En las elecciones presidenciales, la participación no suele llegar ni al 60%; en el resto de elecciones locales y consultas queda a menudo por debajo del 20%.
«Si no les importan nuestras vidas, cómo les va a importar nuestro voto», se queja un portavoz de Black Votes Matter.
Por Juan Luis Sánchez
Unos lo llaman racismo institucionalizado, otros exceso de democracia, otros apatía. Lo cierto es que Estados Unidos, que pregona los valores del poder individual como fuente de democracia, tiene un problema con el nivel de participación en las elecciones.
EEUU es uno de los países de la OCDE donde la afluencia de votantes es más baja. En las primeras elecciones de Obama, las del «Yes, we can», las de la ilusión para comunidades y generaciones enteras, voto solo el 57% de los ciudadanos que podían hacerlo; en las de 2012, bajó hasta el 54,9%. Hay que remontarse a 1968 para encontrar algún dato por encima del 60%. Solo Polonia, Estonia o Japón presentan peores registros entre los países desarrollados.
Si cruzamos el dato con el perfil racial o cultural, nos encontramos con que apenas el 30% de los votantes latinos votaron en 2012, con un dato parecido en el caso de los ciudadanos de origen asiático. Detrás de los bajos datos de participación, muchas organizaciones sociales denuncian que hay un sistema de representación democrática contraproducente, que está creando unos ‘supervotantes’ que participan en todo y una mayoría que se queda al margen. Se calcula que en estas elecciones serán más de 80 millones de personas.
Una de esas organizaciones, inspirada en el movimiento Black Lives Matter, se llama Black Votes Matter. Rae Whitley y su equipo recorren su barrio de West Palm Beach para incentivar el voto, no tanto en las elecciones presidenciales sino en la riada de decisiones a las que se convoca entre una y otra. «Si la gente no vota no es porque sean apáticos, es porque les han enseñado el camino hacia fuera del sistema, han sido desposeídos de sus derechos», dice Whitley.
El problema es más grave aún cuando se apagan las luces de la gran lucha presidencial y bajamos al terreno concreto de la política local, donde se maneja mucho del poder de una sociedad descentralizada y dividida en pequeñas ciudades o comunidades. En las últimas elecciones para elegir al alcalde de Nueva York la participación fue del 24%. En Detroit, fue del 25% a pesar de que eran las elecciones más determinantes tras declararse la ciudad en bancarrota. En San Antonio, Texas, la participación fue del 14%.
El fenómeno afecta a la vida política mucho más que en otros países, porque en Estados Unidos se vota mucho, se vota todo. Se votan los congresistas cada dos años, se votan los alcaldes o los gobernadores del Estado, pero además se vota para elegir al sheriff, se vota para elegir a los directores de la educación pública de tu ciudad, en algunos casos se vota para elegir a jueces, se vota para elegir fiscales. Y ahí los datos de participación son aún más pobres; en ocasiones apenas unos cientos de votos para poblaciones de un millón de habitantes y para cargos tan determinantes como el del que decide los impuestos que se pagan o los que aprueban el contenido de los libros de texto. Parece que sencillamente es casi imposible seguirle el ritmo a las elecciones.
«Si no les importa nuestras vidas, cómo van a contar nuestros votos», se queja Chuck Ridley, un veterano de los derechos de la comunidad afroamericana en West Palm Beach. Ridley tiene claro que «el sistema electoral en Estados Unidos está montado para mantener movilizados a unos pocos y mantener inmovilizada a la mayoría».
El diseño de las campañas tampoco ayuda a corregir ese efecto. Los asesores políticos de los candidatos hacen investigaciones muy completas sobre dónde tienen más oportunidades de rascar votos y con qué mensaje; entonces atacan un grupo concreto de gente. «A nivel local, lo que hacen es casi una ciencia del micromarketing, eligiendo muy bien qué votos quieres provocar», explica Ridley. En Estados Unidos, las campañas tienen acceso a documentación personal de cada votante donde, aunque no consta su voto, sí que consta a qué partido ha declarado su cercanía. Ridley lamenta que «hay barrios donde el voto no se consigue solo al ir a hacer campaña, así que no sirve de nada que los candidatos vayan. Sus consultores le dicen al candidato que se olvide de ese sitio, y así es como se retroalimenta el olvido de comunidades enteras».
Según los expertos consultados, en Estados Unidos no existe ahora mismo un debate sobre si compensa tener tantas elecciones y consultas o si se está retroalimentando la desigualdad, una democracia de dos velocidades. «El sistema americano está hecho para generar dos clases: la élite que participa y el resto», dice Ridley. Si eres candidato, «en realidad no quieres mucha participación, porque es impredecible. Prefieres que haya una participación baja y trabajar según un sistema de cálculos».