Por Gustavo Figueroa 
Entrega en 7 capítulos.

Machi Pinda: .”El conocimiento que sana es el conocimiento mapuce”.

Furilofche, territorio mapuce. Taiñ Rakizuamun Entulepaiñ (sacando nuestro pensar) fue una actividad pensada y llevada adelante por el Espacio de Articulación Mapuche y Construcción Política y el Colectivo Intercultural Mamüll Muley. Cada una de las voces que estuvieron presentes en este (segundo) encuentro intercultural dejaron una definición indispensable e imprescindible para repensar -a través de la presentación de distintas intervenciones, pensamientos y creaciones artísticas- los discursos y la historia (oficial) que recae sobre el pueblo mapuce. Crónica (visual), dividida en siete capítulos, de las definiciones trazadas.

“Seremos perseguidos por despertar el sol / hemos llorado durante miles de años nuestros muertos y aún no sabemos nada sobre la muerte”. Machi Adriana Pinda, del libro de poesías “Parias Zugun”.

“Como animales en el lelfu y en la mapu están desparramados los huesos de los logkos, de los guerreros y konas / y como huevos de choike están blanqueando los huesos de los parientes”. Jorge Spíndola, presentación de “Documentos de barbarie – Kuñuefal Piam Puel Ka Ngulu Mapu Mew”.

“Acá sigo floreciendo en cada sol, desde cada noche oscura / Soy árbol, aire, piedra, tierra./ Neneo en la línea sur, pehuen en la cordillera / Soy mi abuelo y su kahuel / Soy  la bronca de aquel logko que renace en las memorias de los que no se rindieron, los que no se marchitaron, los que hoy siguen floreciendo; los hijos de Inacayal, Purran, Pincen, Calfukura / También soy, somos, seremos neneo, coiron, viento, piedra; chuza y lanza / Siete heridos se ensangrientan, mi corazón libertario, pero al ser chulengo escupo la bronca de mis abuelos”. “Aukanche”, poesía de Rodolfo Cancino.

“Un pewma hace historia”. Claudia Briones (antropóloga) durante presentación del libro “Parentesco y política: topologías indígenas en la Patagonia”.

Introducción

Kimvn (sabiduría), Newen (fuerza), Kume dungun (buena palabra), Kume Rakizuam (buen pensamiento) son palabras y frases que se repiten como conceptos; son principios de vida (mapuce) que se repiten en el meli witran mapu (cuatro puntos cardinales de la tierra); en cada trawün (encuentro), en cada Nguillipun (ceremonia), en cada lof (comunidad), en cada mapuce (gente de la tierra) está presente la difusión –de parte de las autoridades filosóficas y espirituales– de estos principios de existencia y diálogo contemplativo; siempre prevalece la contemplación respetuosa dentro de la cosmovisión mapuce. “Un longko debe ser una persona que respete a todo el mundo, debe respetar a todos los che (gente) que habitan la ñuke (tierra); debe ser un kumeche (buena gente)”. “Pero hay que conocer y para conocer hay que transitar el territorio”, me advierten certeros jóvenes mapuce. Y en ese proceso ando. Asumo como propia una práctica cultural ancestral. En cada lugar que visito encuentro la sabiduría de jóvenes y mayores mapuce que abundantes proliferan como lawen (plantas medicinales) sobre las calles esquivas del mundo subalterno. “El conocimiento sana”, define la Machi Pinda. Parafraseo otra de sus frases y reflexiono: “nosotros y nuestro pensamiento somos el remedio”. Por los senderos más despreciables caminan despojados, estigmatizados, irreconocibles mis hermanos y hermanas. Cada encuentro que logramos concretar responde a una forma de construcción filosófica y espiritual, pero también política. Logramos calmar la tristeza del recuerdo; durante unas horas nos fortalecemos, tejemos redes, articulamos fuerzas, bebemos como desde un ojo de agua la sabiduría de nuestro mayores. Luego seguimos el rupu (camino), cada uno hacía su ruka (hogar), su lof (comunidad), su waria (ciudad). “Pukallal peñi, peukallal lanmgen. Que tenga buen camino, que llegue bien a destino. Saludo a la familia”. Y en el viaje pensamos en el próximo encuentro.

Kiñe. El campo de batalla.

Cuando éramos niños, juntos a mis primos y primas, luego de desayunar con el pan y el dulce casero que nos preparaba dedicadamente nuestra abuela, salíamos corriendo hasta un campo cercano -que nos vio crecer- en busca de batalla. La cita bélica era siempre en el mismo escenario. Y nuestras armas, escondidas en el fondo del patio, nos acompañaban irrenunciables: se trataba de unos palos de escoba y unos pedazos de maderos que encontrábamos y dejábamos estratégicamente bien guardados cerca del gallinero de mi abuelo. Éramos una especie infantil de guerreros invencibles que nos uniamos, luego de cada desayuno, dentro de un clan familiar irrompible para derribar a las “fuerzas malignas” que nos esperaban inmutables entre las finas líneas de la secuta. Nuestros enfrentamientos duraban largas y sangrientas horas. Ningún testigo, historiador o vecina compradora de huevos -que pasará cerca de nuestra embestida- podría dudar de nuestra dedicación en el campo de batalla. Invadimos a fuerza de obstinación y energía inclaudicable. Rociamos la tierra con los restos de nuestros enemigos heridos de muerte. Nadie podría desconfiar de nuestra valentía y nuestra fuerza bárbara para derribar tamaño ejercito erguido ante nuestros ojos enceguecidos de furia. Acertamos golpes con saña sobre la cabeza de nuestros enemigos. Las piernas y nuestro ropaje padecía la contienda. Siempre volvíamos con marcas en la piel. El pecho agitado, el hambre por la energía derramada, las hojas verdes esparcidas en la tierra; sobre nuestras cabezas el sonido de los teros que revoloteaban inquietos por sus nidos afectados por nuestra enemistad bélica. Al terminar mis primos me miraban, nuestro rostro estaba cubierto de polvo negro, las manos ampolladas, los palos, nuestras armas, transpirados, con restos de los vencidos en sus puntas. Habíamos vencido una vez más. Mirábamos al cielo y gritamos nuestra victoria. Éramos sultanes sobre los restos de nuestras víctimas. Sonrientes contemplamos como el sol había cambiado de posición. Era verano. Y cuando queríamos darnos cuenta del mundo que nos rodeaba alguien desde la puerta de la casa de mis abuelos nos gritaba demandante: “¡Che!” “¡Vengan a comer!” Mirábamos nuevamente a nuestras víctimas, las cabezas de los cardos estaban esparcidas por doquier sobre todo el campo. Una tropilla de caballos nos contemplaba desde lejos. Nuevamente la voz nos hablaba, esta vez más firme, a modo de advertencia. “¡Más vale que vengan a comer en cinco minutos! ¡No se los digo más!” Cruzábamos el alambrado, luego la calle de tierra, finalmente llegábamos a la casa donde nos recibían con reprimendas a las cuales no respondíamos por cansancio y educación. “Se lavan las manos y se sientan a la mesa. ¡Mirense! ¡Son un desastre!” Una leve sonrisa cómplice se nos escapaba mientras invadíamos nuevamente la mesa de la casa de nuestros abuelos.

El pensamiento y la poesía de la machi durante el encuentro. Gustavo Figueroa

El pensamiento y la poesía de la machi durante el encuentro. Gustavo Figueroa

Como si fuéramos los nietos de los soldados de la Campaña Expedicionaria invadimos y usurpamos territorio ajeno. Violentamos todo lo que allí vivían. Pensábamos inservible lo que allí habitaba. Matábamos el lawen en nombre de una guerra inexistente. Nosotros, como aseguran los historiadores y los vecinos oportunos, no sufrimos ninguna baja. Rompíamos todo, no dejamos ningún cardo en pie. La cultura opresora nos alimentó y nos vio crecer como nos vio crecer el territorio que atacábamos.

La hoja de cardo es medicinal. Aunque amarga. Sus propiedades sirven como antiséptico y cicatrizante. También sirve para combatir la diabetes y la falta de apetito. Nuestro enemigo de la infancia era una planta medicinal ancestral. La advertencia llegó tarde. Hoy, junto a mis primos, pasamos los treinta. Y yo he aprendido a contemplar los cardos como si fueran mis verdaderos primos, con esa misma dedicación familiar.

Por alguna razón o muchas dentro de la cultura que nos acunó siempre estuvo el desprecio como forma de diálogo e interacción. El desprecio por ser silenciosos y respetuosos, por tener bondad, por no tener doble pensamiento, por no caer en las ambición nefasta del acaparamiento fútil y avaro. Los jóvenes mapuce conocemos sobre las palabras que profesa el río y el lago, las frases que frasea el viento y los anuncio de las nubes, pero también sabemos del desprecio que producen nuestros modos contemplativos y respetuosos. El mismo desprecio que nos hizo un día matar el lawen, negar nuestro color de piel, nuestra propia identidad originaria; cruzar sin permiso el “cerro y el cementerio”.

El largo proceso de reconocimiento identitario – étnico consiste, entre muchas cosas, en poder visibilizar estas escenas, que son miles y diversas, en la historia personal de los jóvenes y mayores que habitan territorio mapuce -de este y al otro lado de la Cordillera de los Andes-. Siempre penosas -aunque tengo que ser sincero detrás de la matanza de los cardos hay una historia mucho más triste, pero entiendo que no es el momento ni lugar para contarla. Ya demasiado me he extendido con mi relato personal-. Simplemente la historia de los cardos intenta ser una introducción al conocimiento ancestral originario o mejor dicho al lento proceso de reconocimiento mapuce; reconocimiento que va acompañado de conocimiento, o el conocimiento permite introducirnos en el reconocimiento identitario necesario para desarrollarnos y comunicarnos contemplando el lugar donde nacimos y nos criamos. Como nos advirtió la machi pinda: “El conocimiento sana”. En ese viaje de sabiduría me aventuraré en esta crónica reconociendo palabras, rostros, prácticas, modos, gestos, la propia identidad negada.

El campo de batalla que representé en mi infancia matando el lawen del territorio que me vio crecer, es hoy un campo de resignificación simbólica, histórica y cultural.

En Junín de los Andes están los rastros de la historia que se ejecutó sobre el pueblo mapuce. Figura el fortín de Junín de los Andes donde se presentaron Sayhueque y Foyel. En Junín de los Andes coexisten como en un correlato histórico los Ngen del Volcán Lanín y el Lago Huechulafquen, los apellidos impuestos, las historias del Palin de la“muerte”, las comunidades desalojadas, la fortaleza de los jóvenes originarios. Sobre este lago esta parte de mi küpan (origen familiar).


Kuyfikeche: antepasados. (Nota del editor)