La celebración de la Navidad en Cuba, durante no pocos años, se fue haciendo a un lado. En buena medida, dado a que un partido comunista gobernaba el país y en parte, a que la iglesia católica en la isla nunca ha tenido una feligresía mayoritaria, salvo en los iniciales tiempos de la colonia.
En los primeros años del llamado Período Especial –crisis económica en el país caribeño desatada como resultado de la desaparición de la URSS y el mundo socialista europeo-, la contingencia llegó al punto de que resultaba imposible realizar dos grandes festividades en el mismo fin de mes y menos, durante una semana. Ante ello, los cubanos, tanto el Estado como la sociedad, escogían el 31 de diciembre, no solo como fecha de advenimiento del nuevo año, sino como celebración del triunfo de la revolución -1ro. de enero de 1959-.
Por entonces, el gobierno, en un intento de ayudar a las familias en los preparos de la fiesta, habilitaba expendios de alimentos elaborados en grandes comedores populares donde se repartía lo confeccionado -traído de los almacenes estatales- a partes iguales y en raciones casi simbólicas. Por entonces, el sector privado no existía en ningún sector de la economía.
Sin embargo, con la visita en enero de 1998 a La Habana de Juan Pablo II, la Navidad volvió a tomar carácter oficial o al menos, el Estado lo consideró como feriado nacional y algún canal televisivo de menor audiencia y sin ser tan publicitado, transmitía en vivo y desde Roma, el mensaje del Sumo Pontífice.
La economía nacional fue mejorando, no solo por la gestión interna de supervivencia demostrada en todo sentido –eran los años de los ejércitos de bicicletas que lograban transportar hasta tres personas a la vez, proliferación de agricultura familiar y urbana y el comienzo del turismo extranjero- sino también por la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela.
La cotidianidad del cubano se hizo más llevadera y con ello se permitió el gasto que conllevan estas reuniones familiares con las cuales nunca el sentir nacional ha estado reñido. Antes bien, ya para el siglo XIX, el intelectual José Antonio Saco se quejaba de los tantos feriados en el calendario insular y su afectación a la disciplina y la seriedad ante el trabajo.
Actualmente, el motivo de las cenas de Nochebuena se da por meras razones familiares. Nadie se pregunta si el Nazareno nació o no ese día y si bien las iglesias católicas se abarrotan durante la Misa del Gallo, ello solo se puede entender desde el profundo sincretismo religioso con la religiones animistas afrocubanas.
Un cubano típico es capaz de saberse al dedillo el Padre Nuestro, y quizá hasta el Credo, pero se debe principalmente porque se emplea en los rituales mágicos religiosos oficiados por los babalawos –sacerdotes de los cultos afrodescentientes-.
En Cuba, la Navidad consiste en una gran cena con carne de cerdo, arroz congrís –una mezcla de frijoles negros o colorados cocinados a la misma vez con el arroz-, el tubérculo llamado yuca, cubierto del mojo caribeño –por completo distante del canario- y la ensalada de vegetales, donde predomina para la época el tomate, la lechuga y un esporádico aguacate, en tanto que la zanahoria y en término medio, la col, son menos escogidas por la cocina tradicional.
Más que el vino, dichas cenas son dadas a ser presididas por la cerveza y el ron, aunque en alguna casa se puede encontrar un cabernet-sovignon o algún otro de factura casera, muy dulce, fermentado con frutas, azúcares y miel, al punto que al paladar del visitante puede terminar siendo un jugo almibarado con alcohol.
Los más pudientes compran clásicos turrones de Alicante o Gijón, herencia del colonizador ibérico, o de lo contrario se sustituye por el folklórico turrón de maní molido o en granos.
Es una gastronomía matizada por las grasas, los azúcares y las sazones intensas que se exageran en estas fiestas. Y es que la mesa es el reflejo de la intensa espiritualidad cubana.