Continuando con la publicación de los aportes al V Simposio internacional del Centro Mundial de Estudios Humanistas, reproducimos la ponencia de Javier Tolcachier en la mesa redonda «La comunidad como ámbito de transformación», en la que participó junto a Bernarda Pesoa, de la Coordinadora Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas del Paraguay (CoNaMuRI) y a Alejandro Bonzi, de la Red Agroecológica.
El autor de la ponencia forma parte del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba, es columnista y productor radial en la agencia de noticias Pressenza y milita en el Movimiento Humanista desde hace 35 años.
La actual concentración mediática es un hecho coincidente con las prácticas y objetivos del sistema social instalado que, de manera aberrante, amenaza a la vida humana.
Queremos decir que, en un sistema excluyente y de concentración de recursos, no es coherente pensar en otra situación de la difusión que no sea la monopolización.
Por otra parte, esta difusión es portadora de modelos culturales y psicológicos, cuyo objetivo es la implantación y conservación de su esquema. Dicho de otro modo: Al totalitarismo del capital le corresponde el totalitarismo mediático. Son congruentes entre sí. Cualquier proclama de democratización de la comunicación no podrá someterse a los parámetros de funcionamiento del sistema actual. Por tanto, estas demandas imprescindibles, deberán ser incluidas centralmente en un programa revolucionario.
Por otro lado, hemos evitado el concepto “medios de comunicación”, ya que los aparatos hegemónicos no están interesados en comunicarse, en dialogar, sino en hacer propaganda. En ese espacio de sojuzgamiento no hay interlocutores, sino rating. Se pretende conciencias carentes de crítica y aduladoras e imitadoras de conductas de frivolidad y sinsentido.
La comunicación y la humanidad están secuestradas.
Bien vale entonces analizar hacia dónde y cómo liberarlas. Bien vale aclararnos las utopías para asomarnos a comprender la enorme valía de la comunicación desde, para y con la comunidad.
Los nuevos horizontes, las nuevas utopías deberán, necesariamente, constituirse como polaridad opuesta a los valores y prácticas decadentes del sistema deshumanizado.
Esa oposición no debe ser comprendida desde un espíritu de confrontación dialéctica, sino de compromiso con las necesidades de las personas, hoy desahuciadas por el extremismo acumulador. Polaridad que compense las enormes carencias y destrucción producida por el sistema actual.
Este sistema promueve como arquetipo la imagen individualista, competitiva, la diferencia como motor y sentido de la acción.
Por tanto, la utopía revolucionaria ha de enarbolar el lazo solidario, cooperativo y complementario como núcleo de su ideario y su estilo de vida.
Ante la creciente disolución del tejido social, las nuevas utopías habrán de dirigirse a lo comunitario como un ideal a construir.
En esta concepción, la comunidad no es sólo un espacio o un medio social, sino un objetivo revolucionario.
Sin embargo, el actual sentimiento de comunidad – hoy en declive – está teñido por valoraciones tradicionales, arrastres históricos que adhieren a una segmentación social preexistente de grupos, clanes, tribus, clases, naciones, culturas. Dicha identificación, aunque eficiente a la hora de concitar rápidos apoyos, es ineficaz para construir en proceso un nuevo sentido de comunidad, que no se apoye en la diferencia, sino que sea coherente con el sentido de complementación enunciado como bandera de las nuevas utopías.
La diversidad puede confluir sin desaparecer en base a algo más esencial, más profundo y también preexistente en todos, la común humanidad, de la cual puede derivarse, con mayúsculas el nuevo sustantivo Comunidad.
Así, la Comunidad, objetivo revolucionario, se asienta de manera coherente en la complementación de lo diverso y la afirmación de la común humanidad.
Continuando la descripción de las utopías y los caminos a desandar, observemos una vez más al sistema dominante: éste tiende a concentrar poder, a uniformar modelos y opinión, a silenciar toda oposición no funcional a sí misma.
Los estados ceden sus potestades a las corporaciones, que ejercen el poder de acuerdo a sus apetencias ultraminoritarias, ya sea de manera explícita – mediante tratados o burocracias supraterritoriales sin ninguna validación democrática – u oculta – mediante la selección de gobiernos afines a través de intensas campañas de marketing y manipulación psicológica.
La casta política rentada suele, en este contexto y salvo honrosas excepciones, abandonar toda representatividad y subsumirse voluntaria o forzadamente a este esquema so pena de ser también excluida de ese estamento privilegiado.
Por esto, la imagen revolucionaria apunta a que el pueblo recupere su soberanía arrebatada y construya una democracia radical e integral en todos los campos (económico, cultural, religioso, de género, comunicacional, etc.) desde la propia base social, en un esquema de poder descentralizado y federativo.
La característica principal del sistema en estos momentos, es la exclusión, la expulsión de millones de personas de ámbitos reservados, exclusivos, para una elite normada en base a poder adquisitivo y parámetros culturales racistas. Una suerte de apartheid postmoderno. Allí los virtuosos, los pocos, los puros, los bellos y admirables. Al otro lado del muro, los muchos, los feos, los impuros, los pobres, los inadaptados, los desechables.
En otras épocas, el sistema requería mano de obra esclava o al menos barata para la producción de bienes y servicios. Hoy esto es cada vez menos necesario. La tecnificación generalizada y la más reciente cuarta revolución tecnológica, con la aplicación de internet a la producción objetal, hace innecesaria la participación productiva de mucha gente. Por otro lado, en tiempos no muy lejanos, la masa era vista por el engendro sistémico al menos como un potencial consumidor, que debía conservar un mínimo de ingreso para volcarlo de inmediato a las arcas corporativas. El voraz afán comercial de otrora, sin embargo, está siendo reemplazado por la vulgar especulación financiera, que otorga mucho mejores dividendos, sin tanto esfuerzo ni recorrido.
De este modo, el ser humano, en otros tiempos requerido como objeto de explotación y de consumo, hoy está en situación de prescindencia. Y no sólo eso, sino que resulta una carga para las minorías, que no están dispuestas a colaborar con el sostenimiento de los pobres, los ancianos, los desvalidos, que son cada vez más y cada vez más pobres, ancianos y desvalidos.
Así, la estrategia revolucionaria tendrá como centro a la absorción de esta marea humana expelida por el sistema.
Esa es y será la forma de torcer la relación de fuerzas de la opresión humana. Incluyendo, conteniendo, pero aún más: absorbiendo integralmente a los expatriados del territorio prohibido. Absorbiendo como un tejido vivo en el que se sientan bienvenidos e integrados. Encendiendo el calor humano al que acudan los solitarios, los asfixiados, los acosados.
Anotados estos trazos esenciales de las revoluciones venideras, aparece la comunicación comunitaria y popular en toda su dimensión, para hacer lo que siempre ha hecho, para lo que nació: servir de manifestación y de convocatoria a los desterrados para ayudar a formar territorios de nueva comunidad. Comunidad en lo económico, en las relaciones interpersonales, comunidad de valores solidarios y humanistas. Comunidad fraterna en recuperación de su soberanía.
Una comunicación al servicio de la realización de los derechos humanos. Al servicio de la ampliación de las opciones, como eco de la diversidad y posibilidad de democracia real. Una comunicación como expresión de luchas y como lucha por la expresión.
Una comunicación que no se sirve, sino que sirve a quienes se dirige. Pero que además invita a participar, a ejercer el derecho de hacerse oir libremente – lo cual no sólo es condición fáctica de democracia y construcción colectiva, sino también ejercicio subjetivo imperativo luego de siglos de sumisión y silencio obligado.
Una comunicación que, en los sentidos revolucionarios enunciados, convoca a organizarse y confluir en proyectos de transformación y alojamiento de las mayorías desconvocadas y repelidas por un sistema refractario.
Una comunicación que desde la cercanía geográfica, genera cercanía emocional. Que desde la capilaridad aporta información y cualificación sobre contextos alejados, pero tremendamente influyentes en la situación cotidiana.
Los comunicadores tienen en claro que el sistema se esfuerza en desvalorizar la señal revolucionaria, ubicándola mediante restricciones legales y en el imaginario de la población, como un fenómeno marginal, alternativo, sin incidencia real.
De allí que la democracia comunicacional es un eje central del proyecto revolucionario de democracia integral y de base que, no sólo debe avanzar en el campo legal o técnico, sino que debe esclarecer y concitar el apoyo de poblaciones acostumbradas a la verticalidad, al control social y a la dominación desde una centralidad impuesta. Allí está también la clave para su sustentación.
La comunicación comunitaria rechaza la compartimentación, lo atomizado y lo competitivo, generando tejidos de trabajo en red.
Esta característica, no sólo genera calidad y amplitud, no sólo se condice con la práctica activa del espíritu colaborativo y plural, sino que revela el profundo carácter revolucionario de la comunicación comunitaria y popular, que asume su función de disputar la monopolización de sentidos en el espacio colectivo, en el marco de proyectos sociales, políticos y valóricos superadores.
Desde esta perspectiva, los actores de la comunicación popular-comunitaria, aún cuando actuantes e influyentes en ámbitos locales – en apariencia restringidos geográficamente – saben que es allí donde se da la pelea por una revolución genuinamente humana, profundamente democrática e inmediatamente mundial a través de las concomitancias y la velocidad de propagación mundializada de efectos ejemplares. Pero son también conscientes de la necesidad de confluir, de aunar esfuerzos para impedir la profundización de la violencia de la injusticia.
Todo ello tiene aún más sentido si comprendemos que no somos seres estancos, terminados ni determinados y que nuestra acción sobre el mundo, también es un acto de transformación sobre nosotros mismos. Esos cambios de conducta y de mentación a su vez, vuelven al mundo para, una vez más y en realimentación continua, aportar a su modificación.
Así, luego de milenios de dictadura en los contenidos y de imposición de normas en las formas y en tiempos actuales, donde la frialdad y la crueldad aún atraviesan las relaciones entre las personas, comunicarnos aparece como un aprendizaje esencial. Superar las barreras de la censura y la autocensura en la comunicación con otros y con uno mismo, se constituye entonces en suprema rebelión contra lo establecido.
Entonces, la comunicación y la revolución desde la comunidad adquieren un sentido autotransformador, generando de este modo la condición para transformaciones no solamente externas y circunstanciales, sino profundas y de mucho mayor alcance temporal.
Nada más, muchas gracias.
Javier Tolcachier
Asunción del Paraguay – 29-10-2016