¿Es la dicotomía vieja/nueva política el eje de coordenadas más adecuado para entender (en un sentido transformador) nuestro mundo?
Pablo Iglesias es, desde luego, una «rara avis» en el Parlamento español. Sus discursos van un poco más allá de las intrigas palaciegas inmediatas para tratar de dibujar algunos contornos del mundo en que vivimos. Es algo muy de agradecer. Aunque lo que se resalte mediáticamente sean los tics de estilo o los golpes de efecto, sus intervenciones pueden dar algo que pensar. A mí, por ejemplo, el discurso del jueves en la sesión de investidura me hizo reflexionar sobre los problemas de la dicotomía vieja/nueva política como eje de coordenadas para entender (en un sentido transformador) nuestro mundo.
Crisis del sistema político español
Una idea básica de la intervención de Pablo Iglesias es que estamos ante una «sesión de investidura histórica». ¿Por qué, en qué sentido? Porque en la composición misma de la Cámara se manifiesta muy claramente la crisis profunda del sistema político español nacido de la transición: el famoso «régimen del 78» y su membrana protectora, la Cultura de la Transición.
Tiene toda la razón Pablo Iglesias. En un artículo de 2013, definíamos la Cultura de la Transición (CT) como una «máquina de visión y de interpretación del mundo». Una fábrica de la percepción sobre la realidad en la que trabajan a diario periodistas, políticos, intelectuales, historiadores, creadores, expertos, etc. ¿Y qué percepción se fabrica ahí cotidianamente? La del consenso en torno al tipo de democracia surgida de la transición como único «espacio de convivencia y libertad» posible si no queremos volver a algún tipo de «caos» o de «guerra civil».
Decíamos en ese artículo que la CT es un «marco de lo posible» definido por tres características: en primer lugar, prescribe lo que se puede discutir y lo que está fuera de discusión (la arquitectura política del régimen del 78 quedaría fuera de discusión, sólo se puede discutir «dentro» de ella y de sus coordenadas); en segundo lugar, establece dos opciones básicas para todo: PSOE y PP (izquierda/derecha, progresismo/inmovilismo), con su complemento mediático correspondiente (El Mundo/ El País, la COPE/la SER, etc); y por último, determina quién puede hablar, cómo y desde dónde. Es decir, desde qué lugares se puede hablar, qué sujetos tienen derecho a ser escuchados, qué tonos y palabras hay que usar, etc.
En esta sesión de investidura se puso de manifiesto, como acertadamente señaló Pablo Iglesias, que las costuras de ese «marco de lo posible» han estallado (y seguramente para siempre). En primer lugar, hay una voz con cinco millones de votos detrás que cuestiona la arquitectura y los consensos del régimen del 78. En segundo lugar, vemos cómo el PSOE le entrega el poder al PP, dinamitando así la diferencia simbólica entre ambos. En tercer lugar, un cierto tono «plebeyo» (en los modos, los estilos y las palabras) entra con Podemos en el parlamento (aunque aquí habría que ampliar la discusión, porque esta «democratización de la palabra» sigue muy ajustada a lugares privilegiados, a especialistas y profesionales de la política, aunque sea la nueva, etc.).
Pablo Iglesias explicó en su intervención cómo el sistema político español, que fue diseñado para excluir a un tercero (por ejemplo, a una izquierda no sumisa), entra en crisis cuando ese tercero ingresa con fuerza en el espacio parlamentario y disputa el poder al bipartidismo, como ocurre ahora con Podemos. Entra en crisis también cuando las máquinas mediáticas de la CT no logran instalar ya en la cabeza de la gente los consensos de décadas estigmatizando toda voz que los cuestione (los disparates que El País se obliga a sí mismo a decir todos los días sobre Podemos no son muestra de fuerza sino de debilidad y pérdida del control sobre los enunciados, en el pasado nunca hizo falta ponerse tan nervioso). Por último, el sistema político español entra en crisis cuando «la gente pierde el miedo», dijo Pablo Iglesias. El miedo a votar por opciones políticas que son acribilladas a diario por los medios de comunicación oficiales, el miedo a votar por «el diablo con coleta».
Según el discurso del jueves, dos serían los factores que han desestabilizado los consensos y el paisaje político en el que languidecíamos desde hace décadas. En primer lugar, la plurinacionalidad de España, manifiesta en los resultados electorales pero ignorada e incomprendida aún por la «triple alianza» formada por PP, PSOE y Ciudadanos. En segundo lugar, el 15M. Aquí sería posible abrir otra discusión, porque aunque el independentismo catalán haya tenido desde siempre una base cultural y política importante, el repunte que tiene ahora le debe mucho al rechazo del sistema político español. Es la «capitalización identitaria» de un malestar (por la aplicación despiadada de las políticas de austeridad, la corrupción y la represión) que se había expresado primero en las plazas de otra forma. Ese «independentismo no nacionalista» es clave para entender el empuje que tiene el «procés» en Catalunya.
Pablo Iglesias citó la presencia electoral decreciente («marginal») de los partidos del 78 en Euskadi y Catalunya, la realidad de las grandes ciudades y de los menores de 45 años como los índices de una transformación en curso. «El tiempo pondrá a cada uno en su lugar». Es decir, el régimen del 78 y la CT se mueren de viejos y Podemos (En Común, confluencias) encarnan lo nuevo que viene y se impondrá más pronto que tarde.
Vieja y nueva política
El eje fundamental del discurso de Pablo Iglesias fue por tanto la tensión entre vieja y nueva política. Es aquí donde me gustaría detenerme ahora. Porque, más allá del discurso del jueves, ese es el marco de coordenadas que se ha instalado para pensar la política desde que lo electoral-institucional pasó a primer plano a lo largo de 2013, tras el debilitamiento del movimiento 15-M (lo que llamamos el «eclipse de Sol»). Quisiera señalar tres límites importantes de este marco discursivo. Tres reducciones que opera en nuestra comprensión-acción de los desafíos políticos a los que nos enfrentamos.
— En primer lugar, el encierro en la cuestión nacional. En los últimos 30 años, se ha construido un orden global que articula (jerárquicamente) Estados, instituciones supraestatales, multinacionales y capital financiero. La política de los Estados ha quedado completamente subordinada a la mera gestión de las necesidades y los efectos de ese orden global en un territorio y una población concreta. Es lo que venía a decir a las claras Mariano Rajoy cada vez que anunciaba un nuevo recorte en la pasada legislatura: «No hay margen de maniobra posible».
La política estatal no es una «pobre víctima» de esta situación, sino que más bien ha sido un «agente activo» en la construcción de este nuevo orden global. De alguna manera se ha disparado en el pie, porque su autonomía (y, por tanto, su propia legitimidad y credibilidad) se ha reducido drásticamente. Por ejemplo, por mucha retórica sobre la importancia de la nación o de la soberanía popular que se utilice, basta con un telefonazo desde alguna institución supranacional para que se tenga que modificar la «sagrada» Constitución con alevosía y nocturnidad, como hizo Zapatero en su día cavando así su propia fosa política.
Sin embargo, el eje vieja/nueva política vuelve a poner en el centro la toma del poder político y el Estado como lugar privilegiado de acción, pasando de puntillas sobre las consecuencias que podríamos extraer de lo ocurrido con Syriza. La vía estatal tiene sus propios «techos de cristal» y no son menores. Este recentramiento de la estrategia en torno al poder político explica también la necesidad de Podemos de resignificar lo «nacional» como identidad común. Es la insistencia (¿un poco artificial?) de Pablo Iglesias en la retórica de «España», «lo español» y «la patria».
Creo que la geografía política local-global que nos proponían los «movimientos de las plazas» (Tahrir, Occupy, 15M, etc.) era más compleja e interesante y un poco más a la altura del mundo en que vivimos y sus posibilidades de transformación. El 15M cuestionaba la CT (las posiciones izquierda/derecha, la cuestión nacional como central, etc.) precisamente porque se trata de un marco reductor que nos impide asumir los problemas que nos plantea nuestra inscripción en un orden global en el que compartimos un único mundo común, la interdependencia es la regla general y todos somos «afectados» (para bien o mal) de lo que ocurre más allá de las fronteras nacionales.
Para el 15M, se trataba de «suspender» o «salir» del marco estrecho de coordenadas de la CT, como pasó cuando la gente de Madrid salió a la calle para expresar su solidaridad con las personas desalojadas brutalmente de Plaza Catalunya al grito de «Barcelona, no estás sola». Se trataba de inventar nuevas formas abiertas de nombrar la identidad común como «indignados» o «somos el 99%». Se trataba de dibujar una nueva geografía política (resonancias entre los distintos movimientos de las plazas, etc.) que trascendiese las fronteras que encierran nuestra imaginación y nuestra sensibilidad en un marco estatal-nacional, cuando las fuerzas que configuran hoy la realidad lo desbordan por todos lados.
— En segundo lugar, el estrechamiento en la misma manera de interpretar los movimientos recientes . «La gente que salió a la calle el 15M quería orden e instituciones que funcionasen bien», dijo ayer Pablo Iglesias muy en consonancia con los discursos que podemos escuchar a menudo desde Podemos. Me parece que ese acercamiento tan instrumental («lo que quería el 15M es algo como Podemos»), limita nuestra comprensión de lo que se puso en juego entonces.
En la política de las plazas se quería (y se practicaba) una política al alcance de cualquiera, igualitaria no delegativa, no monopolizada por «los que saben» (sean expertos nuevos o viejos). En la política de las plazas se querían (y se practicaban) formas de acción y participación acogedoras e inclusivas, no fracturadas por las luchas de poder internas típicas de los partidos, incluidos los nuevos. En la política de las plazas se quería (y se practicaba) una política vinculada a la vida, a sus territorios y condiciones, a sus ritmos y problemas, no puramente espectacular-mediática o subordinada al calendario oficial.
El eje vieja/nueva política deja fuera del campo de visión la necesidad de inventar formas de hacernos cargo de los asuntos comunes que no pasen necesariamente por la representación-delegación. No nos permite pensar e imaginar lo que más necesitamos quizá hoy: no sólo un cambio de política y de políticos, sino un cambio en la relación misma con la política. La fuerza del 15M consistió básicamente en esa experiencia viva de otra política y de otra democracia, no en la demanda de unos buenos representantes para poder volver a casa tranquilamente con nuestra vida privada.
— Por último, el empobrecimiento de nuestro análisis sobre el neoliberalismo . Hemos inflado demasiado la importancia de la CT. La cultura que marca de manera más intensa nuestra vida cotidiana es la «cultura neoliberal» que nos propone una relación de «gestión empresarial» con la realidad, con los otros y con nosotros mismos. Es esa cultura neoliberal la que nos presiona a diario hacia la individualización de nuestra relación con el mundo, hacia la competencia como principio de relación con los otros, hacia la superación indefinida de uno mismo como objetivo constante (como «empresarios de nosotros mismos», como gestores de un «capital humano» o una «imagen-marca» que rentabilizar).
El eje vieja/nueva política tampoco nos sirve para entender esto. Por ejemplo, según el discurso de Pablo Iglesias la esperanza está en «las grandes ciudades» y en «los menores de 45 años» que ya no votan a los partidos del 78. Son lo nuevo y, por tanto, lo bueno. Pero, ¿no es justo en las grandes ciudades y entre los menores de 45 años donde la presión de la cultura neoliberal es más fuerte? «Ya no hay miedo», dice Pablo Iglesias. Quizá no haya miedo a los tanques franquistas, pero respecto de muchas otras cosas la nuestra es una de las sociedades más temerosas de la historia. Miedo a quedar fuera en la carrera constante por salir adelante, miedo al agujero negro de la soledad y la miseria.
Según el discurso de Pablo Iglesias, parece que el neoliberalismo es algo que tiene lugar «desde arriba»: políticas de austeridad, recortes y desregulación. Es una visión muy limitada, puramente negativa. El neoliberalismo no es exactamente un «régimen político», sino un sistema social que organiza la vida entera. No se trata de un «grifo» que derrama hacia abajo sus políticas y que podemos cerrar conquistando los lugares centrales del poder político, sino una dinámica que nosotros mismos reproducimos en mil decisiones cotidianas. No se impone simplemente por miedo o coerción, sino porque propone formas de vida deseables.
Acabo. El discurso de Pablo Iglesias fue muy bueno, pero no lo comparto. Nos encierra en un mundo reducido. La realidad que nos afecta realmente desborda por todos lados la estrecha dicotomía viejo/nuevo. Es preciso y urgente activar otra imaginación política. Con todas sus insuficiencias, límites e ingenuidades, las plazas del 15M abrieron esa posibilidad: inventar otras identidades colectivas (más allá de la pertenencia nacional), ensayar otras posibilidades de participación y co-implicación en los asuntos comunes (más allá de los partidos y la simple toma del poder), plantear un desafío al neoliberalismo encarnado en la misma materialidad de la vida que llevamos (un desafío que que no se puede delegar en Pablo Iglesias, Errejón o quien sea). La tarea ahora es retomar esas posibilidades y prolongarlas, con nuevas formas de hacer y decir, irreconocibles incluso con respecto a las que conocimos el 15M. La salida meramente «política» de la crisis civilizatoria que atravesamos es muy estrecha y finalmente ni siquiera es una salida.