la comunidad internacional, pero sobre todo, del de sus propios ciudadanos.