Por Carol Murillo Ruiz
El viernes pasado concluyó el III Encuentro Latinoamericano Progresista en Quito. Fue una jornada para repasar y evaluar las luchas sociales y la temperatura política de los gobiernos progresistas de la región, y una ocasión para hacer inevitables comparaciones sobre los cauces ideológicos que cada movimiento o partido ha desbrozado en aras de convertir la política en un ejercicio de compromisos individuales y colectivos.
Solo unas pocas voces hicieron reparos a la cita internacional, precisamente aquellas que escarnecen el estilo y la praxis de los movimientos que accedieron a los gobiernos y durante más de una década consiguieron para sus pueblos notables conquistas sociales y el rescate del sentido de lo público en la organización estatal.
El simplismo ideologizante de calificar a los progresistas de populistas corona la ‘gran’ crítica a una tendencia que ha expresado, de muchos modos, el deseo de la gente de tener una esperanza cierta en el destino de sus vidas y de sus sociedades.
La experiencia alcanzada en estos años, por ejemplo en el Ecuador, es invaluable. Por fin se abandonó la idea fija de pensar el poder como un trofeo que se toma por asalto y se meditó en ganarlo de acuerdo a lo que la mayoría de la población halla manejable: la democracia.
Es obvio que el progresismo no vino a pulir los formatos corroídos del liberalismo economicista del siglo XX, ni afinar las proclamas que hablan de la libertad como propiedad exclusiva de los fuertes, no; el progresismo llanamente advino para diseñar rutas políticas congruentes con las realidades sociales de cada nación y que han sido burladas por la fantasía redentora de quienes idealizan a los pobres desde sus oficinas, tarea que, inexplicablemente, les cuesta harto cacumen intelectual…
Si algo se sabe a estas alturas es que gobernar con perspectiva social y bajo principios de equidad requiere de una visión totalizadora de las condiciones fácticas internas de los países, de la economía internacional y de la geopolítica global. Como nunca los procesos de integración regional procuraron otros enfoques sobre el desarrollo y, además, cimentaron el pilar político que apuntala las urgencias y potencialidades comunes. Esa comprensión ha recorrido enormes tramos y la fuerza de la realidad empuja a la política a enfrentar inadvertidas pero necesarias luchas y diálogos sociales en todas partes.
Nada ha sido fácil. La inercia del dogma del mercado o la fe en la moral política impide valorar la experiencia del progresismo latinoamericano. Empero, en esta última edición del ELAP, se pudo advertir que nuestros procesos demandan también de autocrítica y que el blindaje político y jurídico –imprescindibles para resistir socialmente- rebasa el lamento contra los rivales ideológicos, pues el acoso a los gobiernos progresistas exhibe hoy finuras que el golpismo del pasado ignoró.
Hoy los pueblos buscan otras maneras de vivir y hacer la política. El más claro ejemplo es el Acuerdo de Paz logrado entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC. Refrescar la acción política conducirá a diluir la ferocidad de aquellos que denigran la democracia solo cuando no la manejan sus patrones o sus pajes.